Aquella joven, hija de
acróbatas, nieta de payasos y hermana de malabaristas, cansada de no tener
un sitio donde volver, acuciada de
tiempo y espacio para sus diarias trasformaciones, empezó a comprobar que
mientras en el escuálido camerino de la roulotte, el espejo picado y sin azogue
le devolvía una imagen cada vez más crispada de facciones y menos propensa a la
diversión.
Harta del
requerimiento del maestro de ceremonias, para la presentación y cuando las
cosas iban mal dadas, por cualquier inesperada contingencia, harta de soportar
las miradas, las bromas y las soeces insinuaciones del lanzador de cuchillos,
antes y después de sus lanzamientos que ya no temía, por la costumbre, pero que
no soportaba por las miradas lascivas a sus piernas y escote, harta de una vida
tristemente repetida y sin los anclajes suficientes, decidió fugarse con un
mozo del último pueblo donde fue montado el circo, joven que fue contratado
para múltiples faenas, tales como dar de comer a las fieras, repartir
propaganda, desmontar y montar las carpas e incluso ya había hecho pinitos como
caballista en las cabalgatas que anunciaban la llegada.
Hoy son felices y
regentan, en un pueblo de la España vaciada un local medio taberna, medio
biblioteca, medio droguería, donde han incluido una mesa de billar y… dos
blancos para lanzar flechas a la semejanza de los pubs británicos.
Hoy sus hijos juegan
en el campo subiéndose a los árboles, montan en los borricos de los amigos, y
son perfectos lanzadores con honda.
Todos disfrutan de la
vida y se sienten contentos de pertenecer a un sitio al aire, al sol y a las
estrellas reales y no pintadas.
Una alegre charanga de
ladridos, gallinas, alondras, torcaces, mirlos, petirrojos, ruiseñores,
jilgueros y el contrapunto grave y persistente de algún rebuzno, los despiertan
cada mañana, con esa rara y cada día distinta sinfonía que solo en la
inmensidad del campo puede ser escuchada…
… Ahora es cuando se
sienten plenamente felices y son capaces de hacer felices a los demás.