El hombre que toma capuchinos en un café tranquilo mientras lee relatos de Cortázar o de Carver, y que ya lleva tres capuchinos con sus correspondientes tres aguas minerales, sonríe de vez en cuando ante alguna frase deliciosa que le llama la atención. “Qué cabrones” piensa, “qué cabrones”. También levanta la cabeza y mira a las mujeres del café tranquilo. Se pregunta si alguna de ellas podría ser la m-u-j-e-r —con todas las letras— que pondrá patas arriba su rutinaria vida. Piensa a su vez en lo hermosa que es la palabra mujer. Se recrea en esa palabra. La paladea. Se recrea en eso y en lo cabrones que eran Cortázar y Carver. Piensa en otros cabrones que escriben y que él nunca llegará a ser así de cabrón. Quien haya leído a Cortázar, Carver o Chéjov sabe a lo que se refiere el hombre que toma capuchinos. Sin duda se refiere a algo bueno, superlativo.
Una rubia de mirada lánguida —y que se muerde las uñas— cruza el café de una punta a otra como un buen presagio. Sabe que está siendo contemplada por el hombre del capuchino que lee. Se siente incluso deseada aunque esto último es una apreciación muy particular y que no se fundamenta en nada. A veces, nuestro hombre (establezcamos por convenio llamarlo X) imagina cómo sería hacer el amor con las mujeres desconocidas con las que se cruza a diario. Lo imagina con detalle y de manera intensa. Luego olvida a esas mujeres. En general tiene una clara tendencia a olvidar las cosas.
Pese a todo, recuerda con agrado a Laura. Una de las lecciones más importantes que aprendió de ella es la de cómo echar el azúcar al capuchino sin que se derrame por los bordes: haciendo primero un huequito con la cucharilla. Ese es el secreto. Después le viene a la cabeza Natalia, la camarera que dibujaba corazones de chocolate sobre la superficie cremosa del capuchino. Un día se intercambiaron el número de teléfono. Aunque él no quería nada con ella, reconocía sentirse halagado puesto que en cierta manera, nunca o casi nunca le ocurrían cosas de ese tipo. Le ocurrían a los demás, pero a él no. Con Natalia nunca imaginó cómo sería el asunto en la cama. Eso, según X, significaba algo, aunque no sabía muy bien el qué.
X siente en ese momento que no necesita nada más para estar bien. Así está todo bien, con un capuchino, un agua mineral y algunos libros de Cortázar o de Carver. Le gustan las tardes en cafés tranquilos, a ratos lee, a ratos mira a otras mujeres y anota algunas ideas en servilletas de papel. En ese momento piensa que son ideas estupendas pero poco después cambiará de idea. Satisfecho con su tarde y consigo mismo, se levanta, paga y sale del café tranquilo. La rubia de mirada lánguida que se muerde las uñas, cruza de nuevo el café de punta a punta, pero haciendo el recorrido de vuelta, como si buscara algo o a alguien. Sea lo que sea aquello que busca ya no está. Entonces su mirada se vuelve mucho más lánguida. Tanto que se le quitan las ganas de todo y se enciende un cigarro, justo ahora que se había prometido dejar de fumar y de comerse las uñas.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio 2010)
Pascual es un pelma. Hasta aquí todos de acuerdo, el mundo está lleno de pelmas, y qué le vamos a hacer si resulta que Pascual es el único pelma del mundo que está casado con mi madre. Así que, oficialmente, yo soy la hijastra de un pelma. Carla es mi mejor amiga, nos contamos todo, no tenemos secretos. Ella sabe que no me gusta Pascual, creo que a mamá tampoco, pero así se siente menos sola, aunque a veces pone cara de estar en otro lado, como de seguir esperando que papá aparezca por la puerta con su sonrisa de sábado en una tarde de lunes, con mortadela de olivas para la cena.
Desde ayer tengo un año más, dieciséis, y mamá dice que los días pasan empujándose unos a otros tan rápido que apenas te das cuenta. Pascual siempre está enfadado, no me gusta y no le gusto. Dice que cómo puede ser que lleve esa faldita tan corta, que las chicas estamos más guapas con la cara lavada (quizás por eso mamá tampoco se pinta para él) y que caramba con los tacones, que no son maneras esas de ir por la calle enseñando el ombligo, todo porque no entiende que un piercing que no se enseña con un poquito de descaro no sirve de nada. Él no sabe lo que es que no te miren los chicos. Ahora me miran y eso me gusta. Carla me regaló un tatuaje y Pascual dos semanas de castigo. Ella se hizo un diablito rojo en la cadera, yo un código de barras en el tobillo que a veces disimulo con pulseritas de nácar. Nos gusta ponernos guapas las noches de concierto en el parque, ahora que viene el buen tiempo se nos alegra la sangre y parece que la piel y la mirada nos brilla de otra manera. Al menos eso dice Carla. A Pascual le desespera mi ropa interior, dice que es demasiado pequeña y que un día de estos tendremos un disgusto. Qué sabrá él de disgustos si nunca está con nosotras. Pone la excusa del trabajo y cuando aparece por casa, se convierte en un periódico que gruñe desde el sofá. Pascual es el disgusto.
Carla, como dije, es mi mejor amiga y nos contamos todo. Ella sabe que no me gusta Pascual y que no le gustan mis faldas, mi piercing y mi tatuaje, que no le agrada mi manera de andar —caramba con los tacones—, ni mi diminuta ropa interior. Lo cierto es que a Carla le extraña un poco la conducta de Pascual, porque según ella —y ella no miente nunca— Pascual es muy simpático y no deja de decirle lo guapa que está con esa falda tan pequeña y que tan bien le queda. El caso es que ahora le deben estar empezando a gustar los tatuajes porque se interesa mucho por el diablito rojo. Carla insiste en que Pascual es cariñoso y atento, pero a ella no le gusta Pascual, aunque le hace gracia ver cómo respira más fuerte si ella cruza las piernas. En ocasiones, Pascual le manosea las piernas y se pone como nervioso, es un poco raro, porque nunca acaricia a mamá, pero creo que a ella tampoco le hace mucha gracia la idea. Un día de estos, de la manera más tonta, le digo a Pascual que Carla le manda recuerdos y que muy amable por su parte, pero que ya no hace falta que la recoja por las tardes, a la salida de clase, que ahora tiene un novio motorista y forzudo que se encarga de acercarla a casa y acariciarle los muslos.
Yo era muchas cosas diferentes, vendía cosas a domicilio, representaba algunos papeles en un grupo de teatro local, aparcaba los coches del club social y acompañaba a mujeres desdentadas a las fiestas más decadentes de la ciudad. En una ocasión fui catapultado como hombre-bala en un circo de tres pistas. A ella la conocí haciendo malabares en Gran vía, se acercó y como susurrando mariposas me confesó tímidamente que era tropecista. Recuerdo perfectamente la cara de pez que dibujé en los escaparates, resultaba delicioso el detalle de cambiar una vocal por otra. Ella insistía en lo de tropecista y, decididamente, era lo que decía ser: tropezaba todo el tiempo. Salía a la calle y tropezaba con octogenarias despistadas, tomaba el ascensor y tropezaba con la puerta, se movía por la casa y tropezaba con las paredes y el somier, lo mismo tropezaba con antiguos amores poco procedentes y volvía a tropezar cuando cogía el autobús. Era un tropezar continuo.
Me enamoré de Tropecista en cuanto dio el primer traspié con un bordillo y tuve que sujetarla fuerte para que no le pasara por encima un tranvía azul. Fuimos a parar a un charco y así sucedió que nos miramos de esa manera que tienen de mirarse los que acaban de dar juntos una pirueta imposible.
Salíamos a todas partes bien abrazados, tropezábamos juntos pero ella siempre con más gracia, había aprendido a caer como si fuera una patinadora olímpica y si lográbamos sortear un tropiezo, el siguiente era aún mayor. Caíamos juntos y eso nos hacía gracia. A veces me ayudaba en mi espectáculo callejero, me gustaba dejar caer al suelo mis mazas de malabarista para que ella las recogiera en un nuevo tropezón. Los aplausos aún eran mayores, no por burla sino por que nunca nadie ha tropezado con más dulzura que ella.
Con el tiempo afianzamos una relación que fuimos levantando delicadamente a base de tropiezos, ella caía y yo después, hacíamos el amor y caíamos, veíamos películas francesas y caíamos también, tropezábamos con la mesita de estar y con el vendedor de enciclopedias. Igualmente caíamos. Tuvimos que hacer algunas modificaciones en la casa para evitar accidentes mayores: colgamos los muebles del techo y reforzamos las paredes con algodón de azúcar. Aún no hemos terminado de acostumbrarnos, así que de tarde en tarde, cuando añoramos los tropiezos de antaño y nos viene el ataque de nostalgia, le pido desde abajo que suelte sus bracitos y que se deje caer desde la araña de cristal.
Connie Selleca mide la distancia al suelo desde el piso diez. Lo hace mientras sostiene que las relaciones —las amorosas en particular— son como saltar a un vacío en el que finalmente terminas rompiéndote los huesos y el alma. Todo es cuestión de ver cuánto dura el trayecto hasta el impacto final. Lo compara con lanzarse desde un edificio, un edificio como el suyo, por ejemplo, de varias alturas: según la distancia, la relación acaba antes o después, pero siempre acaba. Mientras tanto, de lo que se disfruta es del dejarse llevar o caer, aunque luego todo es un mismo estallarse contra el suelo, un suelo que no es otra cosa que la propia realidad. Ella sostiene toda esa teoría porque sabe que le queda poco para el final, porque nunca le duró nada o nunca le duró bastante, porque se siente cómoda en esa idea de pérdida continua y, además o sobre todo, porque decidió comenzar otra relación con fecha de caducidad en busca de su gran héroe americano, ese que nunca encuentra.
Connie Selleca hace una pausa, observa el movimiento de la ciudad desde su atalaya, medita bien las palabras que quiere emplear, arrastra el pensamiento primero, las palabras después, le cuenta todo ese asunto de las relaciones a Lucky Luke, que hace no tanto que se estrellaba por última vez —una de tantas— incluso con (o a causa de) la misma Connie Selleca, que ahora se siente extraña hablando con él del amor que siente por otro hombre, o que cree que siente por otro hombre, aunque le anima saber que puede hacerlo y que eso, de una manera o de otra, le ayuda aunque no le cura. Es más: le sirve el ejemplo de la historia vivida junto a Lucky Luke como muestra de un tiempo que pasa y aplaca las heridas. Lucky Luke escucha. Mantiene los ojos cerrados, el gesto grave, reconcentrado. Le importa el parecer de Connie Selleca y le entristece pensar que lleve razón. Le gusta pensar que todavía no es hora de perder la fe en la fórmula de dos, siendo que otros modelos de organización le convencen más bien poco. Atiende la explicación al tiempo que se imagina a sí mismo describiendo una trayectoria —no sabe si de tipo ascendente o descendente, ni la altura que sobrevuela en ese instante— aleatoria hacia alguna parte.
Se interrumpe de manera brusca la reflexión de Lucky Luke cuando escucha el golpe seco, afuera, en la calle. No hace el gesto de salir a mirar porque descifra enseguida lo que ocurre, porque quizá se acomodó a los avisos y porque, además, intuye que enseguida comenzará a agolparse la gente alrededor, que no tardará en llegar la brigada del Servicio de Recogida de Corazones Rotos que el ayuntamiento pone en funcionamiento a comienzo de cada primavera, todo eso mientras se escuchan las primeras sirenas y el claxon de los que tienen prisa por llegar a la oficina. Intuye eso y otras cosas, como que abajo, seguramente, un agente se dispone a regular la circulación con la mirada perdida, clavada, en Connie Selleca.
Pregunten en sus librerías, pregunten por un cuento que viaja dentro de un cuento, un libro ilustrado exquisitamente por Cecilia Varela (otro magnífico regalo: la amistad de Cecilia y trabajar con ella en este proyecto) y editado por Lóguez. Pregunten a la chica de la bufanda roja, pregunten por un cuento para todas las edades que forma parte de una colección con un nombre tan bonito como evocador: Rosa y Manzana. Esperamos que os guste.
Te regalo un cuento para que lo lleves contigo, dobladito en el bolsillo o entre las páginas de un libro...
Dossier del libro: Te regalo un cuento. 36 pgs. a todo color, en cartoné Formato: 16 x 16 cms ISBN: 978-84-96646-38-4
Esta va a ser la cubierta definitiva de "Te regalo un cuento". El libro asomará la cabecita en Marzo de este año y formará parte de la colección Rosa y Manzana de Lóguez Ediciones. Cecilia Varela ha hecho unas ilustraciones preciosas para el texto. Tenéis que verlas.
No sabría decir cómo llegó hasta arriba de la silla, pero le gusta estar bien lejos del suelo, para que los miedos no le coman los deditos de los pies. Por eso y porque la silla queda a la misma distancia del cielo, cuando en realidad el cielo no es otra cosa que el techo de la habitación decorado con estrellitas adhesivas, constelaciones enteras de estrellitas adhesivas que compra por catálogo y que suele poner, de vez en cuando, para tener dónde mirar cuando cae la noche. De todas las costumbres, la favorita siempre fue quedarse en la silla y esperar, esperar sin saber muy bien el qué, pero esperar, al fin y al cabo, hasta que le empiezan a doler las articulaciones y los pensamientos, y más tarde terminar encogida en la silla, llegando a la conclusión de que, a lo mejor, quién sabe, lo que espera queda al otro lado de la ventanita que hace de mirador de los sueños.
En frente de ella, la ventanita queda alta, alta y lejos, lejos como el suelo, lejos como los miedos, apartada de su mundo como aquella constelación de estrellas adhesivas. Entonces el corazón de esponja se le escapa por debajo del vestido, encaramándose al dobladillo y saltando luego desde uno de los pliegues, para tomar impulso en las rodillas y dejarse caer, casi aterrizar, en el suelo y salir corriendo, sorteando los miedos, las hebras de pelo, el polvo. El caso es que ella quiere quedarse, se cuida de mantener intactos los deditos de los pies y, al mismo tiempo, el corazón a hurtadillas que sabe de fotosíntesis y de jardinería, toma la forma de semilla y se hace planta, con idea de llegar a ser enredadera, platanera o malvavisco.
Desde la silla ella se pregunta cómo hacer para llegar hasta arriba, día tras otro, divisa el corazón que crece, que escapa, que ahora es un corazón aventurero que mira la ventana, como quien mira una caseta de feria llena de premios, y el corazón que se despide con el ánimo decidido y que promete que, en cuanto encuentre una oficina de correo, manda una postalita y algunas de líneas contando cómo es la vida allá afuera.
Lo que no saben el príncipe y la princesa es que, antes de darse el primer beso (aquel que rubricará definitivamente su amor), han sido condenados de por vida a un maleficio que —básicamente— se resume en que sus labios quedarán pegados para siempre una vez que se toquen. La autora intelectual del hechizo es el hada madrina, despechada ella porque tiene un "affair" con el Rey que a su vez le ha prometido abandonar a la Reina, aunque para algo así necesita tiempo y poder hacer las cosas del modo menos traumático, es decir: una vez que concluyan los festejos por el casamiento de los chicos. El hada, por otra parte, padece algún tipo de complejo de Medea —pero sin llegar exactamente a serlo— aunque bien es cierto que detesta la felicidad amorosa ajena. No hay nada que le joda más. En su currículo figura que posee un MBA en hechizos que quiere rentabilizar antes de cumplir los cincuenta y poder demostrar así sus habilidades gerenciales adquiridas. Cuando se plantea el posible maleficio, maneja todo tipo de alternativas: desde un vaporoso vestido envenenado a una corona ardiente que chamusque los delicados bucles dorados de la princesa, algo que sea un poco más imaginativo que lo de la transformación en rana. Finalmente decide que, de todos los embrujos, el más cruel sin duda es el de los hocicos sellados.
Tras el “puedes besar a la novia”, los labios de los príncipes se unen como deliciosos gajos de mandarina. Todos los presentes se dan codazos mientras comentan emocionados que nunca se ha visto un amor tan grande: mira tú cuánto se quieren que no quieren separarse. En un principio, la anécdota resulta encantadora y, por qué no decirlo, romántica e inesperada. Después, el asunto se complica en el momento en el que los belfos reales se van transformando poco a poco en dos ventosas adheridas que no quieren despegarse. El hada madrina le sostiene la mirada al Rey que se piensa lo peor, cosas del tipo “esta me quiere joder” o “ten cuidado Arturito que las hadas de este reino son todas unas retorcidas”.
La primera noche después del casamiento es digna de recordarse como una de las más arrebatadas de todas las historias de amor que se conocen. La segunda ya empieza a ser penitencia y la tercera un suplicio. La princesa descubre que su amado padece de halitosis, algo que el futuro Rey había mantenido en secreto pensando que tal vez hallaría un remedio mágico para su aliento. El príncipe descubre una virulenta picazón en sus morros que se va extendiendo desde el nacimiento de la boca de la princesa hasta la comisura de sus propios labios. A ella no le queda más remedio que confesar que su vida antes del príncipe no era tan incólume y virginal como había dado a entender y que la picazón no es otra cosa que un herpes que adquirió no se sabe muy bien con quién porque fueron unos cuantos los que probaron la miel de sus labios.
Así es como se van sucediendo los acontecimientos en el reino. El Rey es despachado por la Reina que le pone los arcones en la calle porque alguien filtra la noticia de la doble vida del monarca. Los príncipes se pasan la vida adheridos, babeando reproches e insultos que derraman como una sopa amarga por las estancias de palacio. Reciben en audiencia pegados, duermen pegados intentando cerrar bien sus bocas para no contagiarse del hedor mutuo que desprenden. El príncipe no puede acudir a las batallas importantes porque lleva una princesa pegada a los morros y le viene un poco mal para matar a los insurrectos. Tampoco pueden darse festines pantagruélicos porque se atragantan. Y para qué decir nada de sexo oral o de la disolución del matrimonio. ¿Cómo romper algo que Dios ha unido para siempre a la altura de los morros?. El hada madrina presenta el maleficio como proyecto de tesis y se doctora en perversidad. La leyenda cuenta que viajó de reino en reino dando conferencias acerca de cómo ser mala malísima y cosechó innumerables éxitos y emolumentos allá donde fuera que estuvo.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2007)
Tengo un libro impermeable que aguanta todos los diluvios. Violeta se muere por mojarlo y todo porque en la tapa dice que es resistente al agua, un libro de esos que si se mojan se pueden seguir leyendo como si nada. Quiere echarle un vaso grande de agua por encima y esperar a ver qué pasa. Me niego, pensando en el libro y en su bienestar, a que tarde o temprano el libro pueda reprocharme algo, un resfriado por ejemplo, y ya no quiera mostrarme sus historias porque nadie impidió que acabara bajo un grifo o un final peor.
Yo sé que Violeta espera agazapada con un ojo medio abierto a que nos quedemos dormidos el libro y yo, para tomarlo por sorpresa y darle una buena ducha, ponerlo quizás al baño María o en la ventana a la intemperie, sufriendo los primeros azotes de una tormenta primaveral. Desde que sabe que el libro aguanta lágrimas de cocodrilo incluidas, Violeta está más revuelta, con la respiración contenida y maquinando fechorías que no quiero ni pensar. Me pregunta si me iré pronto al trabajo o si puedo dejarle echar un vistazo al relato de la página veinte, mientras esconde bajo el pliegue de la falda una toallita húmeda o un dosificador de perfume que emplea para refrescarse en verano. Ayer por la tarde, sin ir más lejos, apareció en casa con una manguerita y un aspersor, una regadera para las flores que curiosamente acaban de ser trasladadas al lado de la estantería de los libros y unos moldes para fabricar cubitos de hielo en forma de estrellitas de mar.
Lo que más me inquieta es su última adquisición, una pecera en la que apenas entra un pececillo. Violeta dice que si todo sale bien, comprará otra más grande y la decorará con piedritas de colores y un enorme barco pirata en su interior. ¿Qué estás leyendo?, susurra. Oh, ya veo, el libro ese que no se moja. Luego sonríe medio descarada y se aleja por el pasillo canturreando, como si algo muy bueno fuera a ocurrir.
Ella solía decir: qué manos más suaves tienes, ¿Cuál es el secreto para que sean tan delicadas?. Mencionaba ese detalle cada vez que él la acariciaba. Tenían la costumbre de tocarse todo el tiempo, entonces ella temblaba y su espalda se deshacía tras el paso de sus dedos de taxidermista. El chico suave aseguraba que sus manos siempre fueron así, que nunca necesitaron de cuidado alguno, lo cual era cierto, hasta el día que las cosas cambiaron y ella se marchó para siempre, sin dar tiempo a más, de puntillas, acariciando el interruptor y cerrando la puerta como en un suspiro. Entonces él comenzó a untarse los brazos de tristeza y ahora, ahora resulta que sus manos son extrañamente más suaves. Mucho más suaves.
El superhéroe se halla disfrutando de unas ¿merecidas? vacaciones en las islas Bahamas cuando le llaman de la sede central para notificarle una sustitución inesperada: el hombre invisible ha sido contratado por un famoso ilusionista para su gira mundial y se ha despedido a la francesa. La oferta económica es sustanciosa y la mujer invisible, harta de sus escarceos con todas y cada una de las chicas a las que rescata, le ha puesto varias veces las maletas –también invisibles- en la puerta, así que el hombre invisible ha creído conveniente cambiar de aires durante un tiempo, de modo que los ha dejado colgados justo en mitad de temporada alta de rescates. Por eso no ha quedado otra solución que llamar con carácter de urgencia al superhéroe.
El superhéroe acepta la sustitución con desgana, es la primera vez que trabaja en turno de noche, no la primera vez en mucho tiempo, sino la primera vez en toda su vida, y no se maneja bien con los ojos en modo de visión nocturna. Además, aunque se las ingenió para hacer la pirula en los exámenes de ingreso, es rematadamente miope y eso no ayuda. Para colmo, después de tres semanas en la playa, ha cogido algo de peso y la capa no le ajusta bien. Tampoco sus aptitudes aerodinámicas son las mismas. Eso y el jet lag hacen el resto, a pesar de que el superhéroe es un tipo bastante majo y predispuesto, lo cierto es que este encargo imprevisto le coge con el aire cambiado.
Sobrevuela la ciudad un poco confuso, intentando orientarse entre los edificios más altos y los destellos de los autos que regresan a sus casas después de un largo día de trabajo, cuando su oído ultrasónico escucha unos gritos inquietantes a pocos metros de la zona que le ha sido asignada para su vigilancia. Vuela hasta un parque cerca de allí y descubre entre la oscuridad y los arbustos, a una adolescente semidesnuda y a un joven agitándose violentamente sobre su cuerpo. Ella no deja de aullar con el rostro desencajado, casi desfigurado. “¡Me matas, me matas!“, grita. El superhéroe, furioso y deslumbrado aún, se abalanza sobre el chico, y no duda en usar su láser paralizante. De inmediato, el joven novio queda convertido en un amasijo de huesos calcinados sobre la hierba, un esqueleto retorcido que alumbra la madrugada con destellos azul-eléctrico, mientras echa un espumarajo pastoso por el orificio donde antes estaba su boca. La amante asustada, se ha quedado a mitad, casi cuando iba camino del tercer orgasmo. Eso es una auténtica faena.
Al día siguiente, la noticia es primera plana en todos los periódicos. El superhéroe sabe que el rescate, o lo que él creía que era un rescate, ha sido un completo desastre. Todos le apuntan con el dedo y el sindicato de superhéroes carga las tintas contra él. No sólo faltó a su verdadera misión, lo cual le ha valido una denuncia a la central por incumplimiento de contrato, sino que ahora además debe rendir cuentas del achicharramiento del adolescente que complacía a su novia en el césped de Central Park. Además tendrá que pasar de nuevo el examen de aptitudes de superhéroe y entonces descubrirán lo de su miopía. Tampoco sabe si será capaz de superar las duras pruebas físicas a causa del sobrepeso que ha cogido los últimos días en la playa. Es el fin. El caso es que el superhéroe, que es muy majo, bastante majo como decíamos, se queda hecho polvo. Tanto como aceptar sin un solo chispazo láser la decisión de su mujer, que después de un tiempo separados , quiere convertirse definitivamente en su ex, ahora que se ha enterado de todo a través de los medios de comunicación. El superhéroe es tan majo que la separación en todo caso es amistosa, ella no le guarda ningún tipo de resquemor y le telefonea pensando que quizás le venga bien hablar o desahogarse. El superhéroe echa de menos a su esposa, se interesa por cómo están los chicos, están bien dice ella, preguntan por ti todo el rato, y progresan adecuadamente como jóvenes promesas de superhéroes. El pequeño quiere ser como su padre, y la nena, aunque tiene madera, prefiere otro tipo de ocupaciones menos estrafalarias. Si no le queda más remedio, se dedicará a lo de heroína, pero si puede evitarlo prefiere ser pianista o jardinera. Así que de momento mantiene ocultos la mayoría de sus poderes, para no tener que dar muchas explicaciones al respecto. Ha salido a ti, murmulla el superhéroe al otro lado del auricular. Y la conversación les devuelve el recuerdo de los buenos tiempos en los que las cosas no eran ni tan difíciles ni tan extrañas para todos. Su historia no es que fuera precisamente trágica, puesto que todavía sienten que les unen cierto tipo de lazos invisibles que no pueden deshacerse.
El superhéroe se pasa por casa de la madre de sus hijos, así podrá encontrarse con ellos y darles un abrazo de superhéroe. El hijo que ha salido al padre y no a la madre, le recibe con un trajecito hecho a medida que le queda muy gracioso y es muy cómodo para las prácticas de vuelos rasos que les imparten en el jardín de infancia. La chica, que aunque ha salido a la madre, siente debilidad por su padre, trepa a sus rodillas y le mordisquea la nariz. La escena vista desde fuera resulta entrañable. La mujer se esfuerza por agradar al superhéroe, prepara el plato favorito de su marido, le dedica algunos gestos cariñosos, como pasarle la mano suavemente por la espalda o besarle la frente como si fuera un pez. Después de la cena, el superhéroe finge un poco de modorra. Le encantaría quedarse a pasar la noche en su antiguo hogar. No le apetece nada dormir solo en su cuchitril de alquiler barato que la empresa pone a disposición de los superhéroes solteros o separados. Lo que sucede a continuación es que la hija del superhéroe sabe leer el pensamiento en la mirada de su padre. Sabe lo que el superhéroe está pensando, porque a pesar de que oculta sus magníficas facultades, de vez en cuando no duda en utilizarlas para alguna buena causa. Basta con que la niña se concentre un poco y apriete fuerte los puños para que afuera, en la calle, descargue un pequeño temporal. En apenas unos instantes, la ciudad parece una bañera gigante, un gran caldero de sopa. No te irás a ir ahora, con la que está cayendo, dice la mujer. Se te va a poner la capa hecha un Cristo. El superhéroe promete que se acomodará en el sofá y no molestará a nadie. Estira los brazos mientras bosteza, llevándose las manos a la boca. La lluvia no cesa. Así que se quedan un rato en la cocina, manteniendo una conversación agradable y jugando una partida de cartas. Como en los viejos tiempos. No te preocupes, le dice su ex esposa con ojos de cervatillo, puedes quedarte en el cuarto conmigo, nos vendrá bien un poco de compañía.
El superhéroe permanece toda la noche en vela mirando al techo de la habitación. Su ropa de faena descansa sobre el respaldo de una silla en penumbra. En cuanto amanece, besa la frente de la mujer y comienza a vestirse sin hacer ruido. A cámara lenta. Cuando está a punto de abandonar la habitación, ella, como desde el interior de una cámara acorazada, le dice que será mejor que se coloque bien la capa un poco por fuera, no sea que tropiece en cualquier imprevisto. Al superhéroe siempre le han gustado ese tipo de detalles de su mujer, detalles que le despiertan mucha ternura, como quitarle las semillas al pepino de la ensalada para que no le siente mal por la noche. Se asoma a través de la puerta del dormitorio infantil y sonríe mientras contempla el sueño inocente de sus hijos. Se mira por última vez en el espejo del recibidor, mete un poco de tripa y se plantea algunos nuevos retos, como ponerse en forma, por ejemplo, o ir al oculista o arreglarse las caries. Sabe que el incidente del parque le pasará factura y que se avecinan malos tiempos. Podría suponer un revés importante en su carrera de superhéroe venido a menos e incluso es muy posible que tenga que empezar prácticamente de cero.
De cero.
Si una cosa buena tienen los superhéroes es que puedes putearles todo lo que se te venga en gana porque ellos lo aguantan sin rechistar. Recuerda bien esas palabras, se aferra a su juramento de superhéroe. Los que son como nosotros, piensa, nunca se vienen abajo por muy mal que les vayan las cosas en la vida. El superhéroe ha pasado por situaciones así y mucho peores, y siempre ha sabido encontrar algo a lo que agarrarse. Y cuando no lo encontraba, se recordaba a sí mismo quién era él, de dónde venía y que siempre terminaba saliendo adelante con todo. Por eso se ajusta bien la capa por fuera y respira hondo todo lo dignamente que puede antes de enfrentarse a un nuevo día.
El superhéroe da por hecho que los malos tiempos pasarán y que las cosas volverán a su ser. Lo piensa firmemente desde la azotea del edificio donde se encuentra el piso que ocupan su esposa y sus hijos. El pequeño que ha salido al padre y la nena a la madre. Lo sabe a ciencia cierta, mientras emprende un vuelo ligero hacia el extrarradio. Todavía con los ojos legañosos, medio adormilado, nivela su altitud de crucero, la ideal para emprender las labores de vigilancia. Bosteza tímidamente y efectúa algunos tirabuzones acrobáticos en el aire para desentumecer los músculos. Siente el viento fresco de la mañana golpeándole en la cara, con tanta intensidad que tiene que cerrar un poco los ojos para que no le moleste. Con la velocidad a la que suceden las cosas en el mundo de los superhéroes, un reactor comercial casi a punto de tomar tierra no muy lejos de lugar, arrolla fulminantemente al superhéroe, que inmerso como está en el recuerdo de los ojos de su mujer, no tiene tiempo ni de decir, es un pájaro, es un avión, que tampoco es una expresión muy de superhéroe que digamos, pero que mientras no se nos ocurre otra mejor para terminar esta historia de superhéroes, es la que hay.
Llueve a las cuatro de la mañana cuando entras de puntillas por la puerta. Lo mismo llueve a las cuatro de la tarde. Llueve en la cabecera de la cama, en la mesita de noche. Una adolescente disfrazada de mujer fatal llora, pero en realidad llueve dentro de ella. Ahora arrastra unos zapatitos de tacón y llora. Los tacones son peligrosos cuando se llora y todavía ella tiene que aprender esa lección y muchas otras. Una vez tuve una tía segunda (o tercera) que decía que los pies no se debían arrastrar. Aquella tía estaba gorda como una bolsa llena de mantecados y en las reuniones familiares colocaba tarjetitas con el nombre de los comensales y la situación exacta que debían ocupar en la mesa perfectamente preparada para la ocasión. Aquella mujer se desvivía por explicar la manera de hacer siempre lo adecuado, lo correcto. Ella vive en una isla en la que apenas llueve. Yo a veces me pregunto si también vivo en una isla, pero no hay nada que indique que el mar esté cerca, salvo algunos carteles que indican Gerona a trescientos o Barcelona a un poco más o Valencia o Alicante o qué sé yo.
Llueve y los paraguas también lloran y golpean algunas cabezas, o te sacan los ojos, ñic ñic, como el ruido de una botella de champán barato al ser descorchada en una habitación de hotel también barato. Se podría matar a un hombre con un paraguas, en realidad se puede matar a cualquier persona sólo con un golpe de lluvia, con un puñetazo de tristeza en el estómago, o mejor aún, insertando el tacón de una adolescente herida en el centro mismo de su corazón abierto en canal.
El tipo, que no es otro que el mismísimo Jacobo Fuentes, sólo que mucho antes de darse a conocer como contrabajista de jazz en tugurios tristes -aunque esa es otra historia-, sale de su letargo justo cuando alguien le hace ver que va cantando en voz alta por la avenida. Canta canciones que inventa o compone sobre la marcha. Over the march, que diría él. Entonces sucede que empiezan a dejarle monedas en el bolsillo del abrigo. Suceden más cosas, por ejemplo: un grupo de gente le sigue desde hace un rato tarareando al unísono las mismas canciones, sus canciones recién paridas. Porque conviene aclarar que son canciones inventadas para la ocasión. Canciones felices, optimistas, llenas de un entusiasmo renovado. Así que no tarda en brotarle (plop) una guitarra de las manos y una armónica a la altura de los labios, lo que no impide tampoco que siga garabateando melodías. A ratos en algún semáforo o en algún paso de cebra vuelve la vista atrás para ver cómo va aumentando su cortejo de seguidores, momento que estos aprovechan para tomarle algunas fotografías o preguntar dónde se pueden encontrar las grabaciones de aquellas canciones tan estupendas.
La cosa no se le da nada mal, así que se atreve con un repertorio más arriesgado, canciones con textos que poco o más bien nada, tienen que ver con sus propias experiencias vitales, pero que con algo de sobreactuación apasionada, logran dar la impresión exacta de estar relatando su propia vida en ese instante, vida que por otra parte se asemeja a la de muchos otros, que se identifican con lo que el tipo canta y que provoca en ellos la emoción de quien escucha a alguien interpretando una pieza única y cercana.
El caso es que sucede de todo.
Más ejemplos: Una mujer le pide que repita un estribillo una y otra vez, una adolescente le declara su amor a gritos, después monta un club de fans que con el tiempo fracasa por falta de afiliados –y financiación. Conviene decir que es la misma chica que un párrafo más tarde organiza una buena.
El tipo, que como dijimos antes, no es otro que el tantas veces denostado Jacobo Fuentes, ajeno a lo que le espera, cruza la ciudad de un extremo a otro con cientos de admiradores siguiendo la estela sonora de sus pasos, sus bolsillos derraman monedas como cascadas felices y sería difícil decir en qué momento es consciente de las radiantes canciones que todavía le quedan atravesadas como conejillos en la garganta. Se detiene –se detienen todos- en otro semáforo, ahora conforman una multitud ordenada pero extensa, como una sábana recién desplegada. Un músico -de conservatorio, todo hay que decirlo- va anotando sus melodías en papel pautado para luego venderlas a una editorial y –atención- la adolescente del párrafo anterior, le acusa de estar embarazada: él y no otro es el padre. Según ella, todo aquello habría ocurrido en la última señal de stop, un aquí te pillo aquí te mato y santaspascuas. Nuestro hombre –Jacobo- dice que ni hablar del peluquín, se indigna, así que a modo de protesta se desprende del abrigo, de los pantalones, del resto de la ropa. Se desnuda sin disonancias, de manera armoniosa. Llegan los agentes y le toman preso, pero sigue trinando canciones inventadas. Se repone del asunto en una celda en la que –conviene resaltar- nunca, bajo ningún concepto, deja de cantar. Poco tiempo después se descubre, con una de esas pruebas genéticas tan modernas que hacen ahora, que la adolescente miente: en realidad ella se lo ha montado con un tahúr al que le falta un brazo. Le nacen tres hijos como tres cáscaras de nuez y todos ellos mancos. Al tipo que protagoniza esta historia le da todo un poco igual. Ya se esperaba algo así. Una vez que se demuestra su inocencia, su carrera se ve impulsada con más brío, como si el hecho mismo de demostrar su honradez y su no-afición a las jovencitas le purificara y le reafirmara a él y sus canciones.
Empieza a amanecer en la ciudad.
Con todo lo ocurrido últimamente, Jacobo se está pensando mejor lo de ser cantante y quizás se incline por probar suerte como contrabajista de jazz. Nadie repara nunca en los contrabajistas de jazz. Tendrá que recibir unas clases, o algo, se dice, porque no tiene ni idea de lo que es un contrabajo, pero le gusta como suena la palabra. Si tuviera que decir la verdad, el tipo, que no es otro que el vilipendiado Jacobo Fuentes, sale de su letargo cuando alguien le indica amablemente que va cantando en voz alta por la avenida a las nueve de la mañana y por eso, exactamente por eso, los afectuosos ciudadanos que se dirigen al trabajo a esa hora, comienzan a mirarle de forma extraña. Eso es lo único cierto de toda esta historia, eso y que cuando Jacobo llega a casa, su camiseta todavía guarda el perfume rancio de alguna adolescente embustera.
No se recuerda una belleza guanche tan bien dibujada como la de Nayra, porque Nayra parecía un dibujo, o más bien una fotografía antigua de una mujer que forzosamente tenía que haber pertenecido a otra época o a otro sistema solar, aunque las dos cosas bien pudieran haber sido ciertas.
Sabemos de Nayra que llamaba la atención, que en los días de panza de burra –que eran casi todos- cuando en Las Palmas apenas asomaba el sol por el parque de Santelmo, ella seguía brillando por Tomás Morales camino del obelisco como si nada de aquello fuera con ella. Dicen, y cuesta creer, que nunca se enamoró y que le encantaban los helados de hielo del puestito de Las Canteras (el de al lado de la caseta de la Cruz Roja) y el Clipper de Fresa. Terminó arquitectura en Tafira y se largó a la península un viernes de mayo para probar suerte en Zaragoza. Un verano como no se conoce, pegajoso y particularmente extraño (la ciudad más que recibir, parecía que mandaba de vuelta a Santelmo y a los días de panza de burra) sacó el lado más feroz de Nayra, que lejos de achicarse, se rehizo en el portal de un estudio (gabinete que diría el imbécil de su director de proyecto) de arquitectura. De Zaragoza le gustaba el Parque Grande, el cielo azul-Monegros y salir de tapas por el Tubo, también el Teatro Principal que le recordaba mucho (más de lo que le gustaba reconocer) al teatro Benito Pérez Galdós.
En septiembre la hicieron fija y lo celebró con un amigo al que empezaba a encontrar interesante y divertido, aunque de él destacaría otras cosas que se guardaba muy bien para sí misma y para su almohada. Durante la cena, añoró los días en Puerto de Mogán y la arena fina de Guayedra. En octubre desfiló con el traje típico el día de la ofrenda en una mañana que se le antojó fría y húmeda y echó especialmente de menos los asaderos en Tejeda. En noviembre cogió su primera gripe, no la primera del año o de la temporada, sino la primera de toda una vida y eso le hizo recordar aquel día que nevó en la cumbre y la población entera quedó con la mirada y el alma puesta en el Roque Nublo. Esa misma noche, Nayra sintió un tremendo espacio abierto entre el dormitorio que ahora ocupaba y su vida en la isla.
Nayra comenzó a desdibujarse hasta que en diciembre, una mañana de lunes, de camino a un edificio que andaba rehabilitando, un golpe de cierzo frío y punzante le congeló el corazón, que de acuerdo al informe del forense, dejó de latir más por pena que por frío.
Daniel era un adolescente de ciudad, medio contrahecho y ligeramente torcido de cintura para arriba. Por eso llevaba aquel enorme corsé metálico: una suerte de cárcel que le encerraba el cuerpo desde la cadera hasta el cuello. Andaba con la mirada bien alta, como apuntando al cielo en busca de respuestas y de días soleados que no llegaban. El manejo era complicado, sus apariciones públicas requerían de ciertos preparativos que impedían que se prodigara con frecuencia; no podía tomar el autobús (todos recuerdan los interminables episodios de caídas y resbalones intentando acceder a la línea treinta y tres) y tenía que entrar a los vehículos apilado como un tronco de árbol recién talado.
De vez en cuando y en los momentos más inesperados, extraviaba algún tornillo por la calle, si le alcanzaba el valor pedía ayuda para que alguien lo recogiera, alguien que de una manera o de otra dudaba primero ante la idea de que le estuvieran gastando una broma pero que, al final, viendo los hierros que asomaban por el cuello de la camiseta se prestaba a la búsqueda. Muchas veces Daniel volvía a casa con un desconsuelo de más y varios tornillos de menos, lo que le obligaba a visitar de nuevo la ortopedia, ya fuera para engrasar algún remache o para rescatar las piezas desencajadas y perdidas por el camino o el ascensor. La primera vez que pisó aquel horrible lugar era verano, verano de aceras pegajosas, el resto de adolescentes de ciudad poblaban las piscinas y los parques, mientras Daniel solía recordar, revivir más bien, la sensación desapacible y húmeda de su cuerpo recubierto por una sopa pastosa de escayola fría, el silbido ahogado de su propia respiración en el cuartillo de atrás mientras cuajaba el molde y lo lejos y ajeno que se sentía a todo lo demás dentro de aquella mala copia de sí mismo. Dormía en su jaula de metal y soñaba con aviones que se estrellaban contra patios de colegios deshabitados, con hombres grises que ascendían rampas de garajes de ciudades también grises y, cada vez con más frecuencia, con títeres incontrolados y torpes, fantoches desposeídos de toda dignidad que se apilaban en el asiento de atrás como árboles talados.
Odiaba las líneas rectas y los espejos. Detestaba ser el fatal depositario de la crueldad de aquellos que se burlaban o le bautizaban continuamente con motes nuevos, grotescos, gastados de tanto uso: Jorobadito y mal hecho, Robocop y a veces, simplemente Mazinger.
Daniel enseguida se dio cuenta de que Nuria (aquella muñeca de porcelana de la primera fila) nunca se fijaría en él, lo mismo que Rosa, Violeta o Blanca y exactamente igual que Raquel. Ninguna chica en su sano juicio querría acercarse o reparar en alguien que apenas podía andar diez metros sin tropezar, que hacía saltar los detectores de metal que encontraba a su paso o que no podía volar en columpio ni atarse los cordones de los zapatos. En realidad, Daniel sí se relacionaba con chicas, en la salita de espera del hospital (antes de las sesiones de rehabilitación diarias) coincidía con muchachas portadoras de corsés como el suyo que intentaban ocultar con la ayuda de alguna bufandita o pañuelo al cuello y que evitaban los escaparates de tiendas bonitas que reflejaban la imagen distorsionada de sus cuerpos y sus pechos recién florecidos y aplastados por el hierro, mujercitas metálicas que lloraban pequeñas lluvias porque intuían, o sospechaban que nunca podrían llevar vestidos hermosos y faldas de volantes con las que bailar descalzas por los parques y correr por las calles. Lo cierto es que Jorobadito siempre hubiera querido decir algo, darse a conocer de algún modo, pero todo el valor del que disponía lo guardaba para cuando volviera a perder algún tornillo en el supermercado, así que nunca decía nada y se dedicaba a poner cara de comprender.
Mientras tanto, los otros chicos salían y conocían el sabor de los primeros besos, de los cigarros a escondidas y los combinados de ron y tequila, los reservados de la disco y los mensajes de amor enviados en aviones de papel. Jorobadito nunca recibió invitaciones a fiestas de cumpleaños, tampoco para jugar a la pelota en el patio (aunque ofreciera su bocadillo a cambio y siempre se quedara sin almuerzo y sin partido. Como no podía ser de otra forma, Nuria se decidió por el tipo que más goles marcaba en la liga local (con el tiempo sería un fenómeno en casamientos por penalti), Rosa por el matón de Quinto B (el que empujaba a Robocop escaleras abajo) y Raquel le dio su primer beso al chico que años más tarde le partiría la boca, los dientes y el alma sin contemplaciones de ningún tipo. Blanca, que siempre andaba buscando bronca, se despachaba de lo lindo con Violeta en el vestuario de chicas y se volvió un marimacho y campeona absoluta de lucha libre cuando llegó a la universidad.
Jorobadito siguió perdiendo los tornillos a pares, tropezando consigo mismo y con sus desánimos y soñando con aviones y hombres grises, mientras los huesos le dolían y le bailaban por dentro descompasados. Probó a colgarse ladrillos de las manos y las piernas, estirarse con un sistema de poleas que imaginó en una de aquellas interminables y dolorosas sesiones de rehabilitación, y planeó vivir suspendido del revés una vez que descartó la idea de dejarse aplastar por una apisonadora marca Acme que le dejara bien plano y fino como un cromo de Naturaleza y Color o un pergamino japonés. Manejó miles de opciones hasta que finalmente se decidió por nadar todas las mañanas hasta perder el resuello y dejarse caer en un gimnasio de barrio por las tardes. Siempre ocupaba dos taquillas, una para la ropa y otra para la armadura y como tocado por una idea feliz, aprendió con el tiempo a gastar bromas referidas a su prototipo y a reírse un poco más de su sombra alargada y tiesa. Ahí comenzó a cambiar todo.
Aún se recuerda la gran explosión metálica y los tornillos de aquella coraza saltando por los aires el día que revelaron la primera radiografía que no parecía un cuadro de Kandinsky. El momento justo en el que certificaron su verticalidad y pudo gritarlo al mundo.
Alguien me contó que Daniel no tardó en descubrir el sabor de los besos a tabaco, que terminó tocando en un grupo de pop con cierta repercusión a nivel nacional y que, de tarde en tarde, puedes verle en la sección de libros de unos grandes almacenes arrojando tornillos al suelo (tornillos que lleva escondidos en el bolsito vaquero de Marta, su novia) y pidiendo por favor que alguien se los recoja. Resulta que ya le alcanza el valor.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2007)
Marla siempre quiso que acudiéramos a un terapeuta argentino en cuanto terminara el verano. A mí me gusta que Marla tenga todo lo que desee. Por eso me casé con ella. Ahora Marla dice que se siente sola cuando no estoy en casa, que un animal doméstico le haría compañía o en su defecto un amante, pero que de momento prefiere un animalito. También quiere que vuelva el tipo que yo solía ser, aquel hombre decidido y seguro que le nublaba los sentidos. El terapeuta argentino sugiere que haga cosas arriesgadas, que eso ayudará a combatir esa extraña y repentina crisis de inseguridad que me invade.
Es Septiembre. He hecho algunas llamadas. Quiero que Marla sea feliz y recuperar su admiración de antaño. Mañana perfilaré los detalles y le contaré mi plan: he decidido adquirir un cocodrilo. No concibo otro animal más apropiado para Marla. Por otra parte, el cocodrilo me permitirá recuperar al tipo que fui. Combatiré mi inseguridad con actos arriesgados al tiempo que Marla estará acompañada durante mis ausencias. Todo volverá a ser como antes.
Un cocodrilo lleva una vida bastante inactiva y yace inmóvil la mayor parte del día. Por la mañana el cocodrilo busca el calor del sol, así que podrá hacerle compañía a Marla en la terraza a la hora del desayuno. Le pondremos un nombre adecuado, un nombre de reptil o de político famoso, aunque a mí me resultan encantadores los cocodrilos. Un cocodrilo permanece en espera durante horas, no tiene prisa, no pasa el tiempo en su vida de cocodrilo. El nuestro podría vivir en la piscina.
Entonces imagino que regreso al final del día, justo cuando se pone el sol afuera en la casa. Marla me recibe amorosamente, hablamos de cómo nos fue la jornada y le pregunto por el cocodrilo. Después de la cena acostumbro a hacer mi número más arriesgado en el patio, junto a la piscina, preparamos algún cóctel y fumamos cigarrillos finos, comentamos lo lejos que queda la felicidad y lo poco que nos damos cuenta cuando la tenemos planeando sobre nuestra existencia. Luego me incorporo y pausadamente, con un gesto grave, introduzco mi cabeza en la mandíbula del cocodrilo. Permanezco quieto unos segundos. Cada día que pasa alargo el intervalo de tiempo dándole más emoción a la escena. Eso me acercará a Marla.
Ahora sé todo lo que hay que saber acerca de los cocodrilos. Los cocodrilos, por ejemplo, tienen cuerpos pesados y metabolismos generalmente lentos. Nuestro fiel compañero está bien adaptado a la vida en la piscina y solo de vez en cuando abandona la rutina de sus aguas siempre quietas, únicamente para nuestro número circense, deslizándose sobre el césped del jardín, arrastrando su estómago y empujándose con los pies. Luego se dirige hacia el velador que preparamos cada noche para celebrar el espectáculo. Ayer, lamentablemente, perdí una oreja cuando me disponía a sacar la cabeza de la boca del cocodrilo. Si hubieras visto la cara de infinita admiración que proyectó Marla contra la superficie azulada y mansa de la piscina, comprenderías que una oreja importa bien poco y que, ahora sí, todo volverá a ser como antes.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Septiembre 2007)
Aquel día, la playa reclamaba atención meciendo las olas con una cadencia suave pero eficaz. Proyectaba un sonido de mar que bien podía entenderse como un rugido o un ronroneo. Todo dependía de quien escuchara.
La playa hizo todo lo que pudo, todo lo necesario para poder acunar aquella botella hasta depositarla plácidamente en la arena. Al fin y al cabo era una playa mensajera: su única misión era lanzar y recibir todas las botellas portadoras de mensajes. Sin hacer preguntas. Únicamente se conocía el punto de partida. Era desconocido el lugar de llegada. Sería elegido al azar. Todas las playas mensajeras se sentían orgullosas de serlo y cumplían su cometido a la perfección. Una autentica maraña de costas y ensenadas, una red organizada de kilómetros de dunas salpicadas por el océano, capaces de catapultar mensajes secretos, de amor y de auxilio, interconectadas entre sí, de un extremo a otro del planeta. Miles de botellas en tránsito y todas llegarían siempre a un destino. A algún destino.
Ese es el motivo por el cual la playa no esperaba caricias ni manos moldeando sus orillas en forma de castillos y fortalezas. No esperaba sonrisas de domingo, sonrisas de enamorados jurándose amores eternos que no duran más de un verano. La playa, sencillamente, reclamaba atención, así que hizo todo lo que pudo. Depositó la botella junto a un bulldog francés que jugueteaba con su dueña y se aseguró de que la entrega fuera perfecta.
El aviso era claro. El mundo se terminaba dando una última gran pataleta. En su lugar vendría uno nuevo que, por lo pronto, estaba a medio levantar. La fecha de entrega se cumpliría, eso es cierto, aunque nadie podía esperar que el nuevo mundo estuviera concluido sin defecto alguno en el plazo acordado. Desde el exterior, a una altura considerable, se podían observar los continentes desdibujados, todo porque a última hora decidieron rechazar la creación de los nuevos a imagen y semejanza de los que ya existían. Hubo que improvisar. Se impuso en el concurso de ideas la corriente más progresista que apostaba por grandes superficies de agua que, en cualquier caso, no distaran tanto las unas de las otras como las actuales. Hubo consenso en el número: nueve continentes y siete océanos. Un equipo -el más creativo- se encargó de la orografía, otro más multidisciplinar de las razas y las etnias, un tercero de las diferentes lenguas y dialectos y así se sucedió todo lo demás: especies animales, sistemas de creencias y filosofías, una ética y moral únicas a modo de derechos humanos universales. Un comité de sabios tuvo que seleccionar los libros y las obras de arte que se salvarían del peor de los finales pero nadie quedó enteramente satisfecho. Por supuesto, todo el que quisiera tenía un lugar que le correspondía por derecho propio en el nuevo mundo sin coste adicional, era lo acordado por los gobiernos involucrados en la destrucción del anterior. En contra de lo que pudiera parecer lógico, quien así lo deseara podría optar por desaparecer con el viejo. Con las prisas, no se alcanzó un acuerdo con el nombre que le darían al nuevo y así fue que durante años nadie supo en qué mundo vivía, cómo se llamaba, ni cuánto duraría esa vez.
Ti regalo questo, potrebbe essere una passeggiata nel parco o una canzone senza fine. Una lettera d’amore, un cappuccino nella tua piazza preferita o un trucco di magia senza preparazione.
Ti regalo questo così lo porti con te, piegato nella borsa, o fra le pagine di un libro di Benedetti. Così quando ti arrabbierai con me potrai stropicciarlo o fare una palla e buttarlo dalla finestra e guardare felice come lo schiaccia un bus. Per incartare una mela o per incollarla al muro. O per scriverci sopra il numero della banca.
Qualcosa di arrangiato. Quelle cose che inizi a scrivere senza pensare e che non sai quando finirà. Ti regalo un tango di Piazzolla così lo ascolti mentre ti fai i capelli. Ti regalo un sogno, una camminata sulla riva del lago, magari a Bariloche, una passeggiata per le strade di Buenos Aires o un caffè al Tortoni.
Ti regalo un’idea. Il concetto più bello della complicità, uno scenario vuoto nel quale cercare il miglior modo di trovarsi.
Ti regalo queste righe imprecise, senza capo né coda, senza trama né fine, senza argomenti e senza attori principali. Senza una morale. E se ce l’ha, che solo tu lo sappia.
L’unica cosa che devi fare è spegnere la luce, chiudere gli occhi e la porta della tua stanza, non necessariamente in quest’ordine. Lascia che ti parli piano, dimentica le fatture ed il tg. Amami un po’ di più di cinque minuti fa, e fammelo sapere in qualche modo.
Ti regalo un desiderio. Riempirti di voglia di ridere e di scappare correndo. Che tu abbia bisogno di sentirmi e di trovarti a chiedermi di spegnere la luce, che chiuda la mia porta e allora, iniziare a leggere questo che ora stai leggendo. E magari non riuscissimo a smettere di chiamarci ogni notte, per trovarci nella stessa favola. Tutta la vita.
Lascio aperta la finestra perché tu possa entrarci, per potermi spiare. Per vedermi senza che io ti veda. Perché tu abbia cura di me senza che io lo sappia.
Una favola per portarti in viaggio. Nelle strade e nei parchi.
Ti regalo queste parole senza carta colorata, né uno “spero che ti piaccia”. Parole che parlano di te e di me, che possano leggersi qualsiasi giorno dell’anno, a qualunque ora, sia quale sia il tuo umore.
Ti regalo questa storia.
Nota: De todas las versiones que pueden encontrarse en internet de "Te regalo un cuento", hoy he descubierto que también existe una traducción al italiano. La ilustración es de Cecilia Varela y forma parte de las imágenes que queremos incluír en el libro del cuento.
Lo peor de todo es la sonrisa. A continuación me desarma y pierdo el mapa de la galaxia. Lo hace siempre, como quien no quiere la cosa, partiendo de una mirada de factura grave, como de estar a punto de perder el contacto con la nave nodriza y precipitarse después en algún agujero negro sin tiempo para volver al primer segundo de la cuenta atrás, al lugar de no retorno. Y claro, luego llega sin avisar la sonrisa, su sonrisa, rompiendo la escena en la trama de un tapiz hermoso, quedándose tan tranquila, tan en calma, inmune a su propia verdad, echando a volar lejos como si acabara de sobrevivir a una catástrofe aérea, sin darle ninguna importancia, sin saber -sin tener ni idea- que por una sonrisa así, los gobiernos insurgentes desarmarían todas las cabezas nucleares del planeta y levantarían en su lugar nuevas escuelas, nuevas formas de entregarse a la causa, nuevas maneras de morir de amor.