Daniel era un adolescente de ciudad, medio contrahecho y ligeramente torcido de cintura para arriba. Por eso llevaba aquel enorme corsé metálico: una suerte de cárcel que le encerraba el cuerpo desde la cadera hasta el cuello. Andaba con la mirada bien alta, como apuntando al cielo en busca de respuestas y de días soleados que no llegaban. El manejo era complicado, sus apariciones públicas requerían de ciertos preparativos que impedían que se prodigara con frecuencia; no podía tomar el autobús (todos recuerdan los interminables episodios de caídas y resbalones intentando acceder a la línea treinta y tres) y tenía que entrar a los vehículos apilado como un tronco de árbol recién talado.
De vez en cuando y en los momentos más inesperados, extraviaba algún tornillo por la calle, si le alcanzaba el valor pedía ayuda para que alguien lo recogiera, alguien que de una manera o de otra dudaba primero ante la idea de que le estuvieran gastando una broma pero que, al final, viendo los hierros que asomaban por el cuello de la camiseta se prestaba a la búsqueda. Muchas veces Daniel volvía a casa con un desconsuelo de más y varios tornillos de menos, lo que le obligaba a visitar de nuevo la ortopedia, ya fuera para engrasar algún remache o para rescatar las piezas desencajadas y perdidas por el camino o el ascensor. La primera vez que pisó aquel horrible lugar era verano, verano de aceras pegajosas, el resto de adolescentes de ciudad poblaban las piscinas y los parques, mientras Daniel solía recordar, revivir más bien, la sensación desapacible y húmeda de su cuerpo recubierto por una sopa pastosa de escayola fría, el silbido ahogado de su propia respiración en el cuartillo de atrás mientras cuajaba el molde y lo lejos y ajeno que se sentía a todo lo demás dentro de aquella mala copia de sí mismo. Dormía en su jaula de metal y soñaba con aviones que se estrellaban contra patios de colegios deshabitados, con hombres grises que ascendían rampas de garajes de ciudades también grises y, cada vez con más frecuencia, con títeres incontrolados y torpes, fantoches desposeídos de toda dignidad que se apilaban en el asiento de atrás como árboles talados.
Odiaba las líneas rectas y los espejos. Detestaba ser el fatal depositario de la crueldad de aquellos que se burlaban o le bautizaban continuamente con motes nuevos, grotescos, gastados de tanto uso: Jorobadito y mal hecho, Robocop y a veces, simplemente Mazinger.
Daniel enseguida se dio cuenta de que Nuria (aquella muñeca de porcelana de la primera fila) nunca se fijaría en él, lo mismo que Rosa, Violeta o Blanca y exactamente igual que Raquel. Ninguna chica en su sano juicio querría acercarse o reparar en alguien que apenas podía andar diez metros sin tropezar, que hacía saltar los detectores de metal que encontraba a su paso o que no podía volar en columpio ni atarse los cordones de los zapatos. En realidad, Daniel sí se relacionaba con chicas, en la salita de espera del hospital (antes de las sesiones de rehabilitación diarias) coincidía con muchachas portadoras de corsés como el suyo que intentaban ocultar con la ayuda de alguna bufandita o pañuelo al cuello y que evitaban los escaparates de tiendas bonitas que reflejaban la imagen distorsionada de sus cuerpos y sus pechos recién florecidos y aplastados por el hierro, mujercitas metálicas que lloraban pequeñas lluvias porque intuían, o sospechaban que nunca podrían llevar vestidos hermosos y faldas de volantes con las que bailar descalzas por los parques y correr por las calles. Lo cierto es que Jorobadito siempre hubiera querido decir algo, darse a conocer de algún modo, pero todo el valor del que disponía lo guardaba para cuando volviera a perder algún tornillo en el supermercado, así que nunca decía nada y se dedicaba a poner cara de comprender.
Mientras tanto, los otros chicos salían y conocían el sabor de los primeros besos, de los cigarros a escondidas y los combinados de ron y tequila, los reservados de la disco y los mensajes de amor enviados en aviones de papel. Jorobadito nunca recibió invitaciones a fiestas de cumpleaños, tampoco para jugar a la pelota en el patio (aunque ofreciera su bocadillo a cambio y siempre se quedara sin almuerzo y sin partido. Como no podía ser de otra forma, Nuria se decidió por el tipo que más goles marcaba en la liga local (con el tiempo sería un fenómeno en casamientos por penalti), Rosa por el matón de Quinto B (el que empujaba a Robocop escaleras abajo) y Raquel le dio su primer beso al chico que años más tarde le partiría la boca, los dientes y el alma sin contemplaciones de ningún tipo. Blanca, que siempre andaba buscando bronca, se despachaba de lo lindo con Violeta en el vestuario de chicas y se volvió un marimacho y campeona absoluta de lucha libre cuando llegó a la universidad.
Jorobadito siguió perdiendo los tornillos a pares, tropezando consigo mismo y con sus desánimos y soñando con aviones y hombres grises, mientras los huesos le dolían y le bailaban por dentro descompasados. Probó a colgarse ladrillos de las manos y las piernas, estirarse con un sistema de poleas que imaginó en una de aquellas interminables y dolorosas sesiones de rehabilitación, y planeó vivir suspendido del revés una vez que descartó la idea de dejarse aplastar por una apisonadora marca Acme que le dejara bien plano y fino como un cromo de Naturaleza y Color o un pergamino japonés. Manejó miles de opciones hasta que finalmente se decidió por nadar todas las mañanas hasta perder el resuello y dejarse caer en un gimnasio de barrio por las tardes. Siempre ocupaba dos taquillas, una para la ropa y otra para la armadura y como tocado por una idea feliz, aprendió con el tiempo a gastar bromas referidas a su prototipo y a reírse un poco más de su sombra alargada y tiesa. Ahí comenzó a cambiar todo.
Aún se recuerda la gran explosión metálica y los tornillos de aquella coraza saltando por los aires el día que revelaron la primera radiografía que no parecía un cuadro de Kandinsky. El momento justo en el que certificaron su verticalidad y pudo gritarlo al mundo.
Alguien me contó que Daniel no tardó en descubrir el sabor de los besos a tabaco, que terminó tocando en un grupo de pop con cierta repercusión a nivel nacional y que, de tarde en tarde, puedes verle en la sección de libros de unos grandes almacenes arrojando tornillos al suelo (tornillos que lleva escondidos en el bolsito vaquero de Marta, su novia) y pidiendo por favor que alguien se los recoja. Resulta que ya le alcanza el valor.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2007)
De vez en cuando y en los momentos más inesperados, extraviaba algún tornillo por la calle, si le alcanzaba el valor pedía ayuda para que alguien lo recogiera, alguien que de una manera o de otra dudaba primero ante la idea de que le estuvieran gastando una broma pero que, al final, viendo los hierros que asomaban por el cuello de la camiseta se prestaba a la búsqueda. Muchas veces Daniel volvía a casa con un desconsuelo de más y varios tornillos de menos, lo que le obligaba a visitar de nuevo la ortopedia, ya fuera para engrasar algún remache o para rescatar las piezas desencajadas y perdidas por el camino o el ascensor. La primera vez que pisó aquel horrible lugar era verano, verano de aceras pegajosas, el resto de adolescentes de ciudad poblaban las piscinas y los parques, mientras Daniel solía recordar, revivir más bien, la sensación desapacible y húmeda de su cuerpo recubierto por una sopa pastosa de escayola fría, el silbido ahogado de su propia respiración en el cuartillo de atrás mientras cuajaba el molde y lo lejos y ajeno que se sentía a todo lo demás dentro de aquella mala copia de sí mismo. Dormía en su jaula de metal y soñaba con aviones que se estrellaban contra patios de colegios deshabitados, con hombres grises que ascendían rampas de garajes de ciudades también grises y, cada vez con más frecuencia, con títeres incontrolados y torpes, fantoches desposeídos de toda dignidad que se apilaban en el asiento de atrás como árboles talados.
Odiaba las líneas rectas y los espejos. Detestaba ser el fatal depositario de la crueldad de aquellos que se burlaban o le bautizaban continuamente con motes nuevos, grotescos, gastados de tanto uso: Jorobadito y mal hecho, Robocop y a veces, simplemente Mazinger.
Daniel enseguida se dio cuenta de que Nuria (aquella muñeca de porcelana de la primera fila) nunca se fijaría en él, lo mismo que Rosa, Violeta o Blanca y exactamente igual que Raquel. Ninguna chica en su sano juicio querría acercarse o reparar en alguien que apenas podía andar diez metros sin tropezar, que hacía saltar los detectores de metal que encontraba a su paso o que no podía volar en columpio ni atarse los cordones de los zapatos. En realidad, Daniel sí se relacionaba con chicas, en la salita de espera del hospital (antes de las sesiones de rehabilitación diarias) coincidía con muchachas portadoras de corsés como el suyo que intentaban ocultar con la ayuda de alguna bufandita o pañuelo al cuello y que evitaban los escaparates de tiendas bonitas que reflejaban la imagen distorsionada de sus cuerpos y sus pechos recién florecidos y aplastados por el hierro, mujercitas metálicas que lloraban pequeñas lluvias porque intuían, o sospechaban que nunca podrían llevar vestidos hermosos y faldas de volantes con las que bailar descalzas por los parques y correr por las calles. Lo cierto es que Jorobadito siempre hubiera querido decir algo, darse a conocer de algún modo, pero todo el valor del que disponía lo guardaba para cuando volviera a perder algún tornillo en el supermercado, así que nunca decía nada y se dedicaba a poner cara de comprender.
Mientras tanto, los otros chicos salían y conocían el sabor de los primeros besos, de los cigarros a escondidas y los combinados de ron y tequila, los reservados de la disco y los mensajes de amor enviados en aviones de papel. Jorobadito nunca recibió invitaciones a fiestas de cumpleaños, tampoco para jugar a la pelota en el patio (aunque ofreciera su bocadillo a cambio y siempre se quedara sin almuerzo y sin partido. Como no podía ser de otra forma, Nuria se decidió por el tipo que más goles marcaba en la liga local (con el tiempo sería un fenómeno en casamientos por penalti), Rosa por el matón de Quinto B (el que empujaba a Robocop escaleras abajo) y Raquel le dio su primer beso al chico que años más tarde le partiría la boca, los dientes y el alma sin contemplaciones de ningún tipo. Blanca, que siempre andaba buscando bronca, se despachaba de lo lindo con Violeta en el vestuario de chicas y se volvió un marimacho y campeona absoluta de lucha libre cuando llegó a la universidad.
Jorobadito siguió perdiendo los tornillos a pares, tropezando consigo mismo y con sus desánimos y soñando con aviones y hombres grises, mientras los huesos le dolían y le bailaban por dentro descompasados. Probó a colgarse ladrillos de las manos y las piernas, estirarse con un sistema de poleas que imaginó en una de aquellas interminables y dolorosas sesiones de rehabilitación, y planeó vivir suspendido del revés una vez que descartó la idea de dejarse aplastar por una apisonadora marca Acme que le dejara bien plano y fino como un cromo de Naturaleza y Color o un pergamino japonés. Manejó miles de opciones hasta que finalmente se decidió por nadar todas las mañanas hasta perder el resuello y dejarse caer en un gimnasio de barrio por las tardes. Siempre ocupaba dos taquillas, una para la ropa y otra para la armadura y como tocado por una idea feliz, aprendió con el tiempo a gastar bromas referidas a su prototipo y a reírse un poco más de su sombra alargada y tiesa. Ahí comenzó a cambiar todo.
Aún se recuerda la gran explosión metálica y los tornillos de aquella coraza saltando por los aires el día que revelaron la primera radiografía que no parecía un cuadro de Kandinsky. El momento justo en el que certificaron su verticalidad y pudo gritarlo al mundo.
Alguien me contó que Daniel no tardó en descubrir el sabor de los besos a tabaco, que terminó tocando en un grupo de pop con cierta repercusión a nivel nacional y que, de tarde en tarde, puedes verle en la sección de libros de unos grandes almacenes arrojando tornillos al suelo (tornillos que lleva escondidos en el bolsito vaquero de Marta, su novia) y pidiendo por favor que alguien se los recoja. Resulta que ya le alcanza el valor.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2007)