Como cada lunes, Paco el cartero, atraviesa la puerta de casa y de manera ceremoniosa, hace entrega de las cartas en forma de bolero, la misma carta escrita una y otra vez con diferentes temblores de mano, con restos de lágrimas aplastadas contra el papel en márgenes también diferentes pero con el mismo sabor amargo de las demás lágrimas. Lágrimas de mujeres despechadas y olor a perfume caro.
Paco se queda mirándome fijo, como si estuviera contemplando la sombra de una persona y no a una persona. Al principio no decía nada, qué iba a decir, pero con los días se fue arrancando con saludos melancólicos pero cada vez más cercanos, como si hubiese decidido que mi vida es aún más triste que la suya, o por lo menos igual de triste, con la salvedad de que -al menos- a él no le queda más remedio que peregrinar por las calles y las avenidas cada día en su particular entrega de facturas vencidas y propaganda comercial, y de ese modo la ciudad le regala algún tipo de esperanza o de empujón hacia un tiempo que él quiere creer que será mejor y que no tardará en llegar.
Como cada lunes le invito a pasar. Preparo café y Paco busca las tazas y el azucarero en la alacena. Coloca todo sobre la mesa mientras esperamos a que la vieja cafetera italiana, que vino con Laura y se quedó después de que ella hiciera la maleta, estornude precariamente. Permanezco sentado en el sillón orejero, con la cabeza entre las piernas como un avestruz con zapatillas de fieltro. Paco sirve un poco más de leche. Al fin y al cabo se ha convertido en mi único vínculo con el exterior. Es él quien trae las cartas de Celia, los reproches de Laura, el quejido lejano de Violeta, la infinita alegría de Silvia ahora que –finalmente- ella es feliz junto a otro hombre que de verdad la merece. Todos esos despechos en mi buzón o en las manos de Paco, cuando soy yo quien parece un bolero, quien se está transformando en alguien cada día más triste, un tipo a punto de extirparse el ombligo, si es que el ombligo puede volver a ser extirpado una segunda vez, cansado de oír la misma letanía, el rezo de todas las mujeres que he ido conociendo, obsesionadas con mi ombligo – el nunca bien ponderado ombligo- y con mi puñetera manía de tener otras vidas en esta, como si una cosa fuera incompatible con la otra. Mujeres, al fin y al cabo, que se enamoraron de lo que más tarde tendrían que despreciar.
Paco vacía el saco con las cartas sobre el canapé abatible que preside el dormitorio, como una piñata mustia a la que le duelen los palos que le acaban de dar. Conoce casi tan bien como yo el contenido de las mismas, a veces, incluso me ayuda a rasgar los sobres, aspira conmigo el perfume de todas aquellas mujeres que desde algún lugar mejor se encargan de enseñarme religiosamente que el tiempo vuelve a por mí una y otra vez, como cada lunes, y me pregunta por ellas, como Paco, que poco a poco quiso saberlo todo: quién era la más dulce, la más complaciente bajo las sábanas o quién de ellas era la portadora de la ropa interior más diminuta, de modo que una a una voy evocándolas a todas, bajo la mirada atenta de Paco, que asiente con la cabeza o dibuja alguna mueca de contrariedad que sincroniza de manera exacta con los aspavientos de mi cara que se va desencajando con cada recuerdo. Paco sabe cómo me abandonaron, cómo salieron de mi vida y cómo han ido reapareciendo en forma de carta. Al tiempo averigué que Celia reunió a todas las mujeres que habían sufrido el mismo infortunio y constituyeron más tarde una asociación de damnificadas. Desde entonces, todos los lunes, Paco me trae las cartas, las separa lealmente en la oficina para que no se mezclen en el mismo paquete de las facturas, sabe que son importantes porque no representan otra cosa sino el destino que ha sido escrito para mí - y nunca mejor dicho- por eso Paco aparta las de Celia y las de Laura, las de Silvia y las de Violeta, todas dicen lo mismo, son las portadoras de un único mensaje, un bolero epistolar que comienza a sonar en cuanto se abren las cartas y que de manera enfermiza va vistiendo la estancia de notas tristes, las voces quejosas de las mujeres que no supe cuidar, y Paco carraspeando quieto, muy quieto, escuchando las cartas, recogido en sus pensamientos y preguntándose, como cada lunes, si en vez de un bolero, para variar no podría ser un blues o un fado, entendiendo poco o más bien nada, porque no se imagina ni por asomo, que la vida al lado de según quién, sólo puede ser un bolero y no otra cosa.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Febrero 2007)