Hagamos un experimento. Usted se encuentra desnudo y privado de toda visión (le hemos colocado un antifaz) sobre un gran colchón en el centro exacto de una habitación bien iluminada y acogedora. Le acompañan tres mujeres también desnudas y abiertas, abiertas sin duda como un océano que se navega en muy raras ocasiones, un océano privilegiado. Usted, por supuesto, no puede ver a esas mujeres y viceversa.
Ninguna de ellas lleva perfume alguno, en general nada que pueda ayudar a su reconocimiento. Lo único que se le permite saber acerca de sus acompañantes es que la primera tiene nombre de huracán, la segunda bien podría ser una de sus muchas amantes despechadas y la tercera es su mujer. El orden, por supuesto, es arbitrario. Las tres harán exactamente lo mismo: se sentarán durante apenas un instante sobre su cabeza encajando el sexo sobre su cara. Tendrá que adivinar mediante el sentido del gusto quién de ellas es su esposa. Se le permite como única excepción acariciar una sola vez los pechos de la mujer que usted considere acertada y por tanto única.
Si acierta, la mujer que ama recuperará la fe perdida en usted, rechazará posibles amantes venideros -ninguna mujer en su sano juicio sería infiel al hombre que es capaz de conocer mejor que nadie su sabor secreto- y volverán a sentirse como la primera vez que se degustaron mutuamente.
Si falla, su mujer pasará a ocupar una habitación contigua en la que sobre un gran colchón situado en el centro exacto de la estancia, esperarán tres hombres desnudos y privados de toda visión y cuyo único rasgo en común es que hace mucho tiempo que no navegan.
(Fotografía: © Dominic Rouse)
Ninguna de ellas lleva perfume alguno, en general nada que pueda ayudar a su reconocimiento. Lo único que se le permite saber acerca de sus acompañantes es que la primera tiene nombre de huracán, la segunda bien podría ser una de sus muchas amantes despechadas y la tercera es su mujer. El orden, por supuesto, es arbitrario. Las tres harán exactamente lo mismo: se sentarán durante apenas un instante sobre su cabeza encajando el sexo sobre su cara. Tendrá que adivinar mediante el sentido del gusto quién de ellas es su esposa. Se le permite como única excepción acariciar una sola vez los pechos de la mujer que usted considere acertada y por tanto única.
Si acierta, la mujer que ama recuperará la fe perdida en usted, rechazará posibles amantes venideros -ninguna mujer en su sano juicio sería infiel al hombre que es capaz de conocer mejor que nadie su sabor secreto- y volverán a sentirse como la primera vez que se degustaron mutuamente.
Si falla, su mujer pasará a ocupar una habitación contigua en la que sobre un gran colchón situado en el centro exacto de la estancia, esperarán tres hombres desnudos y privados de toda visión y cuyo único rasgo en común es que hace mucho tiempo que no navegan.
(Fotografía: © Dominic Rouse)