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24 de enero de 2020

Extinción


El pasado 31 de diciembre se jubiló una compañera de trabajo, la de mayor edad -el siguiente en edad soy yo- y con más antigüedad, después de toda una vida -es decir, más de cuarenta años, que se dice pronto- trabajando en diversas librerías y con una profesionalidad a prueba de los requerimientos más exigentes. Tal vez debido a la edad o a las coincidencias en cuestiones profesionales, principalmente en puntos de vista con respecto a evolución y al futuro de las librerías, la verdad es que generamos una estimulante relación personal que sobrepasó todo aquello estrictamente relacionado con las cuestiones laborales y de gestión de nuestros respectivos cometidos laborales. Esta es una de las razones por las que su jubilación me ha dejado un mal sabor de boca porque, a pesar de que su puesto ha sido cubierto por una compañera con una profesionalidad a toda prueba, veo bastante difícil que pueda reproducirse la complicidad personal que logramos generar con la recién jubilada.

Pero todo esto son razones personales que, como es lógico -no es la primera persona que deja el trabajo, cualquier trabajo, y con la que mantuve una excelente relación personal-, no implican a nadie más que a ambos. Lo que me preocupa en realidad es el síntoma que subyace a la inevitable salida del mercado de trabajo  por jubilación, por despido o por hartazgo, de un cierto tipo de libreros -y hablo de libreros, no de empresarios, que son otra cosa, con otros condicionantes y también otros requerimientos- que me parece que está en franca regresión: el librero, también lector, informado acerca de lo que vende; el que conoce los gustos de sus lectores o que es capaz de recomendar aquellos títulos, incluso a lectores desconocidos y no solo de los últimos libros aparecidos en el mercado, que tienen alta probabilidad de resultar adecuados a las apetencias lectoras de cada momento;  el que no trabaja con el tiempo de atención tasado ni dentro de la librería ni fuera de ella, en plena calle, tomando un café o coincidiendo en un concierto, en horas laborables o festivas.

Por suerte para un número cada vez más reducido de lectores, quedan todavía, más en grandes ciudades que en pequeños pueblos, algunas librerías que permiten la supervivencia de ese tipo de libreros, pero “el mercado” -y otorgad el sentido que queráis a esas comillas- parece que demanda otro tipo de profesionales: activos, emprendedores, con “iniciativa” -ídem-, plurifuncionales, multitarea; en resumen, gestores más que tutores, vendedores más que prescriptores, generadores de proyectos más que iluminadores de ideas.

Son nuevas demandas de la sociedad, nos dicen, a las que hay que adaptarse y saber dar respuesta. Es decir, de lo que parece que se trata no es de preservar la profesionalidad que nos hace distinguibles de la multiplicidad de medios a través de los cuales se puede vender un libro, sino de entrar en competición directa con esos medios, intentar superarlos en libros vendidos por hora y no en el número de lectores satisfechos; de emular el irrisorio “si has comprado este te gustará este otro” en lugar de la prescripción personalizada fruto de la conversación; de ser más rápido en hacer llegar un libro a casa de lo que se tardaría acercándote a la librería y escogiéndolo tú mismo; de conocer al dedillo los últimos hype anunciados en televisión o escritos por personajes célebres o promocionados por irrazonables campañas mediáticas en lugar de manejar con soltura los títulos de fondo -esos que llevan a veces cien o doscientos años leyéndose sin interrupción-. 

No tengo ni idea -y mi impresión es que nadie la tiene, son malos tiempos para las ideas, como decía más arriba- de a quién hay que cargar la culpa de ese proceso de despersonalización en la compra de un libro -un objeto, dicho sea de paso, tan personal-; yo diría que todos los implicados tenemos nuestra buena ración de actitudes censurables, empezando por ese conjunto de profesionales entre los que me incluyo, que tal vez hemos estado ciegos a propósito a los cambios acaecidos en nuestras sociedades y, particularmente, en las tipologías de los lectores; siguiendo por los empresarios que, en su afán de supervivencia, completamente lícito e incensurable, han dimitido en aquellos servicios menos rentables económicamente para sumarse al carro de la amazonización de sus librerías; y terminando por la vorágine publicadora de las editoriales empeñadas en inundar el mercado de títulos impresentables que no valen ni lo que cuesta  el papel en el que están impresos. Lo que es seguro es que demasiada gente indocumentada se atreve a lanzar sus hipótesis, que se convierten en dictados cuando son asumidas por los poderes públicos y económicos, teniendo en cuenta que no padecerán las consecuencias de sus errores.

Pero yo diría, igual que en numerosos casos en que la responsabilidad se deriva, intencionadamente, hacia la sociedad -sin caer en la cuenta de que esta no es un ente abstracto e inidentificable, sino que la hacemos entre todos-, que la mayor responsabilidad está en manos de las personas tomadas individualmente, en este caso, de los lectores, que son los que deciden, cómodamente instalados en la cápsula de aislamiento de su sofá, dar tres clics -los entendidos dicen que solo pueden ser tres, que si son más el cliente se distrae- y esperar veinticuatro horas a que el libro llegue a casa, en lugar de acercarse a la librería, perder un rato mirando las mesas y las estanterías y consultando con el librero, y comprar o encargar -un libro raramente es cuestión de vida o muerte; otra cosa es que la dilación parece actuar negativamente contra el deseo inmediato- el libro que se ha escogido y empezar a leerlo de vuelta a casa o camino del trabajo.

Bueno, son los nuevos y mejores tiempos -“era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos, íbamos directamente al cielo y nos perdíamos en sentido opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere tanto al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo”-, tal vez, tiempos de rapidez, eficacia y capacidad de gestión, los que ponen en peligro de extinción a esa clase de libreros -y, a continuación a las propias  librerías, no os quepa ninguna duda- de los que hablaba antes. Como los dinosaurios, desaparecemos aplastados por la caja de cartón sonriente que habrá sustituido al meteorito, embalada por el esclavo que tiene que mear en una botella de plástico porque no le conceden tiempo de ir al lavabo, llevada a la puerta de vuestra casa por el inmigrante explotado hasta la extenuación y recibida por un lector que, tras veinticuatro horas de espera y miles de páginas web anidadas y teledirigidas navegadas después, ya no recordará qué libro compró ayer.


Mi única satisfacción es que en la cola del paro, en la residencia de ancianos o en el yacimiento arqueológico, algunos elementos de la especie extinguida levantarán un momento la vista de su Pla, Cervantes, Dickens, Proust, Mann o Calvino, desaparecidos del mercado después del afianzamiento del monopolio editorial por parte de las grandes empresas tecnológicas, y esbozarán una leve sonrisa que alguno confundirá con un rictus de amargura o, tal vez los más nerds, con la que figura impresa en la omnipresente caja de cartón.

21 de diciembre de 2018

Carbono alterado

Carbono alterado. Richard Morgan. Editorial Minotauro, 2005 (agotado)
Traducción de Marcelo Tombetta y Estela Gutiérrez
En pleno siglo XXV de nuestra era, la humanidad ha encontrado un remedo de la inmortalidad mediante la digitalización de los humanos, un proceso que consiste en el almacenamiento de la conciencia en un soporte digital que puede implantarse en otros cuerpos -aunque las personas pudientes pueden agenciarse un criadero de clones que reproducen su propio cuerpo en diferentes estados de maduración-, temporal o indefinidamente.
"Respiré hondo y me miré en el espejo. Es siempre el momento más difícil. Hace casi veinte años que lo hago y sin embargo mirarme en el espejo y encontrar en él a un completo extraño sigue sorprendiéndome. Es como estar ante un autoestereograma. Al principio lo único que se puede ver es a un extraño mirándote desde una ventana. Luego, ajustando el enfoque, te sientes flotar detrás de la máscara y adherirte a ella mediante un shock casi físico. Es como si te cortaran el cordón umbilical, pero en lugar de separar las dos partes, la sensación es que la otra parte resulta eliminada y tú acabas solo frente a tu propia imagen."
Takeshi Lev Kovacs, antiguo funcionario de la ONU en funciones de gobierno galáctico, es un humano digitalizado refundado y enviado a la tierra como detective privado para investigar la muerte de Laurens Bancroft -asesinato, según su versión; suicidio, según la policía-, un magnate de Bay City.

Con la estructura subyacente de la novela policíaca, Carbono alterado (Altered Carbon, 2002) especula acerca de una posible reformulación de la muerte, que desaparece del horizonte de posibilidades y que, por tanto, pierde incluso el carácter de castigo, para ser sustituida por el sufrimiento. Éticamente, la ley debe adaptarse a ese cambio de paradigma con el despliegue de una nueva filosofía acerca de las normas y los procedimientos. A pesar de esa constante reformulación y adaptación a los nuevos requerimientos, existen individuos cuyo poder les mantiene siempre unos pasos por delante de los sistemas de control o, incluso, les permite fijar sus directrices.

Con independencia de su trasfondo de cuestionamiento de la ética de los avances científicos y de las formas que utiliza el poder para perpetuarse, Carbono alterado es una excelente lectura de evasión.

Calificación: ****/*****

23 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 IV

"Siéntese, por favor"

Una de las cosas que sorprende viajando por Francia en motocicleta es la consideración extrema de la mayoría de conductores con respecto a las normas de circulación -uso de los intermitentes, respeto a las distancias de seguridad, consideración a las preferencias-, a las velocidades máximas y, en general, a la cortesía de los automovilistas hacia los motoristas. He comentado este hecho con otros conductores de moto o con peatones, y la opinión general es que los importes de las multas de tráfico y las condenas por conducción indebida deben ser más disuasorios que en otros lugares; yo, en cambio, tiendo a pensar que ese comportamiento tiene una raíz más profunda que no tiene nada que ver con las restricciones sino con la educación.

Conducir por las calles de París se parece mucho a hacerlo en cualquier capital superpoblada, con un parque de automóviles excesivo para lo que podrían soportar las infraestructuras ciudadanas; una red de vías no diseñada especialmente para los automóviles, sobre todo en sus calles de trazado antiguo; y la existencia de unas horas punta de circulación que hacen del caos su estado habitual. Sin embargo, existen algunas condiciones que distinguen el movimiento por París en automóvil de lo que sucede en otras ciudades: la existencia de una red importante de carriles exclusivos para bicicletas y el respeto de la mayoría de los automovilistas por los ciclistas; el numeroso parque móvil de motocicletas, que disminuyen la densidad de tráfico; el respeto absoluto de los conductores por los semáforos y las preferencias; y, en cuanto a los peatones, la existencia de multitud de zonas exclusivamente peatonales; la restricción, en las calles de menos de dos carriles, para los automóviles, de circular a menos de 30 Km. por hora; y los semáforos de preferencia peatonal, en los que la luz para el conductor siempre está en ámbar porque el peatón siempre tiene preferencia. Parece, pues, una cuestión más relacionada con la educación que con las sanciones. 

Pero limitar esta cuestión al tráfico no justificaría mi aseveración anterior; hay otros ejemplos en los que sustentarla.

Sorprende, y más a los fumadores, la casi nula cantidad de colillas en las calles; y es que todas las papeleras, varias por cada tramo de manzana, tienen un suplemento metálico para apagar el cigarrillo y un pequeño depósito para dejarlo una vez apagado. La mirada que me lanzó una parisina cuando me vio tirar una colilla me advirtió, sin decir una palabra, de lo inadecuado de mi conducta; por supuesto, hice uso, en lo sucesivo, de las papeleras, y cuando no había ninguna a mano, apagué el cigarrillo en la acera y guardé la colilla dentro del propio paquete de tabaco.

Los restaurantes parisinos son el ejemplo más claro de cómo gestionar el espacio: en general, pero  particularmente los situados fuera del núcleo turístico de la capital, suelen estar ubicados en locales de medidas reducidas, pero ello no es óbice para que el número de mesas que mantienen parezca inviable, si no fuera porque las distancias de separación entre ellas casi nunca supera los 20 cm. En esas condiciones, se agrupan en locales bastante pequeños tal cantidad de comensales que uno esperaría un nivel de ruido alarmante, pero nadie habla por encima del volumen necesario para que sus acompañantes puedan oírlo, lo que redunda en beneficio de las conversaciones del resto de las mesas y en un ambiente bullicioso pero para nada molesto.

La conducta de los viajeros en transporte público se distingue también de forma notable de lo que estamos acostumbrados al sur de los Pirineos: el orden absoluto y respeto a las preferencias para bajar y subir; la colocación junto a los pies de mochilas y carteras y el levantarse de los asientos plegables cuando los vagones se llenan por encima de la que parecería su capacidad habitual; el relativo silencio -me refiero a las conversaciones a través de teléfonos móviles, a los mensajes de voz emitidos y recibidos, a las conversaciones hormonadas de las pandillas de adolescentes y a la música sin auriculares- de un lugar tan concurrido sorprende a los habituados al transporte público en España, pero lo que me fascinó de veras fue la facilidad con que cualquier viajero -en mi caso, un adolescente de raza negra, gafas de sol tamaño máscara y auriculares más grandes que su cabeza- cede su asiento al pasajero con la movilidad reducida o, simplemente, de más edad.

Los habitantes de la península padecemos de un inefable complejo de inferioridad con respecto a lo extranjero que hace que nuestra visión de todo lo que está más allá de nuestras fronteras se nos aparezca profundamente sesgada; y todo parece indicar que ese sentimiento se acentúa con la proximidad. La antipatía hacia lo francés es paradigmática -ser afrancesado era casi un delito en tiempos de Jovellanos-, tal vez debido a la envidia inconsciente de haber menospreciado a nuestros Ilustrados, por habernos perdido la Revolución, o acaso por la invasión de la armada napoleónica que dio lugar a una guerra que, haciendo uso de la inquina más cateta, no dudamos en calificar de independencia. Esa antipatía ha sido, desde antiguo, una de las razones por las que siempre se ha considerado a los franceses los seres más groseros, desagradables, descorteses y maleducados del orbe; y tal vez no faltara razón al que, con una moderación que excluye esas descalificaciones, se haya visto algo menospreciado por su origen peninsular, pero esta situación, vivida en propia carne en los años 80 del siglo pasado, ha ido cambiando con el paso del tiempo, y en la actualidad el viajero es tratado en igualdad de condiciones -a menudo, con corrección; extraordinariamente, con excelencia o con displicencia- con independencia de su origen; el parisino contemporáneo no hace ninguna distinción a la hora de pronunciar sus "por favor", "disculpe", "muchas gracias", "no hay de qué", "¿me permite?"; es más, los pronuncia con una frecuencia que en nuestro país, dependiente del turismo y baluarte del gracejo y la simpatía, es desconocida.

Y no es por miedo a las sanciones porque en Francia no existen las multas por tirar una colilla en plena calle, por dar alaridos en una aglomeración, por no ceder el asiento en el metro, ni siquiera por ser grosero; todo parece indicar que algo que tiene que ver con la educación se gestiona mejor en el país vecino que a este lado de los Pirineos.

21 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 III

Banderas y otros trapos o dónde se encuentra la identidad



Siempre me ha llamado la atención la relación de los franceses con su bandera, sobre todo cuando se intenta correlacionar con lo que sucede en otros países, por ejemplo, con España o con las diversas así denominadas identidades nacionales existentes en el territorio español. Es muy común que cualquier edificio oficial, por pequeño e insustancial que sea, luzca al menos una tricolor, y que en festividades relacionadas con la República pero también en otras de signo político menos nacional, la bandera forme parte inseparable de la celebración.

Mi viaje a París coincidió con la celebración del Centenario del Armisticio que dio fin a la Primera Guerra Mundial. El día 11 de noviembre gran parte de los mandatarios -esos que se autodenominan líderes- mundiales se dieron cita en la capital para llevar a cabo la conmemoración oficial del cierre del conflicto; se dieron discursos, se hizo un amago de desfile militar y un homenaje al pie del Arco de Triunfo. Gran parte de la ciudad estaba literalmente tomada por la Gendarmería y el Ejército y algunos de los monumentos cerrados por motivos de seguridad. No es extraño que la conmemoración tuviera lugar en París, pues Francia fue tal vez el principal escenario del conflicto y el que sufragó con más muertos la factura de la contienda, y que toda la ciudad luciera, uno diría que con algo parecido al orgullo, la enseña común a la mayoría de los franceses.



El paisaje urbano ese 11 de noviembre estaba pues dominado por los cuerpos de seguridad, no tan solo presentes sino muy visibles, pero cuando la reunión de mandatarios había llegado a su fin, quedaron una serie de restos de celebración que son los que provocaron, por el contraste mencionado con anterioridad, mi desconcierto. No solo el Ayuntamiento, el impresionante Hôtel de Ville, lucía el azul, blanco y rojo en sus fachadas, sino que también todos aquellos edificios públicos con cierto valor arquitectónico estaban iluminados con la tricolor.  Mientras la bandera francesa se mostró omnipresente en la celebración oficial, en la Plaza de la República, el Pole de Renaissance Communiste en France convocó una manifestación contra el imperialismo -Donald Trump fue uno de sos asistentes a la conmemoración- que, por cierto, acabó con cargas policiales, en la que la mayoría de banderas eran rojas con la hoz y el martillo, pero también había presencia notable de banderas de Francia. ¿La misma enseña para la cumbre del imperialismo global y para la revolución que quiere acabar con él? Pues sí, la misma.



No quiero especular acerca de ese hecho; ni tengo la capacidad para hacerlo ni dispongo del tiempo que debería dedicarle para llegar a conclusiones fiables; pero mi primera impresión relaciona, casi involuntariamente, esa identificación con un símbolo, el "trozo de tela triste" de Chicho Sánchez Ferlosio, con el hecho de que ninguna facción se haya apropiado con la suficiente solidez de esa bandera como para hacerla extraña a la gran mayoría de ciudadanos. Una bandera, por cierto, cuyo origen fue la Revolución de 1789 y que, paradójicamente, une los colores de la enseña de la ciudad de París, el origen de la Revolución, el azul y el rojo, con el blanco de los Borbones que la propia Revolución desbancó. Pero en Francia no tuvieron una dictadura como la española, que se apropió de la enseña, provocando el rechazo de gran parte de la población hacia el símbolo; ni, en otro orden de cosas, un grupo de burgueses acomodados en busca de promoción personal, los que llevan años apropiándose de la bandera catalana hasta que consigan hacerla extraña a una parte considerable de la población del principado.

Aunque tal vez el origen del sentimiento de identidad no sea una bandera, sino que se funde en otros hechos no tan simbólicos pero más convincentes. Durante los primeros años de este siglo, el Estado francés colgó en todas las escuelas de París que ya existían en los años 40 del siglo pasado un placa de homenaje a los alumnos "nacidos judíos" deportados y asesinados por los nazis durante el exterminio -y reconociendo, de manera pública, la responsabilidad del régimen colaboracionista de Vichy, una parte del Estado francés de la época-.


Al mismo tiempo que en los Campos Elíseos tenían lugar los fastos protagonizados por la República, la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, inauguraba, en el muro exterior del Cementerio de Père Lachaise, un homenaje a todos los parisinos fallecidos durante los años de la Primera Guerra Mundial, detallando nombre y apellido y año del fallecimiento; un listado ejemplar casi cien metros que sobrecoge el corazón más pétreo y emociona al más insensible.



Todo ello lleva a a uno, refractario por principios tanto a los símbolos como a las identidades colectivas, a pensar que tal vez las filiaciones comunitarias y las banderas no tienen nada que ver con el lugar de nacimiento o con supuestas -o, directamente, inventadas- razones históricas sino con la identificación con los hechos palpables de quienes tienen en su mano agitar ambas cosas. Me parece que esta es la razón por la que cada vez que visito Francia me siento más francés, y cada día que vivo en España y en Cataluña menos español y menos catalán.

16 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 II

El vino del Jura




El principio que reza que unas vacaciones no son completas si no incluyen una vertiente gastronómica es aplicable a todo el territorio francés, pero donde muestra su validez es en la ciudad de París. De hecho, de mis viajes a París podría confeccionar una guía para amantes principiantes de la cocina francesa si no fuera porque, con el transcurrir de los años y el avance de la globalización, muchos pequeños restaurantes en los que disfruté de excelentes experiencias gastronómicas o son quioscos de comida rápida o se han transformado en tiendas de ropa de marcas globales. 

Así que en esta ocasión, y teniendo en cuenta que hacía unos cuantos años que no visitaba París, pedí consejo a un amigo, un buen gourmet y buen conocedor de la capital francesa; además, con su intermediación, he contado también con la opinión de una amiga que vive en París; aprovecho para expresarles mi agradecimiento. He comido en restaurantes de comida francesa clásica y en otros algo más imaginativos, aunque nunca perdiendo aquel carácter de cocina en mayúsculas, que es precisamente el que busco; sin desmerecer el resto, la experiencia gastronómica fue muy gratificante en un restaurante de la parte alta de la ciudad, un pequeño local con mesas minúsculas, carta en pizarra y, además, una impresionante selección de excelentes vinos, franceses y extranjeros, pintada en una de las paredes del local.


Mientras esperábamos nuestros primeros platos, entró una pareja de cierta edad, formada por un señor cuya altura era solo superada por su pose altanera -después descubrimos que era de nacionalidad alemana, aunque hablaba un francés perfecto, salvo por el acento-, y una señora que, más que acompañante, parecía un adminículo del monsieur, que solo hablaba alemán. Estuvieron un buen rato escogiendo mesa -tampoco había tantas, su elección tuvo que limitarse a las dos mesas para dos comensales que quedaban vacías- y, cuando pareció que había sopesado todos los pros y los contras, se sentaron en la adyacente a la nuestra. 

La elección de los platos requirió también una considerable porción de tiempo, principalmente empleado en discutir con el camarero -un tipo amable en grado sumo, como el resto de personal- algunos de los ingredientes del plato que se le ofrecía, y en echar indisimuladas miradas a nuestros primeros, que entretanto ya habían llegado y de los que estábamos dando buena cuenta. Pero el verdadero espectáculo tuvo lugar a la hora de escoger el vino; se levantó, poniéndose al lado del sommelier, para ver bien la pared donde estaban escritos, descansó su peso sobre una pierna, plegó un brazo, que sostenía el codo del otro, con cuya mano se rascaba la barbilla con actitud concentrada, y le preguntó cuál de dos botellas en concreto escogería el profesional; este optó por una y, después de hacer algunas observaciones que parecían aprobar los conocimientos del sommelier, acabó escogiendo una botella de vino blanco del Jura cuyo importe en la mesa era de 130€. 

Exigió probarlo antes de decidirse, a lo que accedió el camarero; le abrió la botella y cuando iba a servirle la cata, el cliente le pidió otra copa, con otra forma, distinta de la que había en la mesa; aquel se la trajo, le sirvió los dos dedos de vino al cliente y, a continuación, a la silenciosa compañera, y se retiró respetuosamente. El tipo miró el vino a luz y a contraluz, en contraste con la pared, oscura, y con la servilleta, blanca; lo agitó, lo olió y volvió a mirarlo para, a continuación, verter el contenido de su copa en la de su acompañante -que no había bebido aun, supongo que esperando el permiso del entendido- y solicitar la presencia del sommelier. Cuando este llegó, le pidió una nueva copa, a la que trasladó la mitad de la que contenía la de su pareja, para, después de otras agitaciones, remolinos y olfateos, tomar por fin un pequeño sorbo. Pidió de nuevo la presencia del camarero para darle su aprobación, pero le dijo que suponía que le traería una cubitera; cuando esta llegó, sumergió la botella en ella para, a continuación, preguntar de nuevo por el sommelier para decirle que la cubitera debía estar hasta arriba de hielo, que por favor acabara de rellenársela; cuando eso sucedió, ambos pusieron a comerse los primeros platos, con lo que pareció que la pugna por la botella de Jura había, por fin, acabado. Pero nada más lejos; poco antes de levantarnos después de acabar la cena, quitó la botella de la cubitera, hizo algunas observaciones al sommelier con respecto a la temperatura, volvió a ponerla al poco rato para, finalmente, calentar con la mano la copa antes de verter una pequeña cantidad de vino, beber un sorbo y mostrar una gran sonrisa de satisfacción por haber hallado al fin una razón para pagar los 130€ por una botella de vino blanco. 

Como es de suponer, la atención del personal y de los comensales adyacentes quedó monopolizada por el espectáculo del cliente alemán. ¿Y qué hacía, mientras tanto, su enmudecida acompañante? Pues iba cogiendo trozos de pan de la cesta, una especie de pan ázimo de harina integral, excelente, uno a uno y con el suficiente espaciado de tiempo para no llamar la atención, para depositarlos cuidadosamente dentro de su bolso; primero uno, después otro, y así hasta dejar un solo trozo en la cestilla; teniendo en cuenta que los camareros retiraban el pan con el primer plato y volvían a traer la cesta llena con el segundo, nos quedó la duda de si el destino de ese nuevo servicio sería también el bolso o con el que había puesto con anterioridad consideraba amortizado el importe de la botella de Jura; pero es que nosotros ya habíamos terminado con nuestros quesos, pagado la cuenta, que incluía un excelente vino tinto del Loira, y teníamos un buen rato hasta el hotel, ya que siempre que cenamos un poco fuerte solemos dar una buena caminata para facilitar la digestión. Ah, por cierto, el pan para el desayuno del día siguiente lo compramos en una boulangerie próxima al hotel; buenísimo, no llegó a 3€.

14 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 I

El Louvre de los selfies


No llevo la cuenta de forma estricta, pero sospecho que he estado en París, siempre por placer, quizás una veintena de veces. En los primeros viajes, allá en mi juventud, predominó la impresión de hallarse en una ciudad cuyas muestras de cultura, gastronomía e historia caían sobre el visitante, aplastándolo, nada más llegar a las afueras de la capital, mientras que los días de que disponía volaban entre las visitas a los museos, a los monumentos y a los enclaves más conocidos; desde entonces, siempre me ha dado la impresión de que me he marchado antes de lo que hubiera deseado. Después, con el tiempo, esas visitas obligadas perdían importancia, también por puro cansancio, aunque los días discurrían con la misma celeridad pero ahora ocupados en visitar exposiciones escogidas, conciertos de música barroca, algún que otro espectáculo teatral pero, sobre todo, en pasear sin rumbo -el famoso flanear- tanto por los grandes bulevares como por las callejuelas más inquietantes, tomar un café en una terraza y sentarme a leer, cuando el tiempo acompañaba, en uno de los numerosos y tranquilos parques metropolitanos. 

Pero una de aquellas visitas obligadas he seguido cumplimentándola en cada ocasión: el Louvre me ocupa apenas medio día -pues esas visitas con afán de absorber todo el arte que contiene hace mucho que las descarté-, un razonable espacio de tiempo en el que me limito a ver algunas salas y ciertas obras en concreto, como si quisiera comprobar el efecto que tiene sobre ellas el paso del tiempo, o la diferencia que ese mismo transcurrir ha tenido para ellas y para mí. 

El ala Denon de la primera planta del museo es una de las más concurridas; no tanto por la increíble colección de pintura francesa e italiana sino porque en la sala 711 se expone la pintura más conocida en más lugares del mundo de toda la historia del arte universal: La Mona Lisa, la Gioconda, la obra maestra de Leonardo da Vinci. La popularidad de ese cuadro, indiscutiblemente el más selfigrafiado del museo, hace que merodeen por las salas adyacentes numerosas personas cuya relación con el arte es, cuando no esporádica, inexistente, lo que no les impide ir en búsqueda de ese selfie como quien busca un unicornio en el bosque de los elfos; el ala Denon debe tener unos 200 metros, y teniendo en cuenta que las dos paredes longitudinales están llenas de cuadros, calculo que deben permanecer ahí colgadas más de 200 grandes obras de la pintura europea anteriores a 1850; también existen, a la mitad del recorrido, dos paneles de unos 4 metros de ancho y altos como toda la sala, casi en paralelo, que en lugar de contener cuadros lucen dos grandes espejos. 

Quien desee tener un recuerdo -a saber para qué, pero esa es otra cuestión- de su visita a ese templo del arte, descartada la compra de una postal con, por ejemplo, la reproducción de su obra preferida, podría intentar tomar una fotografía del cuadro elegido, ya que todo el mundo se pasea con el teléfono móvil en la mano -y ante los ojos, cuestión menos comprensible teniendo en cuenta dónde se encuentran, pero es el signo de los tiempos-, o incluso tomarse un autorretrato con esa obra de fondo -es decir, lo que hacen los giocondófilos-. Pues no, nada de eso, el recuerdo que ese tipo de visitante, claramente mayoritario en esa zona del Louvre, desea atesorar de su visita es un selfie delante de los espejos; mientras me tomaba un pequeño descanso en uno de los bancos próximos a esa zona, no menos de diez smartphones fueron utilizados a fin de dejar constancia para los tiempos venideros de la supina idiotez de sus usuarios, algunos de forma individual, los más de forma colectiva, incapaces de percibir la belleza que se extendía a su alrededor y concentrados en hacer muecas delante de un espejo como el más estúpido de los chimpancés.



8 de marzo de 2017

Contrapunto CXI

Con la edad, cada vez se viven menos situaciones que necesiten consuelo; como contrapartida, también son cada vez menos las personas o los objetos que pueden proporcionarlo.

8 de febrero de 2017

14 de marzo de 2016

Contrapunto CVII

Provengo de una generación que, en su juventud, y a pesar de nuestros perentorios conocimientos musicales, cuando sentíamos que teníamos algo que decir, escribíamos una canción. Ahora, los jóvenes, ante una disposición anímica equivalente y con un talento  parecido, escriben un libro.

24 de octubre de 2015

Contrapunto CVI

Eulàlia X, médico de familia, en su nombre y en representación del estamento médico:
"Fumar acorta en diez años la esperanza de vida".

Arthur Armaingaud, higienista:
"Una persona que lee a Montaigne tiene una esperanza de vida de diez a quince años superior a la de uno que no lo ha leído."

22 de octubre de 2015

Contrapunto CV

El bostezo es uno de los actos reflejos que tengo en mayor estima: nadie ha averiguado aun con seguridad para qué sirve.

20 de septiembre de 2015

Contrapunto CIII

No tolero nada que entre en contradicción con mis prejuicios; aunque, para eso sirven los prejuicios, ¿no?

10 de septiembre de 2015

Contrapunto CII

Sentado en el lugar donde habitualmente suelo leer y escribir, la literatura guarda mi flanco derecho y la música el izquierdo; la filosofía cuida de mi retaguardia. Al frente, un amplio ventanal enmarca el exterior.

22 de mayo de 2015

Contrapunto CI

Voy a desterrar de mi vocabulario la palabra "creo" y sustituirla por, según corresponda, "pienso" o "me parece".

22 de abril de 2015

Contrapunto C

Estoy mucho más orgulloso de las ideas que provocaron mi expulsión de diversos colectivos que de las que fueron consideradas aportaciones interesantes.

20 de noviembre de 2014

Contrapunto XCIV

Las acusaciones injustas me traen sin cuidado; me preocupan mucho más las alabanzas inmerecidas.