10 de febrero de 2025

Pascal Quignard. Una poética de las ruinas


Carl Blechen. La torre en ruinas del castillo de Heidelberg, hacia 1830

Como complemento al texto transcrito del recital Ruinas, referenciado con anterioridad en este blog, publico aquí el artículo «Pascal Quignard. Una poética de las ruinas» de Sophie E. Denis.

Pascal Quignard. Una poética de las ruinas 

Sophie E. Denis  

Una lectura atenta de la obra de Pascal Quignard nos ha ido convenciendo paulatinamente de que, a lo largo de los años, ha ido desarrollando lo que podríamos llamar una «poética de la ruina». Para ilustrarlo, examinaremos algunas de sus obras fragmentarias: los cincuenta y seis Petits Traités, escritos entre 1977 y 1980, publicados en dos volúmenes en la colección Folio de Gallimard en 1990, de acuerdo con el editor Maeght, y el Dernier Royaume, del que se han publicado cinco volúmenes hasta la fecha, por Grasset & Fasquelle, entre 2002 y 2005. Estas obras son una mezcla de citas de los antiguos, de aforismos, de piezas de ficción, de listas y de reflexiones. 

Esta poética constituye, para el autor, una imagen originaria  profundamente arraigada en su imaginario. A partir de ella, Pascal Quignard ha desarrollado una verdadera estética del fragmento que se articula en torno a un concepto del tiempo que le es propio.

Una imagen original

Pascal Quignard nació en Normandía el 23 de abril de 1948, de padres profesores de clásicas: 

«Hice toda mi escolaridad en el devastado puerto de Le Havre. Salía por las mañanas entre las ruinas, las ratas y los pocos edificios blancos que empezaban a levantarse de nuevo. Iba a la escuela masculina, que también estaba en ruinas. En ese lugar pasé mi infancia: una ciudad destruida por completo por las bombas de los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial»(1).

En conversación con Chantal Lapeyre-Desmaison, insiste: 

«Era la ruina viviente lo que intento describirte. Vivíamos en una ciudad que había sido completamente destruida por las bombas. Caminábamos entre los escombros bajo la lluvia por la mañana para llegar a los barracones de madera junto a los muros en ruinas de la escuela"(2).

Esto ejerció una influencia duradera en su imaginación, que retomó en el Premier Traité

«Lo descubrí todo en el viento, en un puerto bombardeado, entre escombros y fragmentos de piedras y muros [...]. Era mi Roma y mi foro»(3)

La ruina engendra ruina.

Pascal Quignard de niño es, según confesión propia, «un poco autista»(4);  el lenguaje, la capacidad de alimentarse, le faltaron en dos ocasiones; constata la frecuencia en los textos míticos de la prohibición de hablar, que califica de «melusiana». «Todos los que escriben, en relación con la voz, están degollados»(5) , como el grabador Meaume, a quien su hijo degüella a medias entre las «piedras en ruinas» en Terrasse à Rome(6), que Quignard considera su Ars Poetica

Pascal Quignard quemó sus primeros cuadros, sus primeros manuscritos. Sus obras posteriores parecían siempre amenazadas por la letra griega Θ theta, de Thanatos, que en el margen de un texto significaba que el corrector consideraba que había que destruir, deleatur(7). Siempre empieza  «escribiendo demasiado», luego corta y poda. Tras la muerte de su padre, se deshará de todos los cargos sociales y honoríficos como lector en Gallimard que le habían llegado con el éxito de sus primeras novelas, como Le Salon du Wurtemberg. También sufrió varios ataques de depresión, esas «ruinas interiores» que describe en su novela Carus

Todo tipo de ruinas salpican su obra, las apariciones del sustantivo «ruina», del verbo «arruinar» y de su participio pasado, así como del adjetivo «ruiniforme» son innumerables: 

«Es el bosque de piedra. Son paisajes ruiniformes y mudos. Se ven árboles roídos convertidos en arenisca en el silencio, muy al sur de Túnez, en la frontera de Libia y Níger»(8).

También cuando cita a los antiguos, como Sinesio [de Cirene]:

«¿He nacido yo? ¿He lanzado en griego, algún día, el breve grito que provoca el descubrimiento del día? ¿Hubo alguna vez un tiempo en el que crecer y vivir y abordar una ruina que humea como una flor que revienta?»(9).

Sin embargo, las ruinas no son ni el título ni el tema de ningún Traité o capítulo de Dernier Royaume(10), aunque se encuentren sobre  las piedras, las orejas, el ombligo, una rana, etcétera. La ruina, huella del pasado en el presente, es, para Pascal Quignard, más que un tema de reflexión, un campo de investigación infinito, un patio de recreo tal y como lo define Winnicott: «Esta zona donde jugamos no es la realidad psíquica interna. Está fuera del individuo, pero tampoco pertenece al mundo exterior»(11) Este espacio de creación es una oportunidad para «desenterrar» a los muertos injustamente olvidados: 

«Desde la edad de diecinueve años, desde el primer libro que escribí y que trataba de Maurice Scève, he intentado hacer volver del mundo de las sombras figuras desdeñadas, difíciles, fascinantes, sombrías, obstinadas, espléndidas. Scève, Licofrón, Albucio, Labieno, Damascio, Guy Le Fèvre, Jacques Esprit, Nicole, Racan, Hello, Parrasio, Dom Deschamps, Séneca el viejo, Hadewijch»(12).

A través de los fragmentos escritos que exhuma, erige a cada uno de ellos un pequeño monumento. También busca en los intersticios el pelo o el recorte de uñas porque «en la naturaleza no existen los fragmentos. El más pequeño de los pedazos sigue siendo el todo. Cada migaja es el universo»(13). Como decíamos cuando hablaba de Le Havre, es «la ruina en estado vivo» lo que nutre la obra de Quignard, que se sitúa en el «punto de encuentro entre la naturaleza y la historia humana»(14).

«La homogeneidad cultural, histórica, tal es el destino del hombre. La heterogeneidad natural, originaria, tal es el destino del arte. La fragmentación es el alma del arte»(15).

Una estética del fragmento 

«Las palabras latinas fragmen y fragmentum proceden de frango, romper, hacer añicos, convertir en pedazos, en polvo, en migajas, aniquilar»(16). Para Pascal Quignard, cuya obra se compone esencialmente de fragmentos, lo que se rompe es, ante todo, el lenguaje. «No somos seres hablantes, nos convertimos en seres hablantes. El lenguaje es un logro precario, que no está ni en el origen ni siquiera en el final, pues a menudo la palabra erra y se pierde incluso antes de que la vida cese»(17). De esta precariedad del «decir» es de lo que habla en textos como L'Usage de la parole o Le Nom sur le bout de la langue.

Además, la palabra escrita es, en sentido estricto, la ruina del «lenguaje de la lengua»; el escritor es un «fonoclasta»:

«En la página, la voz está fuera de alcance. La voz es el Ausente de esta lengua mostrada. Cuando se inclina sobre el rostro sin rostro de la hoja, la voz ha desaparecido. Es por eso que escribimos. Quien pretendiera imitar el aliento deteniéndose estaría negando en vano que está escribiendo. La página no es ese «espejo». Ni «alondras» el nombre que designa a las palabras. Es la ruina»(18 y 18bis).

La cita, que utiliza ampliamente, está afectada por el punto ciego de la lengua hablada por el autor fallecido, no es sólo un homenaje o una exhumación, sino un sacrificio ritual: 

«Toda cita es —en la retórica antigua— una etopeya: es hacer hablar al ausente. Hacerse a un lado ante el muerto. Pero también el instante ritual en que se comía el cuerpo de los muertos, o el del dios. Sacrificio para preservarse, para contener ese poder cortándolo en pedazos e ingiriendo una parte»(19).

Quignard habla de sus Petits Traités como de una seriedad desmantibulada y explica: 

«Desmantibular significa desmandibular. Des-mandibular, esto equivale a hacer inoperante la masticación. Esto deja la carne cruda y esto deja los pedazos enteros. Esto funciona para los libros»(20).

La escritura fragmentaria permite renovar «el resplandor estremecedor del ataque», y el «orden de la sucesión de fragmentos levanta una arquitectura que cautiva de inmediato y, si se me permite decirlo, sujeta las riendas»(21). Representa la carencia, el silencio, el duelo, el punto ciego a través de sus espacios en blanco. «El fragmento fascina [...] por ese carácter ligeramente ruiniforme, depresivo. Es lo que se ha derrumbado y permanece como vestigio del duelo»(22).

Albert Speer, el arquitecto de Hitler, preconizaba el uso de materiales nobles para que el futuro de sus edificios fueran bellas ruinas; Quignard crea ruinas directamente, con sus «pedazos enteros», sus piedras angulares, indigeribles por el lector, sus imágenes deslumbrantes imposibles de erosionar. 

Crear ruinas podía ser la expresión de una profunda desesperación; incapaz de asegurar la perfección del edificio, el autor solo daría sublimes centelleos. «[El fragmento] es demasiado a menudo el sueño del pequeño todo, del pequeño pedazo acurrucado y replegado sobre sí mismo»(23) que, a diferencia del discurso continuo, no está obligado a inventar transiciones, «repuntes» (costuras y dobladillos), dice en Une gêne technique à l'égard des fragments

Otra hipótesis es una fascinación melancólica por un futuro convertido antes de hora en pasado. Sin duda, esto es cierto hasta cierto punto, ya que Pascal Quignard dice que le molesta que nadie se haya dado cuenta de que en sus novelas «contemporáneas», Le Salon du Wurtemberg, Les Escaliers de Chambord y Carus:

«Los acontecimientos tienen lugar en el año siguiente a la publicación del propio libro; son «recuerdos futuros». Evocan el tiempo de su lectura. Se adelantan al tiempo que voy a vivir»(24).

Finalmente, nos gustaría plantear una última hipótesis. Winnicott muestra que la exterioridad no se crea más que por la agresividad del niño con respecto a los objetos que le rodean. Sólo la supervivencia de estos objetos, su resistencia a los intentos de destrucción del niño, pueden permitirle distinguir su propio yo de la realidad exterior: 

«Se puede observar la siguiente secuencia: 1) El sujeto se conecta con el objeto. 2) El objeto es encontrado en lugar de ser colocado en el mundo por el sujeto. 3) El sujeto destruye el objeto. 4) El objeto sobrevive a la destrucción. 5) El sujeto puede utilizar el objeto. 

El objeto siempre está a punto de destruirse. [...] La destructividad, combinada con la supervivencia del objeto a la destrucción, lo sitúa fuera del ámbito de los objetos establecidos por los mecanismos mentales del sujeto. Esto crea un mundo de realidad compartida que el sujeto puede utilizar y que puede devolver al sujeto una sustancia distinta de mí mismo»(25).

Por poco autista que haya sido, Pascal Quignard tenía inevitablemente un problema con la envoltura. Esas ruinas que forman los objetos a su alrededor son una barrera entre él y el mundo que se puede pisar, atravesar, reorganizar, desprecintar, recomponer a voluntad. No es una imagen del desastre sino, al contrario, la prueba de que se puede sobrevivir a la más feroz voluntad de destrucción. La ruina está viva. No es una ruina mortificante o nostálgica. Es la prueba de que aún se puede escribir después de los campos (es un tío, que volvió de Dachau, quien enseñará al niño a hablar y a comer de nuevo). 

La poética de la ruina: frustrar la irreversibilidad del futuro 

Pascal Quignard dice: «Hay que vivir el presente como la ruina que él mismo prepara. Hay que descubrir el presente como una ruina cuyo tesoro buscamos»(26).

En efecto, «lo primordial es que el futuro no haya perdido toda  irreversibilidad», por lo que hay que evitar las condiciones del pasado, modificando ligeramente sus figuras, para desbaratar la idea misma de futuro(27).

«Si el pasado anticipara el presente, el futuro sería la muerte y no habría más que ruinas que franquear por encima de nuestras cabezas. Nada en el arte sigue un orden cronológico»(28).

No pretenderemos aquí dar una explicación sintética de lo que Quignard llama «le jadis», que constituye todo un volumen de Dernier Royaume. Sólo una visión de conjunto. Es «lo que precede al principio»: 

«Le jadis define el dominio que precede a la aparición del espectador en lo visible.

Pero, para que lo recuerde, debe suceder.

Esta región se caracteriza por su no-visibilidad (no-visibilidad para aquellos cuya visibilidad y visión le suceden). Un mundo ante-fánico, dominio invisible y puramente lingüístico que complace a la especie con la imaginación espontánea de una escena primitiva. El tiempo es el don duradero de lo nunca visible a quienes proceden de él.
Imagen que falta aguas arriba de toda percepción.
Dominio sobre el que el que le sucede no puede obtener más información que por medio del lenguaje. Información irreal sobre lo invisible»(29).

La poética de la ruina, la yuxtaposición de fragmentos dispersos, de citas, de listas, de partes de ficción, creación del tiempo y del espacio, insinuarse en el seno de la realidad para modificarla sutilmente. El tiempo, para Quignard, no está ni «perdido» ni «preparado para ser recobrado» como en Proust. Afirma con Pierre Nicole: 

«El pasado es un abismo sin fondo que se traga todas las cosas pasajeras; y el futuro es otro abismo impenetrable para nosotros. Uno de estos abismos desagua continuamente en el otro. Sentimos el desagüe del futuro hacia el pasado y eso es lo que hace el presente, igual que el presente hace toda nuestra vida»(30).

La escritura de Quignard se sitúa como un velo (ese velo del que tanto habla en Le Sexe et l'effroi) entre estos dos abismos, como si fuera a la vez «la marca« y «la carrera» de la marea: 

«El espacio descubierto y luego cubierto por el mar cada día —que es como un espacio dentro de otro espacio— es doble. 

La marca define la franja húmeda por la que avanza el mar en cada marea, mientras que la carrera define el espacio —también temporal—  entre el nivel de las mareas más altas y el de las más bajas»(31).

El lector encuentra en las ruinas vivas de su escritura la humedad benéfica y amniótica de un pasado inmemorial cuyo paso ha constatado y la promesa de un futuro poetizado por ese pasado. «A través del poder fusionador de la creencia, la ficción se sumerge de nuevo en lo ilimitado de lo sin límites: el aoristo [en griego clásico, aoristos (αόριστος) se refiere a un tiempo verbal que expresa una acción puntual y completada en el pasado, sin precisar si fue reciente o lejano; es decir, indica un evento que sucedió en un momento específico sin dar detalles sobre su duración; en castellano, no existe un equivalente exacto al aoristo], el Hades [el aïdes del original es la transliteración al francés de la palabra griega Hades (δης)](32)Un poco como en un sueño, la lectura de Quignard nos sumerge en un tiempo anterior al tiempo. 

La escritura de Pascal Quignard, que parece tan erudita, tan oscura, tan abstrusa a veces, es en realidad de una sensualidad, de una atención al instante, con sus ínfimos e infinitos placeres, muy notable. Ayuda a amar la carencia, a aceptar la mortalidad, el desgarramiento, la fractura: 

«¿Quién no ama lo que ha amado? Hay que amar lo perdido y amar hasta el jadis en lo perdido..
Hasta al jardín en la extinción de la naturaleza y hasta al Paraíso en el jardín.
Hay que amar la ausencia y no intentar emanciparse de ella. Hay que amar la diferencia sexual; 

Amar la desnudez en los orificios de la desnudez; 

Amar la pérdida.
Hay que adorar al tiempo»(33).

La escritura de Quignard promete el retorno infatigable de la primavera, esa primera vez, la preeminencia del deseo(34). Su loca ambición de modificar el futuro exhibiendo fragmentos ruiniformes es una búsqueda ontológica de la modernidad absoluta. 

«Porque, al escribir, destruían tanto más la mediación de que se valían, y eran más capaces de arruinar el edificio, socavar los cimientos, fijar las bóvedas, amontonar granizo y rayo y el viento de Boreas, que si hubieran alimentado una ilusión tan considerable de viva voz, de manera improvisada, y como para unos pocos oídos, en el «santiamén» de un instante»(35).


Notas 

1. LAPEYRE-DESMAISON Chantal, Pascal Quignard le solitaire, Charenton, Les Flohic Éditeur, 2001, p. 24. 

2. Ibid., p. 33-34. 

3. QUIGNARD Pascal, Petits Traités I, Paris, Maeght éditeur, « Folio », n° 2976, 1990, p. 21-22.

4. Entrevcista con Catherine Argand, Lire, n° 308, septembre 2002. 

5. QUIGNARD Pascal, Petits Traités II, Paris, Maeght éditeur, Folio, n° 2977, 1990, p. 293. 

6. QUIGNARD Pascal, Terrasse à Rome, Paris, Gallimard, 2000, p. 126. 

7. QUIGNARD Pascal, Petits Traités II, XLI Traité p. 323 sqq.

8. QUIGNARD Pascal, Petits Traités II, op. cit., p. 449.
9. Ibid., p. 446. 

10Pero un capítulo de Le Sexe et l'effroi se titula: «Sulpicio y las ruinas de Pompeya» y Quignard señala: «La percepción melancólica y casi psicológica (o al menos casi privada) de las ruinas fue inventada por el patricio romano Servio Sulpicio en una carta a Cicerón fechada en marzo -45 con motivo de la muerte de la hija de Cicerón, Tulia, de treinta y un años, mientras daba a luz en la villa de Tusculum», Gallimard, 1994, p. 276. 

11. WINNICOTT D.W., Jeu et réalité, Paris, Gallimard, 1975 para la La Ruine et le geste architectural - Pascal Quignard : une poétique de la ruine - Presses universitaires de Paris Nanterre 27/2/24, 12:55 traduction française, p. 105. 

12. QUIGNARD Pascal, Dernier Royaume II, Sur le jadis, Paris, Grasset & Fasquelle, 2002, p. 280. 

13. QUIGNARD Pascal, Dernier Royaume I, Les Ombres errantes, Paris, Grasset & Fasquelle, 2002, p. 71. 

14. RECHT Roland, «“La beauté du mort”. Ruskin, Viollet-le-Duc et le sentiment de la perte», in CLAIR Jean, (dir)., Mélancolie, génie et folie en Occident, Paris, Gallimard, 2005. 

15. QUIGNARD Pascal, Les Ombres errantes, op. cit., p. 62.
16. QUIGNARD Pascal, Une Gêne technique à l’égard des fragments, Fontfroide le Haut, Fata Morgana, 1996, p. 33. 

17. Entrevista con Catherine Argand, op. cit

18. QUIGNARD Pascal, Petits Traités I, op. cit., p. 122.

18bis. «La page n’est pas ce «miroir». Ni «alouettes» le nom qui désigne les mots». El fragmento contiene un juego de palabras intraducible; en francés, un miroir aux alouettes, literalmente, un espejo de alondras, designa algo atractivo pero engañoso. 

19. Ibid., p. 173. 

20. LAPEYRE-DESMAISON Chantal, Pascal Quignard le solitaire, op. cit., p. 161. 

21. QUIGNARD Pascal, Une Gêne technique à l’égard des fragments, op. cit., p. 56. 

22. Ibid., p. 44.
23. QUIGNARD Pascal, Une Gêne technique à l’égard des fragments, op. 

cit., p. 43. 

24. Ibid., p. 130. 

25. WINNICOTT D.W., Jeu et réalité, op. cit., p. 176. 

26. LAPEYRE-DESMAISON Chantal, Pascal Quignard le solitaire, op. cit., p. 131. 

27. Ibid., p. 128.
28. QUIGNARD Pascal, Petits Traités II, op. cit., p. 568. 

29. QUIGNARD Pascal, Le Dernier Royaume II, Sur le jadis, op. cit., p. 151-152. 

30. QUIGNARD Pascal, Petits Traités I, op. cit., p. 17-18.
31. QUIGNARD Pascal, Le Dernier Royaume V, Sordidissimes, Paris, Grasset & Fasquelle, 2005, p. 111.
32. QUIGNARD Pascal, Sur le jadis, op. cit., p. 151.
33. QUIGNARD Pascal, Les Ombres errantes, op. cit., p. 22. 

34. QUIGNARD Pascal, Abîmes, op. cit., p. 42-43.
35. QUIGNARD Pascal, Petits Traités I, op. cit., p. 54.


Este artículo es la traducción de: Denis, Sophie E. Pascal Quignard: une poétique de la ruine En: Hyppolite, Pierre (dir.). La Ruine et le geste architectural . Nanterre: Presses universitaires de Paris Nanterre, 2017. http://books.openedition.org/pupo/6426

Traducción de Joan Flores Constans

3 de febrero de 2025

Los grandes cementerios bajo la luna

 

Los grandes cementerios bajo la luna. Georges Bernanos. Pepitas de Calabaza, 2024
Traducción de Juan Vivanco
Les grands cimetières sous la lune, 1938

Leí por primera vez Los grandes cementerios bajo la luna cuando rondaba los veinte años, a finales de los 70, en una edición en francés de los años 50 porque la única traducción que encontré fue una publicada en Argentina a mediados de los 60; supongo, aunque no lo sé , que el Régimen no vería con buenos ojos un libro como este; de hecho, me parece que la primera traducción publicada por una editorial española fue a mediados de los 80. Reconozco que hice una lectura más doctrinaria, más política que literaria, cosas de la edad, así que me apetecía, ahora, superado ya el «mezzo del cammin di nostra vita», más viejo, no necesariamente más sabio, pero al menos con más experiencia —vital y política, también anti-doctrinaria— volver a él para ver qué tal había envejecido. Yo, no el libro. En pocas palabras, una de las intenciones de la relectura era asegurarme de que, una vez superados los sesenta y cinco años, no me había convertido en un «viejo cuerdo», teniendo en cuenta que, en palabras del propio Bernanos, «la cordura del viejo es una cordura senil».

La primera impresión, que se prolonga hasta la última página, es que Los grandes cementerios bajo la luna se mantiene con una salud espléndida  y, por desgracia, con una actualidad incuestionable. Y eso que Georges Bernanos es, en principio, un escritor romántico, católico, monárquico y conservador; sin embargo, su visión de la Iglesia —que no de la religión—, de los políticos —que no de la política— y del estado de Europa —de Francia, por su origen; de España, ya que el estallido de la Guerra Civil le sorprendió en la isla de Mallorca; además de su clarividencia acerca del terror que aguardaba al continente a la vuelta de la esquina (conviene insistir en la fecha de publicación, 1938): «la tragedia española, prefiguración de la tragedia universal»— encuentra numerosos puntos de coincidencia con este lector racionalista, ateo, republicano y progresista. Y estoy convencido —o así me gustaría que así sucediera— que esas coincidencias no se deben a que la edad me haya convertido en cuerdo, sino, lógica y felizmente, en viejo.

27 de enero de 2025

J'écris l'Iliade, avance de publicación

Pierre Michon nos habla de J’écris l’Iliade

«Reconocía a mi lado a todos los autores desde Homero; trazábamos una línea recta sin desviarnos. El arte de escribir, de hacer de cada palabra un nombre propio o un tótem, he ahí la ruta por la que avanzaba el dios. Caminaba, sus rizos dorados le golpeaban las mejillas, los grandes nombres se alineaban a su ritmo en mi página. Yo caminaba a su paso. Sentía sobre mi hombro la mano ciega del viejo aedo.»


Se asume que la Ilíada ya fue escrita. También Don Quijote, es cierto, y eso no impidió que Pierre Ménard intentara reescribirlo, según Borges. Pero usted no es un Pierre Ménard, ¿verdad?

Por supuesto que no. Pero me alegra que mencione a Borges. Es bajo su influencia que está escrito este relato.


El título hace pensar que se leerá un relato épico. Pero la epopeya, en su obra, suele estar vinculada a la autoficción.

Es tanto una epopeya como una autoficción, que oscila entre los actos de valentía de los personajes de Homero y la vida erótica y literaria del escritor Pierre Michon, o de aquel a quien le presto mi  nombre. Algunos de estos fragmentos son la pura verdad; otros están muy «arreglados».


Las apariciones, en un mismo plano, de personajes tan diferentes (dioses, héroes, desconocidos del siglo XXI) suelen ser cómicas, aunque no lo admitan abiertamente. Al pasar del tono serio de la epopeya a la fantasía de los encuentros contemporáneos, mi escritor-narrador no suele tener el papel heroico que quisiera emular. Sobre todo porque exagero mucho mi importancia literaria. Escribo sin reírme que «soy un monumento».

Pero cuando quiero ser épico, intento serlo absolutamente. Y también realista. A menudo me concentro en un detalle de la realidad para dramatizarlo. Aquí, por ejemplo, un personaje que va a morir toma un caldero por un casco, y esta confusión me conmueve.

¿Quiénes son sus personajes y cómo se relaciona con ellos?

Me hacen reír. Su disparidad me hace reír. Pero también los admiro. Admiración y burla a la vez, como suelo hacer.


Los héroes son, mezclados, los dioses del Olimpo, Homero, Aquiles, Ulises, Helena, Alejandro Magno, Pierre Michon en todas sus edades (la mayoría de las veces con mi nombre, pero a veces disfrazado de otro) y, en todos los textos, mi amante del momento. No todas tienen los mismos gustos sexuales, pero «al final, no hay historias verdaderas salvo las historias de amor, Homero lo sabía bien».

Relato erótico, libro de aventuras (las aventuras de una vocación, en particular), J’écris l’Iliade es también una reflexión sobre la literatura occidental.

Sí. Es una alegoría, o una reflexión, sobre los orígenes de la literatura occidental («Sentía el peso sobre mi hombro la mano de Homero»), sus incidencias en la Historia (Alejandro Magno conquistó Asia para igualar a Aquiles), sus evoluciones (incluyo a Shakespeare, Proust, Stevenson, etc.), y su estado contemporáneo (hasta Beckett… y Michon).


Como la mayoría de mis libros, es también la historia de una vocación: «Debía convertirme en Pierre Michon y no tenía tiempo que perder; desde entonces he aprendido a fingir paciencia». Por mi parte, hay muchas burlas y un atisbo de rebeldía hacia esta vocación, pero ningún rechazo profundo a la literatura; no hay lugar para «el fin de la novela» y otros temas de moda. Mi única crítica a los libros contemporáneos es su sobreabundancia. El último relato, EJ'écris l'Iliade, es un atajo de la vida y la muerte siempre anunciadas del ibro, siempre cumplidas y siempre superadas, para empezar de nuevo, en un eterno retorno, con una suerte de optimismo.»

__________

Traducción de la entrevista publicada por Éditions Gallimard con motivo de la aparición, el próximo 6 de febrero, del libro J'écris l'Iliade, de Pierre Michon.


Disponible en el sitio web de la editorial: https://www.gallimard.fr/actualites-entretiens/pierre-michon-nous-parle-de-j-ecris-l-iliade


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20 de enero de 2025

John Perkins

John Perkins seguido de Un escrúpulo. Henri Thomas. Adriana Hidalgo, 2022
Traducción de Maya González Roux
John Perkins suivi de Un Scrupule. Gallimard, 1960

Paddy, empleada en la Secretaría del hospital local, John (Perkins, el del título), seis gatos y dos pájaros: una agrupación de seres (más o menos) vivos que comparten vivienda y desconfianzas que se acrecientan (las desconfianzas, no la vivienda, aunque también, pero en otro sentido) a medida que pasan los días (y, sobre dodo, las noches).
«En esa casa ya no se moría. La muerte había venido de una vez por todas y, desde entonces, ya nada sucedía. El tiempo no transcurría más. Desde hacía cinco años estaban ahí, los animales y las personas, siempre vivas, pero al margen de todo el resto; del otro lado de la vida, sofocándose en un ambiente que hacía que le tiempo no transcurriera más...»
Una casa, por cierto, bastante sucia y descuidada (por no hablar de la cocina y de la habitación, puaj) que ejerce un extraño poder, magnético, sobre sus habitantes, que les impide abandonarla. Y unos personajes que parecen atados por extrañas y maléficas dependencias.

El punto de partida de la novela es bastante corriente; aunque el tono del narrador nos pone la mosca detrás de la oreja («¿te estás haciendo el graciosillo, trapisonda?»), todo parece indicar que nos encontramos muy cercanos a la idea  que se tiene en Europa (y en Francia, que es Europa al cuadrado) de cierto american way of life que es posible que tenga poco que ver con la realidad pero que nuestra escrupulosa mirada por encima del hombro de habitante del Viejo Mundo ha acumulado con las lecturas de Richard Yates, John Cheever, incluso Lucia Berlin, y el cine de Anderson (toma castaña, Wes, esta es mi venganza por The Franch Dispatch, estamos en paz), John Waters y, también, aunque nadie mira esas películas, las que acostumbran a ganar premios en el  Sundance Film Festival. Es el propio narrador el que deja entrever, explícitamente aunque en contadas ocasiones, su perplejidad europea sobre las cosas que suceden y cómo suceden en los Estados Unidos; es posible que la experiencia de Thomas como profesor en Boston tenga algo que ver.

Bueno, ahora que todas las sospechas están desveladas, me ciño a los hechos.

Ese efecto inducido que la casa ejerce sobre sus pobladores parece deberse, en parte, a la presencia permanente, que se establece entre ellos como una amenaza latente, de una ausencia  inevitable: Jim, un amigo de la pareja que murió en la casa, un enigmático personaje que el narrador va perfilando a lo largo de la novela desde los diferentes puntos de vista de Paddy y John, que, por lo que se intuye, afectó a la vida de ambos, individual y colectivamente, de manera muy dispar, y cuyo simple recuerdo desencadena una reacción tremedamente airada, particularmente en el caso de John.

Inciso: en apenas veinte páginas, el graciosillo ha dejado de serlo, aunque si pretendía incomodar al lector lo está consiguiendo. A este que está escribiendo le asalta la duda de si los protagonistas de John Perkins (no digo nada, todavía del escrúpulo) no estarán todos muertos, no solo Jim, pero aún no lo saben.

El relato de las rutinas en que se desenvuelven Paddy y John, las personales, porque en realidad existen pocas rutinas comunes, caracterizan y determinan al escenario en el que se apañan; pero también prepara al lector para que comprenda situaciones que, de no ser así, jamás habría imaginado.

La memoria —y no el inconsciente, o como quiera llamársele—, en parte, es el refugio donde escondemos todo aquello que no podemos afrontar, que no nos atrevemos a hacer cotidiano ni a compartir con los demás; es el sótano en el que John guarda todo aquello que quiere reservarse para su uso privado, sean objetos, acciones o intenciones; ese sótano contiene algunos recuerdos de Jim que John no está dispuesto a desvelar porque cambiarían la consideración que los más próximos tienen de él.
«Su labor en el taller formaba parte de su vida secreta, o más bien era algo secreto dentro de la vida oculta. Por la noche, al salir para ir a su habitación, cerraba con llave el taller; incluso en ese momento donde todo vacilaba, donde la cólera y el cansancio penetraban en él como el frío en el medio de la noche, jamás olvidaba cerrar con llave las dos puertas del taller. Sin embargo, no tenía por qué temer una indiscreción. Paddy jamás bajaba al subsuelo. Además, a menudo no estaba en la casa cuando él trabajaba, y las puertas que daban a la calle y al jardín estaban cerradas, ¿qué intromisión podía temer? Aún así, después de algunos días acabó por encerrarse con llave mientras tabajaba; desde entonces el taller se convirtió en una habitación prohibida».
La rutina, el desinterés, la indolencia, de la relación de Paddy y John permiten, paradójicamente, que esta se mantenga: el aislamiento psicológico, las diferencias de carácter y el hecho de que, por motivos laborales, casi no se vean, ayudan a que la relación se consolide, como aquel itinerario que, cuesta abajo, es más difícil detener que dejar que siga. Existe un acuerdo de no agresión que nadie ha planteado ni firmado; simplemente, ha sido fruto de la necesidad para que nada interrumpiera la inercia.
«En los ojos de alguien que ha tenido tiempo de examinarnos hay una imagen cabal de uno mismo, alejada, fuera de alcance y, sin embargo, muy presente. Dorothy sonreía amablemente; la imagen era tenue, sin asombro, los ojos eran de un gris claro y con un maquillaje que John notó solo en ese momento y que marcaba un contraste muy raro con ese cuarto sucio, en mal estado, donde el  olor del perro se mezclaba con el del polvo, y algunos restos de cosas estaban tirados bajo los muebles».
Facilitar el acceso a alguien a aquel lugar reservado puede tener consecuencias funestas; ese alguien puede encontrar cosas que habíamos olvidado haber guardado o que ni siquiera sabíamos que estaban allí. Ese acceso le da al intruso un poder difícil de contrarrestar y que, de alguna manera, nos supedita a su voluntad, ni podemos saber el uso que va a hacer de la información que pueda conseguir: estamos en sus manos.

Sin embargo, un personaje que pertenece al pasado relacionado con el misterioso Jim aparece de pronto, y aquella inercia que descansaba sobre la rutina se ve seriamente alterada por una presunta inocencia que no tiene nada de inofensiva. El sótano, es decir, los cimientos, es decir, el mundo privado de John, se ven alterados, y la pretendida estabilidad del edificio sufre una revolución que no por invisible es menos amenazadora. Alterar el pasado nunca es inocuo, pero cuando quien lo hace es uno que no es uno mismo puede ser devastador. 
«Distinguió la guitarra en el medio de la cama sin hacer. No le gustaba tocar la guitarra; Paddy insistía en que aprendiera a tocar, y lo intentaría, haría lo que Paddy le dijera. No había que contradecir a esas personas, sobre todo a él. Desde la primera noche, pensó qué conducta mantener. La sola entrada en su habitación, para buscar las frazadas y la almohada, ya le había dado una buena idea, y consideraba que se había comportado de manera adecuada: hacer como si no observara nada, como si todo fuera normal en esa casa. Como si fuera natural que seis gatos estuvieran encerrados en una pequeña cocina... Como si en todas las parejas hubiera gritos y muebles volcados en un momento u otro de la noche. ¿Y si, efectivamente, fuera normal? ¿?Quién sabe lo que realmente sucede en las casas de las propias personas que creemos conocer?»
Hasta aquí, una estupenda, misteriosa, desasosegante novela, pero no sabemos nada del escrúpulo. Una vez puesto el punto final a John Perkins, no sabemos si Henri Thomas o el narrador (obviemos, por candorosa, la posibilidad de que ambos sean uno solo), se da cuenta de que el remate  no es el único final posible —ni más verosímil, ni menos, que cualquier otro—, y aventura otra conclusión para imitar a la vida. La justificación debería estar enmarcada en la Aula Magna de las sedes (¿tendrán Aula Magna?) de todos los Cursos de Narrativa; dice así (la reproduzco en su totalidad y la traduzco para evitar malentendidos):
«Hay otro desenlace de John Perkins. Si lo ofrezco aquí, no es a título de versión ni de ejercicio de estilo, sino porque la incertidumbre de la que procede forma parte esencial de la historia. John Perkins, en el momento en el que, inclinado hacia la ventana del sótano, escucha esta frase: "Colocaron los gatos en la bañera", está momentáneamente sin posibilidad de escoger una respuesta a una situación tan imprevista como chocante. El cuerpo, el estado de las fuerzas que residen en él, el inconsciente o como se quiera llamar todo aquello que no sea una decisión clara, determinarán esa respuesta. Entre la violencia ofensiva y la huida, John no puede vacilar mucho tiempo, pero ni él ni el autor supieron, en ese preciso instante, en qué dirección sería lanzado. Esta ambigüedad es común a  la vida y a la novela, por lo menos algunas novelas que por eso las llamamos vivas. En la vida real, sin embargo, no hay jamás, e inmediatamente, más que una solución, que elimina todas las alternativas. Este interdicto se mantiene en la novela, o es imitado, a través de la ficción de un tiempo irreversible —una convensión, para hablar con propìedad, épica. Me aparté de todo ello, en un momento crítico, y retomé una alternativa en su origen [...]»
El resultado, y la razón de la consiguiente perplejidad del lector, es ese escrúpulo contenido en el título.