José Saramago, ateo confeso, autor del “Evangelio según Jesucristo”,
que le valiera su autoexilio de Portugal, tenía una pequeña escultura de una Piedad
a la entrada de su casa de Lanzarote. Cuando le preguntaban por la supuesta
contradicción que eso suponía respondía que él veía ahí una magnífica
representación del sufrimiento humano. Podríamos aplicar esta misma idea al
conjunto de la Semana Santa, por ejemplo. Podríamos convertirla en un espacio
para reflexionar sobre algunos universales de la condición humana: la entrega, la
compasión, la traición, la injusticia, el dolor, la esperanza, la muerte… y,
finalmente, el triunfo del amor. Podría ser una magnífica oportunidad para
rearmarnos moral y anímicamente respecto a las tragedias de nuestro tiempo: la
inhumana situación de los refugiados, la pobreza, la desigualdad, la vida miserable
y degradada a la que nos arroja este sistema antipersona. Mil y un dramas de
nuestro mundo. Sin embargo, la cosa ha quedado, desde hace tiempo ya, en un inmenso
postureo, un desfile de entorchados, oropeles, impostada solemnidad, en otra ocasión
para ver y dejarse ver, de narcisismo hipócrita, en una constricción sin esencia ni referente, un episodio
más de la necesidad del individuo de identificarse con lugares, imágenes, celebraciones
y colectividades que, en sí mismo, no difiere mucho de la cosa futbolística. Si
a Jesucristo le diera por dejarse caer de nuevo por estos lares a buen seguro
que hoy estaría detrás de una valla de concertinas en un inmundo campo de
refugiados o en una infinidad de sitios miserables antes que a hombros de un
trono repujado en oro. Mientras, sus supuestos seguidores, aquellos que dicen
ser herederos del mensaje de los desposeídos, se afanan hoy por mostrar sus
mejores galas para celebrar la muerte y resurrección de un rebelde que murió cruelmente
ajusticiado, pobre y abandonado por la gran mayoría de quienes unos días antes
cantaban aquello de “¡Hosanna!”. Tal como hoy en día.