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lunes, 5 de septiembre de 2011

El Impertinente (8) Decrecer para sobrevivir

Haga usted el siguiente experimento, eso sí, con sumo cuidado dada su enorme peligrosidad. Escoja a un muchacho cualquiera a punto de cumplir los dieciocho años y hágale la siguiente batería de preguntas: ¿para qué quieres sacarte el carné de conducir?, ¿por qué no empleas ese dinero en otra cosa?, ¿no sería más sensato no seguir sumando coches a la carretera y apostar por el transporte público? Podemos imaginarnos la reacción airada del joven. Pretender privarlo de ese ansiado objeto del deseo es como condenarlo a galeras. Cualquier argumentación que cuestione el uso privado del coche vendría a ser un discurso entre satánico y quimérico.
Y, sin embargo, pocas cosas simbolizan nuestra conducta completamente disparatada como la universalización del transporte privado. Este es uno de los principales emisores de gases de efecto invernadero, ha degradado la vida en las ciudades e inundado de asfalto el paisaje. Pero eso poco importa frente a la sensación de libertad, poderío y éxito personal que supone. En Canarias tenemos una de las tasas más altas de coches per cápita de Europa, en un territorio minúsculo e insular y frágil como pocos. ¡Y qué más da! ¡para qué privarse del placer de ir a comprar el pan a la esquina con un todoterreno!, ¡qué importa la calidad de vida colectiva o el cambio climático con el gusto que da aparecer en la fiesta con el coche nuevo que papá me ha comprado después de haber desistido de obtener el graduado escolar! Es muy complicado, casi temerario, decirle a alguien que ha sido educado en la acumulación desenfrenada de cosas perfectamente prescindibles que quizás en el futuro habrá que vivir con menos. ¿Probar con las estadísticas? No sé si será capaz de asimilar que a este ritmo, sobre todo el de los países desarrollados y emergentes, harían falta varios planetas como el nuestro para poder sostener semejante nivel de consumo de recursos o que en los últimos treinta y cinco años ha desaparecido el treinta por ciento de las especies. Demasiado abstracto quizás. ¿Probar con los previsibles efectos del cambio climático?, ¿qué tal con un escenario con dos o tres (sólo) grados de media de temperatura más? Habría que recordarle, por ejemplo, que un solo grado de temperatura puede ser la diferencia en un ser humano entre tener fiebre y no tenerla. Bueno, ¿y para qué preocuparse? El fatalismo siempre puede ser la última salida para quienes prefieren seguir mirando para otro lado.
Así que si esto no funciona imagínese usted qué sentido tiene hablar de cosas tales como la protección de la biodiversidad, la superpoblación o de la inevitable crisis energética. Lo más lacerante de todo esto es que son cosas en las que nos va la vida, que estamos hipotecando el futuro de las generaciones que están por venir y que condena a la pobreza a muchas de las que ya están sobre el planeta. A pesar de todo esto hay voces que claman (en el desierto) contra el disparate colectivo en el que nos hemos (o nos han) metido. Empieza oírse hablar de un término que, aunque no es nuevo, tiene cada vez más adeptos. Se trata del “decrecimiento”. Hemos llegado al punto en el que toda política basada en el crecimiento económico continuado es pan para hoy y hambre para mañana. La cuestión es relativamente simple: no se puede mantener un crecimiento infinito sobre unos recursos finitos. Es fácil de entender que al final solo hay un callejón sin salida en forma de colapso. Nuestra civilización se acerca a pasos agigantados hacia ese colapso. Así que solo hay una posibilidad: empezar a decrecer como única opción de supervivencia.
Siguiendo al profesor Carlos Taibo podría proponerse un plan de decrecimiento, con carácter de urgencia, basado en los siguientes puntos:
- Primar la vida social frente al consumismo y la competitividad.
- Entender el ocio desde un punto de vista creativo frente al vinculado al dinero y al consumo de la industria del tiempo libre.
- Repartir el trabajo.
- Establecer una renta básica de ciudadanía. Esto es, un subsidio para cada persona independientemente de  a qué se dedique.
- Reducir las infraestructuras de transporte, administrativas y productivas.
- Recuperar muchos elementos de la vida local frente a esta versión de la globalización hiper capitalista.    
- Descomplejizar la existencia y avanzar en formas de democracia directa y de autogestión.
- Propiciar la sencillez y la sobriedad en el terreno individual.
Esto para empezar. Está claro que cada uno de estos puntos daría para un amplísimo debate. Y eso sería, al menos, algo bueno: que empezáramos a hablar de lo verdaderamente importante y aparcáramos por un instante la banalidad que nos ocupa y nos preocupa?

jueves, 13 de enero de 2011

El Impertinente (1) Narciso en la peluquería

Acudo últimamente a una peluquería masculina en la que me han encontrado la manera de disimular mi alopecia incipiente. De toda la vida, las barberías (término claramente en desuso) fueron los mentideros sociales, el lugar donde se le tomaba el pulso a la vida del pueblo. En esto no han cambiado demasiado aunque hoy se les denomine “centros de belleza”, “peluquerías unisex” o “asesorías de imagen”. Siguen siendo, con todo, el lugar idóneo para testar tendencias y pulsar el estado de idiotización colectiva. Una de las cosas que llama la atención es la creciente importancia que la población masculina otorga a su apariencia física. Esto no tendría nada de malo si no fuera porque, al final, es lo único a lo que se le otorga importancia. Tengo que disimular la sonrisa cuando observo al personal escudriñando hasta el último de sus pelos en el espejo, repasando una y mil veces la longitud del tupé (seguro que tampoco se dice así), dando indicaciones milimétricas al peluquero de cómo quiere el corte de las patillas o comentando que ya va siendo hora de hacerse la depilación completa (máxima preocupación que suele ocupar su sesera). Antes, lo recuerdo de pequeñito, en las barberías se hablaba de fútbol pero también de política. Ahora.... bueno, ya saben. Narciso solo tiene tiempo para su aspecto. Curiosamente, no valora que una parte importante de su aspecto, entendido como la primera impresión que se lleva el otro de uno mismo, es el lenguaje. O sí. Ahora que lo pienso reducir el número de palabras disponibles al mínimo y utilizar una expresión entrecortada y zafia está en consonancia con la imagen que se busca con tanta dedicación.
El caso es que este comportamiento puede observarse a edades cada vez más tempranas. No entiendo el gusto de algunos padres por querer convertir a sus hijos en adultos tempranos, en disfrazarlos de adolescentes antes de tiempo, de exhibirlos como si la vida fuera una enorme e interminable pasarela. Al final estamos “robando la infancia” por un lado y prolongando la adolescencia ad infinitum por el otro. La obsesión por la imagen se ha convertido en una enfermedad. No nos permitimos un renuncio y no se lo permitimos a los demás. Detrás de esto hay, como no podía ser de otra manera, una enorme manipulación. Se trata de convertir a los niños en potenciales consumidores casi desde que les salen los dientes de leche. Personas que desde que empiezan a ir al colegio ya entienden de marcas, son del Madrid o del Barsa con el mismo apasionamiento de un adulto, exigen aparatos tecnológicos y todo tipo de artilugios para estar “entretenidos” a cambio de que los padres puedan respirar un rato (hay que ver con qué rapidez aprenden las técnicas básicas del chantaje). Los expertos en marketing saben que los jóvenes tienen hoy una capacidad de compra enorme, que siguen las tendencias con total disciplina, que condicionan las decisiones del resto de la familia. Con los años se vuelven esclavos del consumo, desarrollan egos hipertrofiados, manifiestan una baja tolerancia a la frustración y viven por y para reventar las puertas de su armario a base de llenarla de ropa hasta los topes. Narciso está acostumbrado a que sus padres aflojen de la cartera: carné de conducir a los dieciocho años recién cumpliditos, coche para salir con la novia (y no cualquier coche, cuidado), móvil de ultimísima generación, dinero para ropa según los cánones y para tenis de setenta euros por lucir una ridícula marca en el lateral, etc. A nuestro amigo cosas como el esfuerzo, la política, la educación o el medioambiente (por poner solo unos ejemplos manidos) le suenan a chino mandarín. La vida es como a él le apetece no como es. El mundo es un enorme parque de atracciones, un polideportivo donde echar un partidito de fútbol, un banco en la plaza donde reunirse con los colegas. Queda por ver cómo reacciona Narciso ante esta época de crisis y de estrangulación del crédito ilimitado.
Hay que admitir, de todos modos, que esta conducta ha sido siempre una constante a lo largo de la historia. Los jóvenes, impulsados por su torbellino hormonal, pasan indefectiblemente por lo que antes se llamaba la “edad del pavo”. Es, incluso, una etapa necesaria donde se afianza la personalidad y se empieza a ocupar un lugar en el entramado social. El problema es que actualmente esta fase empieza antes y no parece terminar nunca, como dijimos más arriba (de hecho las consultas de los psicólogos están llenas hoy en día de personas aquejadas de 'Síndromes de Peter Pan', los eternos adolescentes). El elemento preocupante es que esta etapa de la vida ha quedado reducida a una compulsión consumista, un proceso de descerebración alarmante, una vacuidad insolente, un ejercicio de puro narcisismo en consonancia con el decorado social que nos rodea. Una pena.

martes, 4 de enero de 2011

El Catalejo (1) Nacidos para consumir

En los años veinte el filósofo Walter Benjamin paseaba con una mezcla de asombro y preocupación por las recién inauguradas galerías comerciales Vittorio Emmanuele de Milán. Lo que más le llamó la atención era la sustitución o reproducción que la galería hacía de lo que se suponía que era una calle. Benjamin temía que el mundo del futuro no fuera sino un simulacro organizado en función de los intereses comerciales de las empresas dominantes. Y no le faltó razón. Hoy vemos en todo su esplendor cómo los grandes centros comerciales imitan sin rubor lo que antes podía ser una calle o una plaza mayor. La vida social transcurre ya en un centro comercial. El comercio local no tiene nada que hacer (pobrecillos, con lo que se desvelan por ellos), todo lo más orientarse hacia la venta de algunos productos de primera necesidad. Es muy posible que la batalla esté perdida y que, por mucha crisis de las narices, el mundo de pasado mañana sea un gran centro comercial en el que terminaremos por dormir en cápsulas, como hacen algunos japoneses que no quieren demorarse a la hora de llegar al trabajo.
Ese centro comercial en el que se constituirá la “aldea global” tendrá lógicamente sus clases sociales. De hecho, en este mundo nuestro el valor de cada uno está en relación a su capacidad de compra. Los excluidos seguirán siendo quienes no tengan un céntimo con el que alimentar al monstruo, en eso no habremos cambiado nada. Pero, a diferencia del siglo XIX, hoy se dispone de una enorme maquinaria de distracción y embobecimiento que evitará el riesgo de estallidos sociales y el peligro de que el personal se pare ¡y piense! El fútbol, la televisión, la proliferación de pantallas digitales que perseveran en esa sustitución de lo real por lo virtual, serán el gran colchón que apagará cualquier conato de descontento. China nos abastecerá de baratijas con las que satisfacer la economía doméstica más precaria. Los políticos seguirán prometiéndonos una mayor igualdad en las condiciones de acceso al consumo para acto seguido caer en el inevitable rosario de justificaciones en base a la situación de la economía internacional o la tranquilidad de los mercados. Después de los Reyes Magos vendrán las rebajas de invierno (casi solapándose para que el ánimo no decaiga), luego San Valentín, después la colecciones de temporadas, luego nuevas rebajas, después, casi sin salir del verano a comprar de nuevos los reyes (porque así es más barato). En medio, cumpleaños, santorales, bodas, bautizos, aniversarios... No somos “na”.

sábado, 25 de diciembre de 2010

El Catalejo (19) Un Belén chino

Alguien pensará que estoy obsesionado con lo chino. Y puede que no le falte razón. Hace unos días vi la típica conexión con Belén en un telediario para ver cómo se vivía allí los preparativos de la Navidad. La noticia terminaba con el lamento de los artesanos locales de quincallería religiosa por la invasión, cual plaga de langostas, de toda clases de objetos procedentes de China. Resultaba muy “curioso” observar belenes, cálices y figurillas de todo tipo con la ubicua etiqueta made in China. ¿No les parece terrible? En el fondo es el más vivo retrato del mundo que se nos avecina: el mundo de la estupidez, la falsificación, la sustitución y la negación globalizada. Pero "¡si es más barato!" - dirá alguno, en un arranque de aparente lógica desarmante. Evidentemente, querido descerebrado. Ahora bien, si a usted le preocupa un ápice el futuro medioambiental de nuestro planeta, el desarrollo de las economías locales, los derechos laborales de los trabajadores y un largo etcétera de cosas que no caben en un carro de supermercado tiene una posibilidad muy sencilla: en vez de tres cosas inútiles compre una sola.
China representa hoy la cara más extrema y perniciosa del capitalismo. Representa también una de las mayores paradojas de la historia: un país con un gobierno que se dice comunista, con la parafernalia propia de un país totalitario, entregado a las prácticas capitalistas más desaforadas, convertido en campeón de la desigualdad, la negación de los derechos sociales y laborales y muchas otras cosas que harían felices a los seguidores de Milton Friedman (el más ultraliberal de los economistas que ha parido facultad alguna). Si Marx levantara la cabeza se recluiría en alguna de las pocas comunas hippie que van quedando. Esa maquinaria está alimentada por una multitud zombificada de consumidores que necesitan llenar la cesta de miles de cosas absolutamente prescindibles, que creen haber hecho un buen negocio comprando duros a pesetas.
La verdad es que este nuevo "McMundo", como lo denomina el sociólogo Cayo Sastre en su más que recomendable libro de título homónimo (Los libros del lince, 2010), nos lleva a situaciones que si las analizamos fríamente terminan siendo descorazonadoras. Pongamos un caso. Ya se sabe de la inclinación de los católicos por la idolatría. Hasta donde sé las imágenes religiosas de culto suelen encargarse todavía hoy a imagineros de mayor o menor fama. Un trabajo de ese tipo suele ser caro y lleva su tiempo. ¿Por qué no encargar una Dolorosa, un Crucificado o un conjunto completo de la Sagrada Familia con burrito y vaquita incluido a una fábrica china? Seguro que lo fabrican en la mitad de tiempo y por la tercera parte del coste. Un poquito de agua bendita y ¡venga! ¡a adorarlo todo el mundo! No es que me importe demasiado pero “canta” un poco.
Ahora que toca rascarse el bolsillo, mire la etiqueta, por favor.

lunes, 14 de diciembre de 2009

El Impertinente (11) ¡A consumir todo el mundo!

El artículo de la Revista Tangentes de este mes de diciembre no podía estar dedicado a otra cosa.
Escenas de la vida cotidiana: una persona abre las puertas de su ropero, que apenas encajan entre sí debido al volumen de ropa almacenada, y exclama angustiada: - ¡no tengo nada que ponerme!; un niño acostado en la cama de su habitación, rodeado de docenas de juguetes y cachivaches, le recrimina a sus padres: -¡me aburro!; un joven que hace apenas unos meses se ha comprado la última maravilla del mundo informático, y del cual no aprovecha ni el 5% de su capacidad, entra en una profunda desesperación cuando se entera de que el nuevo equipo que saldrá dentro de poco tiene un procesador no se sabe cuántas veces más rápido que el suyo e incluye nuevas virguerías mediante las que puedes contemplar una pecera virtual mientras juegas al penúltimo videojuego hiperrealista que te salpica con imitaciones de vísceras (¡imprescindible!).
Estos son unos ejemplos, entre otros muchos posibles, de lo que podríamos llamar ‘psicopatologías’ de nuestra sociedad hiperconsumista. La acumulación de objetos sin sentido no genera sino más frustración en el individuo. Es la forma de alienación más extendida en las sociedades tardocapitalistas. Hemos dejado de ser personas para convertirnos en consumidores que, en función, de su renta somos objeto de disputa entre miles de empresas que tratan de ‘fidelizarnos’, seducirnos con premios y ofertas y que no dudan en despertarnos con una llamada de teléfono en plena siesta para ofrecernos promociones irresistibles.
La cosa pública ha quedado prácticamente reducida al paseo/encuentro en el mega centro comercial. En éstos se confunde intencionadamente lo público con lo privado al servicio del consumo. Cuando uno pasea por una galería de un gran centro comercial cree estar en realidad en la calle mayor de un pueblo. Esta ilusión óptica favorece la tendencia a consumir de una manera casi natural. Como muy bien expusiera José Saramago en su novela “La Caverna” la plaza pública, el ágora de los antiguos griegos, es hoy en día el centro comercial. En ella pasamos gran parte de nuestra vida social, paseamos, nos encontramos con vecinos y conocidos, pasamos nuestros ratos de ocio, aparcamos el coche gratuitamente y, fundamentalmente, compramos miles de cosas que no necesitamos. Pero ésta no deja de ser una “caverna” (siguiendo el mito platónico): un lugar de sombras donde nada es lo que parece, donde el individuo está atado por las cadenas de la ignorancia y la manipulación.
Ahora que la fastidiosa crisis parece amargar la existencia del anteriormente feliz consumidor aparecen nuevas formas de canalizar ese impulso. Es el tiempo de las baratijas, de los menús a 1 €, del pague uno y llévese tres. Aquellas pequeñas tiendas de bagatelas chinas ahora son auténticas naves industriales donde la gente puede satisfacer sus ansias de acumular objetos inútiles a precios bien reducidos. En realidad el Síndrome de Diógenes está más extendido de lo que parece. Ahora que llega la cada vez más adelantada Navidad, el tiempo de consumo por excelencia, la fiebre del personal empieza a crecer por momentos. ¡Olvídese de sus problemas! ¡haga caso omiso del estado de sus tarjetas de crédito! ¡ignore la situación de sus pagos bancarios! ¡pase por encima de su estabilidad o situación laboral! ¡Consuma -si puede- y sea feliz!
Todos estos comportamientos no son sino una expresión más del profundo vacío existencial que se extiende por nuestra sociedad. Se trata de no pensar, de comprar compulsivamente para tener algo que hacer en esos periodos en los que ni se estudia ni se trabaja, ni se ve la televisión ni se está enganchado a algún entretenimiento audiovisual, en los ratos libres en los que corremos el riesgo de toparnos con nosotros mismos. Y mientras tanto siempre habrá alguien que haga caja a costa de nuestra desesperación.