El impresentable Berlusconi sigue mostrando el camino. Hace unos días, a cambio de invertir una considerable cantidad de dinero en la restauración del Coliseo, llegó a un acuerdo con un magnate del calzado para que pueda explotarlo durante 15 años, incluida su imagen. Ver asociado un icono cultural de la envergadura del Coliseo a una empresa de calzado es algo que para muchos traspasa todos los límites, que hace encender todas las luces de alarma. Además de otros muchos ejemplos del deterioro en la gestión del patrimonio, Berlusconi no hace sino cumplir con el programa ultraliberal, que no es otro que la entrega del Estado a las corporaciones mercantiles y financieras. No era tanto aquello del “Estado mínimo” cuánto “el Estado para nosotros”. Estamos asistiendo a una ocupación paulatina de lo público por parte de la empresa privada. No solo hemos tenido que contemplar atónitos el espectáculo del desvío de enormes cantidades de dinero público al saneamiento de bancos especuladores sino además vemos ahora cómo el patrimonio histórico-artístico toma el mismo rumbo. Para ello han tratado de convencernos que la gestión pública es onerosa e ineficiente. Lo será siempre y cuando los que tienen la responsabilidad de hacerlo sufran de una alergia declarada a todo lo que no huela a facturación en la caja del amigo. Hasta no hace mucho se admitía que los objetivos de los servicios públicos o de la gestión del patrimonio en sus múltiples aspectos no podían ser los mismo que los objetivos de una empresa privada. Pero el discurso fue cambiando a la par que se extendía esta maléfica marea ultraliberal. Luego se empezó a introducir lo que se llamó eufemísticamente “criterios de eficiencia”, como si la eficacia solo fuera una cualidad propia de la empresa privada. Al mismo tiempo, se fue haciendo hincapié en que el gasto público es, en cualquier caso, una forma de derroche injustificado. Mejor dejar que los de siempre hagan negocio que así al resto nos saldrá más barato. La apelación al bolsillo ha terminado por calar en quienes no tienen nada que ganar en todo esto. El adormecimiento de la población por esta poderosa sociedad del entretenimiento de masas hace el resto. La degradación moral y social de una parte importante de la sociedad italiana, que sigue pensando que el caballero Berlusconi, encarna, al fin y al cabo, una especie de cruzado es verdaderamente alarmante. Pero hay que negar la mayor: la enorme pifiada de la crisis económica, la gestión irresponsable de la cosa financiera por parte de los banqueros, la ceguera provocada por la codicia, por poner solo algunos ejemplos, hacen que haya que tener enormes prevenciones a la hora de confiar en esa sacrosanta gestión privada de esto o aquello. Es preferible una gestión pública, con un importante control ciudadano, sobre todo de aquellos sectores esenciales para la articulación social. Y la gestión del patrimonio cultural no es algo menor, puesto que está en la base de la memoria colectiva. Algo demasiado importante para entregárselo a un magnate de lo que sea. ¿Se imaginan las Meninas protegidas por una cinta de seguridad con el logo de una cadena de supermercados?, ¿a los vigilantes de sala del museo con un peto promocionando alguna bebida refrescante?, ¿comprar una entrada para una importante exposición temporal en la que figure la imagen de alguna marca de chorizos?, ¿lo veremos?