Umberto Eco era casi como el pan nuestro de cada día, una
figura, de alguna manera, siempre presente en el crecimiento intelectual de
muchísima gente. Mi primer contacto con su obra no fue en relación a su reconocidísima
dimensión como semiótico, sino a sus trabajo sobre el psicoanálisis y la
estética, dos cosas que en mis años universitarios me interesaban sobremanera.
Y como estudiante, ¿quién no se empapó su “Cómo se hace una tesis”? Aunque solo
fuese por eso la influencia de Eco en el alumnado universitario ya habría sido
notable. Además, nos legó un concepto dialéctico que hizo furor en su día a la
hora de acercarnos a la crítica de la cultura occidental y que sigue siendo una
referencia ineludible: “Apocalípticos e integrados” (y por supuesto, dado que
había que posicionarse, ya desde entonces me reconocí como apocalíptico,
faltaría más). Precisamente, su condición de crítico cultural, en su más amplia
acepción, y su carácter casi enciclopédico, dotaban a Eco de una autoritas indiscutible. En sus últimos
años, innumerables lectores suyos disfrutamos y nos reconocimos en su activismo a la
hora de defender una idea de la Cultura alejada de la chabacanería rampante y
de la estupidización muchas veces inherente al triunfo arrollador de la
tecnología de la información. Su defensa del libro de papel y su condición de bibliófilo
irredento (llegó a atesorar una valiosísima biblioteca de más de 80.000
ejemplares) representaba para algunos algo similar al Faro de Alejandría. Como
novelista poco se puede añadir, dada que fue su faceta más conocida y popular.
Yo fui de los que me acerqué al “Nombre de la rosa” primero por la película
dirigida por Jean-Jacques Annaud, he de reconocerlo. Y, después de adentrarme
en el libro, hay que admitir que estamos antes esos escasos episodios en el que
es tan magistral la adaptación cinematográfica como la novela original. Sin
embargo, confieso que no pude terminar “El péndulo de Foucault”. Me pareció que
pecaba de un exceso de erudición que terminaba por sepultar a la novela. Tengo
a medias “El cementerio de Praga”, en cola de lectura “Baudolino” y mucho
interés por “Número Cero”. Como no podía ser de otra forma, un medievalista
como Umberto Eco tenía que encontrar muchas concomitancias con el carácter de
nuestro tiempo, cuestión esta que me interesa también enormemente. Con todo, si
hay un libro cuya lectura me ha producido más placer en los últimos años ha sido
“Nadie acabará con los libros”, un texto a modo de conversación con otro de los
grandes intelectuales de nuestro tiempo, Jean Claude Carriere. En este género
singular (igual que hiciera con el cardenal Carlo María Martini en “¿En qué
creen los que no creen?”) Eco se desenvuelve con una acreditada solvencia, como
el filósofo ilustrado que siempre fue. Y con el libro como pretexto termina, a
mi juicio, haciéndonos partícipes de una especie de legado intelectual: el de
ser testigos y filtros de lo mejor de nuestra cultura en trance de
desaparición. Es una lástima que ya no podamos estar al quite de la última de
las aventuras intelectuales del escritor turinés, de sus innumerables
inquietudes, de su presencia mediática, mesurada y radical al mismo tiempo. A
cambio, nos deja una vasta obra en la que queda tela que cortar. El eco de Eco
resonará todavía durante mucho tiempo.
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