Ella:
Llegué corriendo al andén. No solía retrasarme en la Universidad. Era maniáticamente puntual. Pero ese día el tren llegaba tarde y yo también. Veinte minutos pasaron en el reloj de mi vida, hasta que en la lejanía de aquella oscura mañana pude divisar las luces desdibujadas del farol de mi tren.
Los vagones aún dormían, silenciosos, con apenas el susurro de una niña hablando con su madre en un hilo de voz. Sólo ellas y yo en aquel sombrío y desierto vagón de mi tardía mañana. Mis libros también dormían en mi regazo, aún fríos por el rocío de la calle. Mi bufanda amarilla resguardaba mi cuello, empapada en mi perfume de fresias.
Tres estaciones pasaron en el momento en que él llegó. No lo esperaba, claro que no. ¿Pero quién espera al destino? Y mi destino, aquella mañana, tenía el pelo largo hasta los hombros, del color de los ríos. Llevaba ropa desgreñada y una guitarra bajo su brazo. Un bohemio, sin dudarlo. De no ser porque me miró directo a los ojos durante el tiempo que duró su paso, no me hubiese fijado en aquel muchacho de piel blanca y mirada perdida.
Pasó por mi lado, rozando mi tapado. Su aroma a cigarro me impregnó la memoria. Se sentó lentamente detrás de mí, con la guitarra en su regazo…
Él:
Dormía menos desde hace un tiempo, por eso llegaba muy temprano a mi trabajo. Pero ese día mi cuerpo dijo: “Ya basta”. Y me sentenció a unas horas más de sueño. Tomé el tren de las seis y cuarto, ese que dicen que viene vacío, pues nadie vive en las horas que yo vivo. De no ser por el color de su bufanda no la hubiese mirado. Nuestros ojos se encontraron al tiempo que el tren pitaba su partida hacia la siguiente estación. Era una universitaria, sin dudarlo. Lo supe por los libros de Cálculo que reposaban en su regazo, y porque cuando me asomé a su vagón observaba su reloj, con el atisbo de un retraso. No pude dejar de mirarla, la belleza de sus ojos exaltó mis sentidos. Y su perfume perforó mis poros, abrazando mi aroma a cigarro. ¿Qué debía hacer? Sentarme detrás de ella y observar su pelo castaño ondulado…
Ella:
Escuché una nota, luego otra y luego otra. Estaba tocando a mi espalda, con su mirada clavada en mi rostro. La melodía era lenta, baja, suave, armoniosa. Cerré mis ojos y aquellas notas recorrieron mi pecho, mi alma. Mi memoria evocó su rostro en el momento que él comenzó a tararear aquellas palabras: “Todo es frágil: tu costumbre de amarme, mi fe, el silencio y la vida que duerme en un vagón de tren. Tu contrato fugaz, la memoria, este hilo de voz, las quimeras que surcan estrechos y este corazón que persigue tu rastro…”
Él:
Observé su perfil, desde la diagonal de mis ojos a su rostro. Recorrí su rostro y memoricé sus modos. Ella notaba que la estaba mirando. Pero me era incontrolable. Vaya a saber qué extraña fuerza hizo que mis dedos se deslizasen inconscientes hacia las cuerdas de mi eterna compañera. Noté que cerró los ojos, como evocando algún recuerdo. Agradable seguramente, pues sonreía hermosa, como un niño cuando le prometen una plaza. Mientras tanto yo susurraba sílabas para ella…
Ella:
Cuando sus dedos cesaron de aquel jugueteo armonioso con sus cuerdas, su recuerdo se borró del interior de mis párpados. Abrí los ojos y observé que nuestro vagón continuaba oscuro y dormido. Ya no estaba desierto. No desde que él había aparecido. Yo miraba hacia el mundo que corría fuera del tren. Veía pasar volando los negocios que alguna vez había visitado. La heladería de mi niñez seguía en su puesto de la esquina, enraizada en la vieja Plaza Italia.
Sabía que me observaba atentamente, que me estudiaba cada ángulo y cada gesto con detenimiento. No me molestaba, me gustaba sentir que sus ojos rozaban mi piel de algún modo…
Él:
Y me quedé sin sílabas ante su sonrisa y los surcos de su mejilla. ¿Qué halagos puedes darle a la perfección? Lo que para mí era la perfección: las líneas de su rostro. Las notas se esfumaron de mis dedos, como las sílabas de mi voz, pero mis ojos continuaban hipnotizados. Miraba atenta a la vida que pasaba allí afuera. Se detenía en cada detalle de aquel barrio. Me enteré que le gustaban los helados, me lo dijeron sus ojos cada vez que un puesto de éstos se cruzaba ante ellos.
La universitaria retrasada volvió a mirar su reloj y a acomodar los libros de su regazo. Supuse que llegaba su estación…
Ella:
Cómo deseaba que se detuviese el reloj que vivía en mi muñeca. Mi estación estaba llegando…
Él:
Se levantó sigilosa, sin ganas. Tomó sus libros y miró al techo, como quien no quiere la cosa. El viento, que corría sin permiso por los vagones, esparció su aroma a fresias por aquel universo de rieles y asientos. Se evaporó tras la pared de aquel vagón.
Y llegó su estación… Y se llevaba con ella a mi amor nacido…
Ella:
¡Qué rápido corre el tiempo! Y eso que solía quejarme de que me pasaba despacio. ¡Qué ironía cuando los sentimientos se unen al tiempo! ¿Acaso no podía romperse el tren en medio del puente que estábamos cruzando? La hora de la despedida imaginaria llegaba y debía irme. Pisé el primer escalón de mi tren, pero mi corazón se detuvo en aquel instante. La película de mi vida sin su aroma a cigarro comenzó a correr por mis ojos, garabateada en mis pupilas. Y no pude descender más escalones…
Él:
Se había ido, arrastrando mis sueños nacidos en aquel vagón. ¿Acaso el amor podía nacer en un vagón de tren? ¿Podía mi corazón crear sueños en tan corto tiempo? Sólo una larga mirada nos unió. ¿De eso se trataba el amor?
La busqué a través del vidrio empañado de mi ventana, pero no había ni un vestigio de sus pasos. Pensé que aquello había sido un sueño, una invención de mi corazón…
Ella:
El tren arrancó, con mis piernas petrificadas en aquel segundo. Y ya no pude bajarme… Nunca quise bajarme a aquel andén. ¿Qué haría ahora? ¿Debía volver?
Y así fue que me asomé…
Él:
Y entonces se asomó. Reapareció tras la pared de aquel vagón. ¡Juro que el corazón me desbordaba de emoción! No podía haberse equivocado de estación. No le faltó tiempo para descender…
Ella:
Y me miró…
Él:
Y la miré…
Ella:
Nuestras miradas se enredaron una con la otra sobre el espacio circundante…
Él:
Y sonreí…
Ella:
Y me sonrió…
Él:
Y entonces nuestro encuentro…
romi
Porquè para ser feliz hace falta no saberlo?