Siempre intento hacer bien mi trabajo. Es lo único que logro
mantener un poco estable en la vida.
Sonrío a las mamás de las nueve cuando entran a disfrutar su
paréntesis de relax, desde que dejan a los niños en clase hasta que abren el
súper. Todos con leche y sacarina, como
siempre. El hombre de las doce en punto lo toma solo y sin azúcar.
Literalmente. Parece perdido y triste: nunca levanta la mirada. Me gusta
ponerle una galletita extra. Las abuelas de las seis piden el chocolate muy espeso
mientras esperan, charlando sin tapujos, que salgan sus nietos. El tipo rubio aborrece
el café, pero yo disimulo porque es su excusa para ligar. A veces consigue
subirse a casa al bollito de turno y deja propina.
Cuando aparecen grupos
de esnobs mantengo la calma, me
acerco con mi libreta y trato de anotar: dos americanos, cortado en taza
grande, un asiático, manchado con sacarina, uno con leche fría, otro largo de
café con doble azucarillo, dos con
hielo, tres en vaso , azúcar no, panela, uno con leche sin lactosa y otro
desnatada… Después, invariablemente, paso la comanda a mi compañera para que sea ella la que se equivoque.
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