Mientras se despiertan sus dedos, rumia que una vez más ha
pecado de ingenuo: las esposas le están torturando las muñecas. Tratar de ser
coherente no siempre es el mejor camino para sobrevivir. Muchos de los compañeros
antitaurinos encadenados a la reja de la plaza han conservado las llaves de los
candados y por las noches se van a cenar y dormir a sus casas. Él, como
siempre, creyó que debía hacerlo de verdad y lanzó la suya a la fuente.
Hace años que su madre repite orgullosa la historia de su
vocación a quien la quiera escuchar. La candidez con la que a los cuatro
añitos, tras preguntar si había que aprender a nadar para pinchar a las
ballenas, había declarado muy serio que sería curador de animales. Alguien
le enseñó entonces que la verdadera palabra que concretaba su sueño era veterinario.
Le pareció la más hermosa del mundo y se apoderó de ella entusiasmado para
responder a todo el que le preguntaba qué quería ser de mayor.
Y lo fue. Por encima de las dificultades de los estudios, de
las zancadillas de los compañeros, de las desilusiones de su profesión, de las
trabas, de la incomprensión, de la maldad humana, de los días de guardia sin descanso, de la
estupidez y el fanatismo, de las modas
sinsentido, de los usurpadores del mundo, de los destructores del planeta, de
la ignorancia cada vez más generalizada. Por encima del precio de las vidas.
Un podenco destartalado de ojos locos y amarillos se acerca
a olerle la pernera del pantalón. Su lengua chorreante le empapa de saliva
espumosa. Sin previo aviso, apresa su pantorrilla rasgando tela y piel. Después
se dirige gruñendo a un grupo de niños que juegan a la pelota.
El corazón se le acelera. Por su mente pasan imágenes de protocolos y cartillas
incompletas por dejadez, por crisis económicas, por recortes de campañas, por
exceso de confianza, por políticas incongruentes, por falta de información, por
bulos sin fundamento. Grita tratando de avisar a los policías que ya apenas
vigilan a los manifestantes, a las madres absortas en sus móviles, a los
chavales ajenos a lo que sucederá. Grita pidiendo ayuda, pidiendo un médico y
suero y vacunas, pidiendo que alguien haga algo, que atrapen al animal, que lo pongan
en cuarentena. Grita tratando de explicar lo que ha pasado y lo que puede
pasar. Grita mientras la sangre hace un charquito junto a su pie y mientras el
miedo instala en su mente la idea irracional de que estando amarrado no podrá
morder a nadie. Grita de rabia y con rabia.
Pero nadie le presta atención. Porque son más apremiantes y fuertes
los alaridos de una niña que ha intentado acariciar al pobre perrito abandonado,
y los últimos aullidos de este cuando algún valiente descerebrado ha creído
acabar con el problema partiéndole el cráneo con un monopatín.
Relato participante en Zenda #historiasdeanimales
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