Desde su ventana, cerrando los ojos, percibía la brisa de salitre. Necesitaba caminar sin acera entre un seto de arizónicas y una carretera frecuentada, cruzar una rotonda corroída de matojos y enfilar una avenida hasta donde la arena se esparcía formando una playa que, a esas horas tan tempranas, sólo ejercía su magnetismo en unas gaviotas.
Fue al punto exacto, se descalzó. Sus piernas estiradas en el preciso lugar donde expiraban las espumas. Se reclinó. Volvió a cerrar los ojos. A veces una ola estiraba la caricia fría hasta la cintura. Desde lo ajeno, vista por un asiático que abriera su tienda de artículos, por un barrendero o un corredor de primera hora, parecía una criatura expelida por las aguas abisales. Una verdad dócil de las profundidades, un misterio arrancado a las algas.
De vez en cuando entreabría los ojos y entre las pestañas, el vuelo de las aves dibujaba rasgaduras en el cielo aún sin sol. Así de manera irremediable, extrañamente sumisa, su mente dejaba de batir problemas y regresaba en calma con furtividad silenciosa.