Soy la palabra que no espera
el ruido que hace hablar a tu silencio
el nudo de la cinta de tu pelo
la mirada que quiere subir a tu marea

El canto de esperanza en el asfalto
los dedos torpes que sueñan con tu espalda
las amarras de un barco encallado
el asesino sin culpa ni redada

Desde mi ventana

Desde mi ventana

miércoles, 29 de abril de 2009

Si te encuentro




"Cuando digo te espero

que conste: te pido revancha"







Sueño cada mañana con tus alas

hermosa mariposa que me atrapa

escapando de la muerte, del cristal

que se rompe donde no debo pisar


Porque te debo más de lo que no me das

quiero culpar y no hay inquisidor

Será que el amor nunca entendió de Adan

y Eva no contó con las agujas del reloj


Porque me debes más de lo que no apostás

me tomaría hasta la molestia en aquel bar

donde vigilaba tu sonrisa y merecías

un beso dulce por cada tontería


En conclusión, no tengo ninguna razón

ni caña ni anzuelo, ni pericia ni teléfono

para llamarte a tu paraíso, y si te encuentro

mejor ni te cuento lo que haría con tu voz

lunes, 27 de abril de 2009

Tan temprano





Empezó tan temprano que ya se hizo tarde

Quiso la cuchara rota o el viento cobarde

dejarte desnuda, pájaro en mano, sin vuelo

Dejarme desnudo, sin abanico y sin pañuelo


Llueve tu risa, cae el domingo como piedra

cansada de rodar como mi mente, seca hiedra

del otoño que no puedo prometer ni jurar

¿a quién pedirle eternidad si no creo en jamás?


Estarás tan hermosa que no me lo vas a decir

No se por qué se maquillan las aves antes de partir

ni cuándo ni cómo golpear tu puerta, que se cierra

queda el umbral sin alas ni susurros: no mientas


Estoy tan cansado que no te quiero contar

ni preguntarle al viento por tierra, ¿será el azar

que nos condena, la vida o las rectas paralelas

sin cruzarse jamás, cambian de lado y de vereda?


Si supieras que guardé hasta tu sombra

debajo de mi cama por si acaso mi luz

te nombra en la penumbra cansada del adiós

No quieran tus manos rastrillar mi alfombra


Aquí digo basta porque ya no alcanza

Que el querube de tus manos incline la balanza

de los tiempos donde la vida es posible y quizás

sea tu hombre, tu pecado, tu manta, tu antifaz

sábado, 25 de abril de 2009

Qué andarás haciendo





Qué andarás haciendo ahora,
hecha una madeja en el sillón,
dibujando constelaciones en los huecos
de los cuadros que aún faltan por colgar.

Qué andarás haciendo ahora,
apagando las luces del salón,
probándote quizá un vestido nuevo,
planeando una huida, ver el mar.

Y yo afilando lunas, perdido en el hotel,
encontrando tus caricias en el neceser.
Y yo buscándote en el espejo azul del baño,
en la ropa cansada del armario.

Qué andarás haciendo ahora,
cansada viendo la televisión,
guardando mi paz y mis retratos,
la costumbre de dormir al lado izquierdo.

Qué andarás haciendo ahora,
maldiciendo la luz, el primer sol,
hermosa con los párpados hinchados,
regando las plantas, todos los recuerdos.

Y yo retirando hojas secas de la cama,
soñándome contigo bajo el agua.
Y yo recordando que olvidé tender la ropa,
preguntándome qué andarás haciendo ahora.







Ismael Serrano





http://www.youtube.com/watch?v=gVbiONrJBJk

viernes, 24 de abril de 2009

Quitarte el antifaz








Que la noche no duela...

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Es imposible no entender tu ruido. ¿Cómo podría no entender, yo, que me he quedado sordo tantas veces? Tantas que algunas noches apenas puedo contarlo, apenas puedo oírlo.

Es tan imposible como quedarse quieto cuando te imagino pasada la medianoche tan cansada, tan triste y tan sola y me veo tan cansado, tan triste y tan solo que no puedo hacer otra cosa que disfrazarme de fantasma e intentar colarme por la hendija de la puerta de tu cuarto, aquella por donde se filtra el último rayo de luz de la noche, y sólo quiero entrar para mirarte cuando duermes y quitarme hasta el ateísmo de encima y creer que otro mundo es posible quizás hasta preguntarle a tu sueño cómo es posible conciliar ese milagro que a mí me cuesta tanto. Debe ser un milagro porque tu hermosura no entiende de razones terrenales, se muere de risa delante de la lluvia y se empapa de indiferencia ante las miradas. Simplemente se deja ser en el espejo de tus ojos marrones, en el manantial de la humedad de tu boca, proporcionalmente preciosa, deseable y pequeña con número de pasaporte propio, sin nombre y con un solo apellido: paraíso; decirte que no sé cuál es el diablo que de repente me trae tu recuerdo y me hace extrañarte en el momento más inoportuno, que es, por definición, ese momento que no es. Pero algo de milagros entiendo, o quizás nada, porque solo tengo anhelos y quizás una absurda esperanza y un incomprensible intento que no se apaga nunca, entonces sólo quisiera entrar por la ventana para decirte que te extraño más que al agua en verano, más que a la almohada cuando tengo sueño, más que a las mariposas que dibujas, más que a la palabra que nunca juraste. Y te vas a reír, porque hasta el más ciego objetaría que no tengo tanta tela para cortar, pero yo extraño la cosa más pequeña, la mirada esquiva detrás del cristal, la sonrisa tímida en una tarde de verano, tu mano decidida, jugando a taparme los ojos y hacerme mirar el mundo sin ellos, como si con los tuyos sobrara, tu boca besándome por sorpresa, las charlas sobre animalitos incomprendidos o quizás, y tal vez lo mejor, la creencia de que a tu lado me sentía como pez en el agua nadando en el mar de la esperanza a corto plazo, esa que no exige demasiado futuro, ni columpio en el jardín ni cenas de salón, sólo esa, pequeña, fugaz y eterna que siente, aunque sea por un segundo, que el sueño vale la pena, que otro mundo es posible, que no hay más calma que ese abrazo incompleto.

Y quizás te rías, pero no me hace ninguna gracia. Porque la noche me duele. La noche es insomnio, la almohada está llena de plumas. Porque no tendría la menor idea de que hacer delante de toda tu persona durmiendo en paz, y yo tan idiota e insomne simplemente parado de pie al borde de tu cama sin saber que hacer. Se me ocurrirían dos mil motivos para estar ahí, desde despertarte como una brisa suave que roce tus labios y te devuelva algo de certeza, de contar esquizofrénicamente cada lunar de tu cuerpo, de aspirar una o quizás quince mil veces el perfume de tu pelo, que es tan poco particular que me encanta, sólo porque lleva tu nombre y porque no sé por qué me encanta y quisiera sentirlo las veinticuatro horas del día.
Quizás hasta sacaría del bolsillo las dos entradas que compré para el cine, al que no pude invitarte o al menos al que no te invité, pero que compré porque pensarte acurrucada durante un rato en mi hombro mirando algo en tu compañía me suponía un evento tan pequeño y gigante como la mano de un bebé durmiendo seguramente igual que vos ahora, preciosa, radiante, en una casa cansada de dar la vuelta a la manzana.


Quizás intento decir que sólo sería bueno entrar en ese cuarto si fuera con entrada, llave y número de contraseña. Para algo se inventaron las puertas, hasta ahí creo que mi nivel de racionalismo es válido. Todo lo demás es un anhelo quizás más válido que las puertas e incluso que las llaves, ni hablar de las cerraduras. La ventana es discutible. Pero no alcanza, y no hay nada más triste. Quizás sí: tu tristeza. Me duele tanto como la mía.

Quizás siendo las dos de la mañana ya sea hora de confesarte que me encantaría que fuera todo exactamente al revés, todo distinto. Quisiera yo cerrar la puerta, dejar una leve hendija de luz entrando por mi ventana, que el sueño me suma y me convierta aunque sea por unas horas en el hombre más hermoso que hayas visto jamás. Porque no sé si lo dije pero eso es lo que pensaba al abrir tu puerta. Y quisiera que me seques hasta la última gota de tristeza que me invade cada noche, que mataras a ésta con un beso, cuatro tiros o dos insultos, esos que nunca pronuncias (al menos con la gente) y me dijeras que sí, que otro mundo es posible, que querés dibujarme quince mariposas en mis hombros, curarme el insomnio, quitarme las ganas de fumar, porque cuando tus labios están cerca no hay otra cosa mejor en el mundo para llevarse a la boca, llevarme a algún café o a tu cama, o a donde fuera, pero lejos de este abismo.

Quizás en ese momento, en ese anhelado momento que ojalá fuera compartido y sin culpables, igual que éste, sólo en ese hermoso momento yo podría despertar y recitarle a la luna:


Dile que la noche ya no duele
que quiero discutir con su boca
Dile que en mi pecho ya no llueve
Que sus labios me secan gota a gota




http://www.youtube.com/watch?v=nOsmVRr7lT0









Ni inocentes ni culpables:
corazones que desbroza el temporal

martes, 21 de abril de 2009

Mañana, tal vez




Quizás sea un anhelo dulce porque nunca sucedió. Quizás el mismo diablo que jura jamás tiene un querube en la vereda de enfrente que siembra esperanza con la mano abierta e inocente, como si no conociera ni por asomo los laberintos que se esconden detrás de una promesa.
Tampoco se trata de una quimera, ni de un sueño, ni de una espera, ni de un pedido, ni de una promesa y quizás ni siquiera se trate de una esperanza: sólo se trata de un anhelo.

Anhelo que veo en las primeras páginas del libro que empiezo por la noche tapado hasta la nariz en mi cama y degusto como si fuera tu boca húmeda; que sueño en mis manos suaves en plena madrugada cuando el alba me mueve el cuerpo sobre la frazada y me incita a levantarme; que siento en mis ojos cargados, llenos y nítidos en el lado izquierdo del espejo del baño, justo enfrente de la puerta cansada; que siento en las piernas que tiritan de frío por el aire que se cuela entre las hendijas de la ventana circular. No deja de ser una lástima que no puedas verlo ni sentirlo.

Y sin embargo no hay tristeza. Tampoco nostalgia. Porque no se puede extrañar lo que podría pasar y no pasó. Entonces la mañana se levanta besando al otoño, cálida, hermosa. La brisa cae suave y bella como una canción de Norah Jones, la cafetera emula al paraíso (aquel que Santo Tomás no pudo ni soñar) y no hay más que echarle delicadamente polvo como si fuera una caricia en la espalda de una mujer y empezar el camino hacia lo que no se sabe.

Fresco el rostro inclinado, tibias las manos abrazando la tasa, húmeda la nariz como si te rozara, dulces los labios como si te besaran emulan tu silueta, sonriente y hermosa, tímida, que no hace otra cosa que sonreírme frente al espejo del desayunador y me hace cantar casi en susurros, como si fuera a despertar a los niños de enfrente: how I wish you were here.

Pero sin dejar caer ni una lágrima porque el deseo no se cumpla.

No por vanidad, tampoco por dejar que la cáscara empañe la fruta: sólo sé que cada noche abriré la ventana, dejaré la puerta abierta, leeré decenas de páginas que te recuerdan, abrigaré mi cuerpo con lo que haya, cerraré los ojos y abrazaré la almohada casi contra la pared como si fuera tu cuerpo tibio con el que jamás dormí y pensaré que pronuncio: hasta mañana, tan por lo bajo que sólo podrías oírlo si me estuvieras escuchando; y lo escucharías tan particular que quizás el eco y sus dudas no te dejen dormir cuando te vayas lejos.

Sólo entonces dejaría que el peso del cuerpo se acomode en la cama y estiraría brazos y piernas emulando ese abrazo anhelado.

Sólo entonces podré dormir como se dice que está bien y podré despertar quizás con tu contrapartida de mi máxima: buen día.

Ayer no. Hoy tampoco. Mañana, tal vez.

jueves, 16 de abril de 2009

Destreza de la esgrima




Allí está. Sentada en la mesa, espontanea, fresca, mirando la tasa de café con leche y espuma en una tarde fresca que promete un otoño apacible. Allí habla, cuenta historias entre risas que se interrumpen con la pitada de un cigarrillo a medio consumir. Sonríe como si lo fueran a prohibir al día siguiente, abre las manos y muestra con esmero las líneas que suponen su camino recorrido, con el orgullo propio de quien transita con convicción, ríe otra vez ante los comentarios que el pronuncia sin escatimar transparencia. Podría no responder nada y en sus gestos podría leer hasta un sordomudo. Sostiene la mirada con firmeza y sinceridad, con unos hermosos ojos llenos, luminosos, transparentes, radiantes aún sin el sol alumbrándolos, como si el cansancio anduviera por una calle paralela a la mirada sin cruzarse ni entrometerse jamás.
Ahora escucha atentamente, porque él está esgrimiendo sus heridas con la confianza de quien entrega el espíritu al curandero. Allí están, una por una con nombre, apellido, fecha y lugar.
Allí están también todos los sueños, los odios, los miedos, los encantos, las debilidades de todos colores, la tristeza de los tiempos, las convicciones que caminan con esqueleto, la mirada perdida, la palabra no dicha al momento justo, la que se fue y la que no se sabe cuándo vuelve. Sigue escuchando y retruca. Su turno. Como si se descalzara, muestra las huellas de cada suela, la tarde se consume como los cigarrillos y el reloj marca la hora de irse.
Se saludan como si se conocieran de toda la vida, con la sonrisa informal en vez de la mano.
Las mismas sonrisas que seguramente seguirán saludándolos.

lunes, 13 de abril de 2009

Caricias ejemplares



Cae la noche y la luna me guiña un ojo, porque conoce cada rincón que se vislumbra en esta habitación donde vos y yo somos los protagonistas del mejor espectáculo jamás visto. Conoce cada contraste entre su luz y tu sombra, entre su luz y tu luz, entre su luz y tu silueta, que se desdibuja cada día y cada noche tan igual pero tan diferente.


Ya oigo murmurando el ruido de las olas mansas después de tanto trabajo, y se acuestan a tu lado para mecerse y mecernos en la noche más bella.
Se colocan y diseminan con total naturalidad, aptas siempre para buscar tu postura, aquella en la que tus mejillas parecieran sonreir, autónomas, eternas, vírgenes, alegres, felices, inmutables, con ese pliegue único que solo puede lograrse con la comisura de tus labios y la suavidad de tu piel.
Sonríen complacientes al mirar tus muslos rozando los míos, enredándolos con habilidad semi-artística y cada vez con un estilo diferente.


Más al fondo aún están las estrellas, que todavía no logré discernir si son espejismos de tu mirada y de tu luz, o si tienen vida propia. Pero ellas hacen caso omiso de mis pensamientos. Ellas buscan competir inútilmente contigo para ver quién ilumina mejor mi pecho, que también podríamos llamar almohada, o refugio, y maldicen celosas cuando entre los retazos de la noche tu pelo y su perfume están acariciando mi abdomen, como si tuvieras cabello ramificado.

Yo también conozco. Yo también dibujo cada noche pequeñas nubes de mi alma en esa espalda suave como el terciopelo que no opone ninguna resistencia a los vaivenes de la yema de mis dedos o a la forma natural que mis labios forman para buscar la combinación perfecta entre la ternura y tu sueño.
También conozco la luz que te ilumina y, como si fuera un prisma, rebota y dibuja las figuras más bellas y perfectas en mi silueta.
También conozco los refugios de tus manos en las mías, o el pliegue de tus senos rozando mi pecho que respira reconfortado.

Conozco todo lo que en ese instante eterno no conoces, solo porque tú duermes


Y yo te miro











(Texto de hace mucho tiempo)

viernes, 10 de abril de 2009

Créeme




Créeme,
cuando te diga que el amor me espanta,
que me derrumbo ante un "te quiero" dulce,
que soy feliz abriendo una trinchera.

Créeme,
cuando me vaya y te nombre en la tarde
viajando en una nube de tus horas,
cuando te incluya entre mis monumentos.

Créeme,
cuando te diga que me voy al viento
de una razón que no permite espera,
cuando te diga: no soy primavera,
si no una tabla sobre un mar violento.

Créeme,
si no me ves y no te digo nada,
si un día me pierdo y no regreso nunca.
Créeme,
que quiero ser machete en plena zafra,
bala feroz al centro del combate.

Créeme,
que mis palomas tienen de arco iris,
lo que mis manos de canciones finas.

Créeme, créeme,
porque así soy
y así no soy de nadie.





Vicente Feliú

martes, 7 de abril de 2009

El lenguaje del silencio





Será que ultimamente no aprendió otro lenguaje que el silencio, ese puñal sin metal que se clava en lo mas profundo del olvido, que a veces se equivoca, pero supongo que debe ser por eso que esta mañana mi boca sangraba. Sangraba a gotas, quizás un tanto secas, como el humo de mi boca cuando dijo “¿vamos?”, y yo no quería que se fuera y como un idiota no respondí, que para el caso significaba lo mismo que responder afirmativamente.
Las gotas caían lentas como la lluvia espesa de verano. Esa lluvia húmeda, cansada y triste que recuerda a los peores días de Macondo. Las gotas eran la forma que tenía mi boca de ponerle palabras a ese silencio convencido que salía de su boca que ahora ni el diablo ni sus fieles sabría encontrarla. Es difícil encontrar una boca que no habla. No se oyen ni melodías, ni susurros, ni anécdotas, ni se huele esa fragancia única e inalienable. El silencio es un ruido insoportable. Tanto que a veces te deja sordo, tan sordo que te quedas mirando el cielo y no encuentras respuestas, y a veces, como esta mañana, ni siquiera encuentras preguntas.
Seguramente será porque últimamente no sé qué buscar ni dónde. Es una ruta sin mapa, sin candados, pero sin dirección. No hay señales de ninguna clase. Tampoco transeuntes, ni líneas amarillas, ni blancas, ni espejo retrovisor, porque no viene nadie detrás. No hay nada más desconcertante que andar sin saber para dónde estás yendo, ni más escalofriante que ser conciente del desahucío que supone ese naufragio.
Las gotas ya se han secado. Ha dejado, como todo dolor, alguna marca. Una leve mancha roja en el lado izquierdo del labio inferior (¿o serán las mordeduras del insomnio?) que el espejo se empeña en seguir mostrando.
¿Y ahora qué? Ahora me quedé sin combustible. La ruta está vacía y la noche, caprichosa y prima hermana del recuerdo, me hace cerrar los ojos. Ni siquiera es voluntario. Los ojos, simplemente, se cierran. Seguramente acompañados del mismo filo, los ojos hablan y se humedecen, porque no sé qué hacen los demás, pero yo recuerdo con los ojos. Los mismos que miran, que anhelan, que desean, que se frustran, que caen rendidos ante una devolución dulce, ante una mirada esquiva y perdida en la servilleta del café donde te hablaba de independencia, o de la voluntad que supone estar vivo, de las exigencias de la existencia.
Por eso ahora lloran, y el pecho, mano derecha de la carne, se agita, tiembla como un niño abandonado y perdido, se estrecha y la piedra angular del silencio corta cada uno de sus lados,el mismo cristal de la copa de vino derramada en aquellos días. Días donde aún quedaba primavera, con ese verano azul que alumbraba la tarde, los parques, los pájaros y los árboles.
Pero aunque el diablo no lo sepa (ni el querube del hombro izquierdo), el pecho tiene sus estaciones. Los ojos también. La sangre también. La boca también.Por eso se secan, se humedecen, pierden las hojas, se agitan, tiemblan, sienten, se acurrucan en una sábana tibia desmejorada y advierten:

No te calles, no te partas en dos, no exijas más de lo prometido, no empañes el recuerdo, no olvides, no esperes. No esperes, porque no te está esperando. No te va a encontrar, sencillamente, porque no te está buscando.

domingo, 5 de abril de 2009

El candelabro de plata - Abelardo Castillo







Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero tratare de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor? ...
– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
– Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . .
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba.
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Dije:
– Pero, ¿Como te enteraste de ellos?
– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunte:
–¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor?
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste:
– Qué vergüenza, señor.
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño.
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto dijo:
–Pero, ¿por qué señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda
su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora
solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona.
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
–¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije:
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
– Por eso.
– Quiere decir...
– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
– Calle usted, señor... –murmuró aterrado.
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:
– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.
– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando:
– No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

La que espera - Abelardo Castillo






LA vida, mi querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona, con esa rara entonación de secreto que le daba a cualquier tontería un matiz de revelación de ultratumba, de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico, pensé al oírlo. Lo que llamamos enfermedad, decía, lo que llamamos locura, son estrategias del cuerpo y de la mente para sobrevivir, para que se cumpla el único designio de la vida, que es continuar viviendo. Oímos que un hombre tose o estornuda y pensamos que está enfermo, cuando lo que en realidad sucede es que su cuerpo está defendiéndose de la enfermedad y, por consiguiente, de la muerte. Con la locura pasa exactamente lo mismo. Vea, si no, este caso. Usted los conoció a los dos, me refiero a los protagonistas. Vivían precisamente allí, en ese viejo caserón de la esquina, el del mirador. Los hermanos Lanari, exacto. Cuando usted se fue de este pueblo ellos ya eran bastante mayores, andarían por los cuarenta años. Ella, Asumpta, era una mujer alta y delgada, usaba el pelo recogido, como las bailarinas. En su juventud había sido muy hermosa, y aunque usted debió de ser un chico en ese tiempo, no puede haberla olvidado. ¿No la tiene muy presente? Entonces no la vio nunca. Vivían los dos solos en esa casa. Quedaron huérfanos en la adolescencia, o un poco después, y ninguno de los dos se casó. Y no por falta de oportunidades, por lo menos no en el caso de ella. Lo sé porque yo fui, durante años, una de esas oportunidades. Es curioso, Castillo. La cercanía física entre hermanos de distinto sexo, cuando se prolonga demasiado en el tiempo, suele producir relaciones equívocas. ¿Qué quiere decir equívocas? Quiere decir relaciones que terminan pareciéndose al matrimonio. Más que al matrimonio al amor. Usted habrá visto que los matrimonios largos y bien avenidos transforman la pasión del amor en una especie de hermandad incestuosa. Con los hermanos pasa al revés. Con esto no quiero sugerir que entre los Lanari hubiera nada anormal, no al menos en ese sentido, aunque Dios sabe que la gente de nuestro pueblo ha hecho ciertos comentarios desagradables al respecto. ¿Por qué? No sé por qué. Supongo que porque ella, Asumpta, era una mujer demasiado hermosa: demasiado mujer, para decirlo de alguna manera. Será un prejuicio, pero uno no se resigna a aceptar que cierto tipo de mujeres pueda prescindir de un hombre, me refiero a un hombre real, no a un hermano. Y no estoy nada seguro de que sea un prejuicio. Hay algo un poco monstruoso en una mujer sola, si es hermosa: algo que no es del todo moral. No ponga esa cara, hombre, siempre imaginé que los literatos eran capaces de comprender cualquier idea. No digo compartir o aceptar, digo comprender. El caso es que ella no se casó nunca y que vivió para él. ¿Cómo era él? Nada del otro mundo. Un sujeto bastante intrascendente. Más bien bajo, sí. Exactamente, con una ceja un poco levantada, a causa de un accidente. Usted sí que es un tipo inesperado, mi amigo: resulta que se acuerda del hermano y no de ella. No tenían demasiados amigos, ni siquiera se puede decir que tuvieran amistades en el sentido social de la palabra. Creo que yo fui una de las personas que más los trató, y eso por mi condición de médico. El era un poco hipocondríaco, pero tenía eso que se llama una salud de hierro. Ella era demasiado delicada, demasiado frágil. Siempre me hizo pensar en un objeto de cristal muy fino. Cuando él tuvo el accidente yo supe de inmediato que algo se había quebrado en la estructura íntima de ese cristal. No, no me refiero al accidente de la ceja, me refiero al del avión. La avioneta, porque fue en una avioneta. El debió viajar a Corrientes, no recuerdo por qué asunto. Me parece que se trataba de una sucesión, algo referido a unos campos que habían sido del padre, no sé bien. El hecho es que hubo una tormenta, la avioneta se perdió en los esteros del Iberá, y lo dieron por muerto.
La historia, en realidad, empieza acá. Venga, sentémonos en ese banco. Me gusta contemplar el río de noche, lo que nos va quedando del río. ¿Se acuerda de lo que era este río cuando usted era chico? Véalo ahora, puro barro y camalotes. Toda esa franja que se ve allá son islotes nuevos, pronto van a ser islas. Cualquier día de éstos vamos a cruzar a la otra costa caminando. Qué le pasó a quién. ¿Al río? ¿Tampoco sabe qué le pasó a nuestro río? Después se lo cuento, ahora siéntese. La avioneta, lo que quedaba de la avioneta, fue localizada unos meses más tarde. El cuerpo no. Pero a nadie le quedó ninguna duda de que él había muerto. Bueno, cuando pasan tres años y un cuerpo no aparece, y de lo que fue un avión sólo se recupera un ala y un pedazo de motor en la copa de un árbol, en los pantanos, uno puede suponer que el piloto ha muerto. Sí, el piloto era él, un buen piloto, si me atengo a lo que oí. Lo raro es que aprendió a volar porque les tenía terror a los aviones; sólo se sentía seguro si manejaba él mismo. No sólo era hipocondríaco, era un poco maniático, más o menos como toda la familia, si quiere que le sea franco. Eso es lo que tal vez explica la ausencia de tres años. Salvo que hubiera perdido la memoria a causa del accidente, cosa en la que no creo. Esas largas amnesias de las películas norteamericanas no ocurren nunca en la vida real, y además yo conversé con él una o dos veces cuando volvió y nunca mencionó nada parecido a una pérdida de memoria. Claro que no había muerto, ¿si no, cómo iba a volver? Se lo dio por muerto, todos creyeron que había muerto. Menos ella, exacto. El va a volver, decía. No sólo decía eso, sino que, durante tres años, hizo exactamente las mismas cosas que había hecho mientras vivieron juntos. ¿Qué cosas? Preparar la mesa para los dos, arreglar el cuarto de su hermano, tener lista su ropa, mantener encendida la estufa a leña de su escritorio, en el invierno. Todo, sí, todo exactamente igual durante tres años. Pero por supuesto que no, ninguna razón: ella no tenía ninguna razón lógica para creer que el hermano podía estar vivo. El no se comunicó nunca con ella, ni por carta ni por teléfono ni de ninguna otra forma. Todo esto lo sé porque en esos tres años nunca dejé de visitar la casa, como sé lo que acabo de decirle sobre la ceremonia diaria de arreglar ella su cuarto o poner dos cubiertos en la mesa. Yo era tal vez uno de los pocos que lo sabía, por lo menos al principio, porque con el correr del tiempo todo llega a saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se imagina o se inventa. De ahí la historia de que ella estaba loca, cuando lo que en realidad sucedía es que venía defendiéndose de la locura desde el mismo día del accidente. Yo hablé con ella, muchas veces. Era una mujer perfectamente normal, y, si no lo era, es sencillamente porque ninguno de nosotros es perfectamente normal, ni usted ni yo ni esa parejita que se está besando en la baranda de la barranca. La normalidad es como el frío, no existe. El frío es un poco más o un poco menos de calor, y la normalidad es un poco más o un poco menos de locura. Ella actuaba de la misma manera en que había actuado desde los veinte años: dependiendo de su hermano, sirviéndolo, viviendo para él. Sí, ya sé. Usted está pensando que cada vez que me refiero a ese hombre lo hago con cierta amargura, usted está pensando que ni siquiera lo nombro, usted está pensando que yo estaba enamorado de ella.
Mi querido señor, no suponga que ha hecho un descubrimiento psicológico mayúsculo. Claro que yo estaba enamorado de ella, y claro que él no me caía demasiado bien, pero ésta no es la historia de mis emociones, como diría un colega suyo. Es la historia de un asesinato.
Veo que por fin reacciona. Percibo que ha dado un pequeño brinco en la oscuridad. Gustavo, se llamaba él. En cuanto a la palabra que lo sobresaltó tal vez sea exacta en el sentido jurídico, pero, en un sentido médico, no describe en absoluto los hechos.
Fue un acto de legítima defensa, por decirlo así. Venga, caminemos hasta la explanada del Hotel de Turismo, ya sé que es un adefesio pero desde ahí arriba el río parece un poco más real, más antiguo. De modo que quiere saber quién fue el muerto, quién mató a quién. Sería interesante que ahora yo le dijera que asesiné al hermano de Asumpta, por celos, cuando él volvió de su viaje misterioso de tres años. Usted pertenece a ese género de personas, usted, permítame que se lo diga, es un poeta romántico que se equivocó de siglo. Lo siento, pero no fue así. Le doy tiempo para que adivine hasta que lleguemos arriba.
No adivinó. O mejor, sí adivinó, pero no tiene ni la más remota idea de las razones que ella tuvo para hacerlo. Sentémonos otra vez. Qué me dice de esa luna. Qué me dice de oír las campanadas de la iglesia y mirar el río, en verano, a la luz de la luna. ¿Sabe que una vez, una sola vez en mi vida, yo pude hacer esto con ella? No me pregunte cómo, pero la convencí de que me acompañara a caminar por la barranca y la traje acá. Creo que esa noche, si me hubiera atrevido... Le voy a dar un consejo, Castillo. Tengo unos cuantos años y sé de lo que hablo. Si le gusta una mujer y no está absolutamente seguro de lo que ella siente por usted, nunca pierda el tiempo en decírselo ni mucho menos en pensar cómo decírselo. Aproveche la primera oportunidad favorable que se le presente y tómela de la mano o bésela, acósela, como se dice ahora. Lo peor que puede pasarle es que ella salga corriendo, que es lo mismo que le va a pasar si le da tiempo a pensarlo. Si esa noche yo la hubiera tomado de la mano, en vez de hablar, tal vez no habría sucedido nada de lo que le estoy contando, Asumpta no estaría donde está y él no habría muerto. Ella lo enterró en el jardín de la casa. Desde acá se ve el lugar, dése vuelta. ¿Ve el paredón donde asoma la magnolia? Bueno, entre la magnolia y la galería. Fue muy poco tiempo después de su regreso. Nadie se dio cuenta de nada hasta que pasaron dos o tres meses. Creo que algunos ni se enteraron de que él había vuelto. Más tarde se descubrió todo, por supuesto, ya le dije que en los pueblos como el nuestro las paredes son transparentes. Pero yo lo supe casi de inmediato, del mismo modo que supe los motivos. Muchos imaginaron que esos hermanos eran algo más que hermanos y que ella lo mató para vengarse de algo que él había hecho durante esos años de ausencia. Qué estupidez. Asumpta, durante esos tres años, vivió esperando que él regresara. No era tanto el querer que volviera como la ceremonia de esperarlo, ¿se da cuenta? La razón de su vida, su cordura, dependían de los ritos inocentes de esa espera. Por eso preparaba todos los días su cuarto, encendía la estufa del escritorio, arreglaba su ropa. Cuando él regresó, ella no dio ninguna muestra de alegría; sí, yo también lo pensé al principio, era como si siempre hubiera sabido que él volvería. Pero sobre todo era que no podía alegrarse: la presencia del hermano rompía por última vez el precario equilibrio de su cordura. La primera vez fue su desaparición; la segunda, su regreso. Ella ya no lo soportó. Durante tres años, piense bien en esto, durante más de mil días y mil noches, ella protegió su razón con esa espera. Lo mató para no enloquecer, para seguir esperando. Después volvió a preparar su cuarto, puso todos los días dos cubiertos en la mesa, siguió cambiando con amor las sábanas de su cama. Y si nadie se hubiera enterado de lo que pasó, aún hoy lo seguiría haciendo. Ella todavía vive, naturalmente. ¿Dónde está? Por favor, Castillo, ¿dónde quiere que esté?
Desde acá el río se ve mejor, ya se lo dije; pero sólo porque es de noche. Uno de esos locos que andan sueltos cavó una zanja en una de las islas para hacer un embarcadero, creo que con la intención de construir un hotel como éste. No contó con que el río tiene sus leyes. Las correntadas abrieron un canal, arrasaron la isla, y ahora el río deposita la tierra y el limo de este lado, dijo en voz baja el doctor Cardona.

Miran al cielo y piden un deseo

Miran al cielo y piden un deseo

contigo la noche más bella

Amores imposibles que escriben en canciones

el trazo de una estrella

Cartas que nunca se envían, botellas que brillan

en el mar del olvido

Nunca dejes de buscarme, la excusa más cobarde

es culpar al destino

viernes, 3 de abril de 2009

Tan cerca

Te has ido tan cerca que no te pude ver

pasan las horas, ya tengo listo el café

suenan los acordes, una vieja melodía

ronda tu pelo como en aquellos días


Tengo las cartas, las manos marcadas

la luna apagó los atajos, se cansó el reloj

mi cuchillo no se anima y no sé qué redada

maldecir si ya no queda rastro bajo el sol


Marzo se ha ido más seco que lluvioso

perdona si me pongo tan celoso

de la noche y del canto que te duerme

es que a estas horas mis sábanas mueren


Yo intentaré sonreir con menos odio

más a menudo, quizás, y si me pongo caprichoso

de tus besos y tus ojos, ¿qué le voy a hacer?

nunca supe bailar sin chocarme con tus pies