Cuando llegaban los primeros días de invierno comenzaban a vigilarla
bien de cerca. Es que ya tenían experiencia en eso de sus
estropicios. Por eso, cuando regresaba del colegio, la madre le pedía
que la ayude con la cocina para que se entretenga y no piense en
mishigás locuras. A ella le gustaba estar entre las
ollas, aprendió todos los secretos del arte culinario. Luego,
después del almuerzo, leía todo lo que le pusieran delante.
Pero de vez en cuando, si alguna de las historias de Scholem Aleijem
no la atrapaba, miraba hacia fuera y adivinaba en el color azul del
cielo la tierra helada del patio que esperaba. Una tarde escapó de
la vigilancia y lo volvió a hacer. Fue hasta la canilla del extremo
del enorme patio y dejó que el chorro de agua cayera y fuera
anegando toda la superficie. Paciente, esperó un par de horas y supo
que ya estaba lista su pista de patinaje casera. Mattla se calzó los
patines y comenzó a dar vueltas por el patio. Resbaló la madre
cuando fue a tender la ropa, enojada y sorprendida le prometió a
gritos el castigo nocturno. Resbaló la abuela y riendo sentada en el
hielo acompañó con risas las idas y venidas de la nieta. Llegó el
padre y no resbaló por poco, pero sí el caballo que quedó abierto
de patas tendido en el piso. Cada invierno era lo mismo.
Mattla me contó
que iba al colegio con otras niñas y niños. Estudiaban aritmética,
lectura y tareas manuales. Los niños aprendían a trabajar la
madera, el cobre, el hierro. Aprendían los rudimentos de la mecánica
y de la construcción. Las niñas aprendían costura, cocina y se
preparaban para ser buenas esposas y madres. Había una aparente
tranquilidad en las calles de Kishinev, aunque la sombra de los
progroms sobrevolaba los relatos de los mayores y se hacía terror en
algún grito aislado cuando salían del schule.
La infancia de Mattla fue inolvidable, como inolvidable fue el fin de
esos días invernales de hielo que en verano eran río y limonadas.
Ella recordaba humo en el cielo, miedo en sus padres, en los vecinos,
en todo el barrio. Recuerda como llenaron rápidamente un par de
baúles, a su padre llegando a casa y decir con voz entrecortada que
los soldados habían incendiado su fábrica. Rivca, su hermana menor,
agarra todas las muñecas que puede y las intenta guardar en uno de
los arcones, pero no hay lugar para todas, y la abuela le dice que
tiene que elegir solo a una. Rivca llora, cada una de las muñecas
tiene nombre, tiene una historia, algunas se portan mal pero la
acompañan por la noche, en cambio hay otras que son hermosas, buenas
y aplicadas, pero que prefieren quedarse en su casa de muñecas
ajenas a los terrores nocturnos. Rivca tiene que elegir solo a una de
ellas. Como muchas madres tuvieron que elegir años después en esa
Europa que siempre tuvo algo de sádica. Rivca se queda con Anna, una
muñeca de patas largas que siempre estuvo con ella desde pequeña y
que soportó junto a ella aquella pesadilla del alud de nieve.
La familia partió de Kishinev tres días después del saqueo a la
fábrica, cruzaron el océano y bajaron en el puerto de Buenos Aires.
Y Jamás volvieron a Europa.
* * *
Tengo algo escrito por ahí de los años de Mattla, la Bobe, en
Buenos Aires. De como conoció al Zeide y de la vida que llevaron
juntos en Loncopué y en Zapala donde nació mi vieja. Y después la
tragedia que transforma y desfigura a esa familia para siempre.
Hoy se cumplen cien años del nacimiento de la Bobe. Un ser infinito
porque ocupa todos mis años y porque su presencia es constante cada
día. Ella me quiso con tanta intensidad, que todavía ahora mientras
escribo, me siento colmado de algo que solo puede ser amor. Ya dije
por ahí que me dio un poquito de Idish y el amor a los libros. Que
me regaló la primera bici y la segunda también. Que me llevaba a
las clases de natación que terminaban con un comentario de aliento y
una coca cola. Y las tortas de cumpleaños y la mesa arreglada de los
domingos. Y los almuerzos donde mi zeide y yo oíamos como discutía
con su archienemiga Mirtha Legrand.
Y pasan los días y ella sigue gigante, con su ateísmo, con su
militancia, con la esperanza de un mundo mejor y socialista.
Vos sabés, Bobe, esto es por el cien, por el aniversario con forma
de número redondo.
Vos sabés que no hace falta mientras cada noche sigas viniendo a
darme tu beso.
Me gusta, Germán. Lo de tirado en medio de la cancha era un cuento al final..
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ResponderEliminarmuy bueno!! Cantidad de recuerdos inolvidables!!
ResponderEliminarMe conmueve la lectura de este relato tan bien escrito y llena, en alguna medida, los conocimientos sobre nuestra familia, en mi caso, sobre la vida de las tías maternas, tan queridas por mi.
EliminarHermoso Germán!! Te recuerdo vividamente, trabajábamos con tu mamá en el consultorio, pero te cuento, que nunca, jamás, ví al amor tan encarnado, cómo en esa parejita de abuelos, que infaltableme, traían la vianda para su hija, el tiempo, quedaba suspendido..y la estela de amor que dejaban, flotaba hasta su próxima visita. Admirables!!! Un orgullo haberlos conocido
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