Prólogo al libro
De Varíkino a Peredélkino
de Rossana Zaera
(Malabaria, 2020)
Estoy
solo. Es de noche, una noche de principios de febrero, después de la tormenta
de verano (aquí, en el sur del hemisferio sur, como se sabe, febrero es mes de
las postrimerías del verano, lluvioso y más fresco que en los meses estivales
anteriores, ya casi otoñal). Acabo de asomarme al patio de la casa de mi
infancia: por el cielo, hacia el norte, va la luna, en su deriva al oeste,
entre nubes que se cierran y se abren, y que al abrirse crean una aureola
azulada alrededor del astro. Fumo, bebo un vaso de vodka y escucho viejas
canciones rusas, del tiempo de la Segunda Guerra, la Gran Guerra Patria, como
se la recuerda en Rusia, lo mismo que hago casi todas las noches en los últimos
años. Esta noche, tan parecida a otras, sin embargo, es diferente, única: acabo
de leer los textos y de contemplar las imágenes del libro De Varíkino a Peredélkino, de Rossana Zaera.
La
vida es muy extraña, y la poesía y el arte no son menos extraños, como lo son
estas afinidades entre personas que jamás se han visto ni han hablado, entre
las cuales hay un océano de por medio, y no obstante están unidas por un
vínculo tan misterioso y entrañable como seres de distintos siglos que soñaran
un mismo sueño.
Hace
un lustro (se me perdone la digresión personal, pero tiene que ver con el
origen de estas páginas), pasaba mis noches “de claro en claro” y mis días “de
turbio en turbio”, en el período más amargo que me tocó vivir, traduciendo, noche
tras noche, los poemas del último
libro de Pasternak, y los poemas de los últimos años de Esenin, acompañado en
mi tarea por estas mismas canciones rusas, en especial aquellas de Bulat
Okudyava, hermosas y melancólicas, por la pipa y por alguna botella de vodka o
de gin. Me iba a dormir cuando aparecía la luz en las ventanas. Estaba atravesando
una grave “depresión”, según la terminología clínica al uso, o más bien en el
fondo de ella, pero entonces lo ignoraba. Los sorbos de la bebida blanca, la
música, el tabaco y, sobre todo, esa artesanía minuciosa, esforzada y algo
escéptica de la traducción —escéptica, digo, porque, como sentenció con
justicia Robert Frost, “poesía es lo que se pierde en una traducción”— eran
todo mi consuelo en la desdicha. Entre esas versiones, realizadas por puro
gusto y pura desesperación, traduje también el poema “Noche de invierno”, de la
colección poética de Yuri Zhivago, aunque no formaba parte de Cuando aclara (Когда разгулятся),
el libro de Pasternak que me había propuesto traducir íntegramente. Salvando
todo tipo de distancias, creo que sentía alguna equivalencia entre esa noche
invernal pasternakeana y la que estaba viviendo: la soledad poblada de
ausencias, la tormenta de la historia que azotaba en los postigos y,
especialmente, esa humilde y temblorosa vela que ardía en la oscuridad, que
para mí, a falta del amor, era la de la poesía. Estoy seguro, ahora, de que la
traducción de estos poetas rusos durante aquellas largas noches de sorda
angustia —pero era feliz traduciendo—, fue para mí literalmente salvadora.
Tiempo
después, ya convaleciente, publiqué un puñado de esas traducciones en la
revista española “Clarín” y en la revista argentina “Hablar de poesía”, y
recibí la propuesta de la editorial valenciana Pre-Textos de publicar la
traducción del libro de Pasternak. Fue por entonces también que, a propósito de
una de aquellas publicaciones, me llegó la primera carta de Rossana Zaera,
comentándome de su emoción al leer la versión de “Noche de invierno”, y luego
la correspondencia prosiguió sobre la estela luminosa de aquella vela nocturna,
en torno de la compartida devoción por la obra de Pasternak.
Hace
un par de meses, cuando me encontraba en la tarea de revisión de aquellas
traducciones y de preparación del estudio preliminar de su edición, recibí otra
carta suya: me invitaba a redactar el prólogo para la exposición de su obra
gráfica “De Varikino a Peredélkino”. Dudé, temeroso de no estar a la altura de
su invitación, ya que lo ignoro todo sobre la técnica de la composición
artística gráfica y fotográfica, sobre la cual no podría decir nada útil ni
esclarecedor, pero finalmente acepté. Esta noche, luego de leer sus textos
sobre los antecedentes de la obra y su viaje a Peredélkino, y de ver sus
imágenes, me alegro y me felicito de haber aceptado, y me repito las palabras
del maestro: “Algo, que ciertamente no se nombra / con la palabra azar, rige estas cosas”.
Lo
diré sin vueltas, y sin pudor: terminé de leer el relato autobiográfico que
precede a la obra, así como la crónica de su visita a la casa y a la tumba de
Pasternak, y de contemplar con “delectación morosa” sus estampas, literalmente
conmovido, con un nudo en la garganta y los ojos empañados de lágrimas. Esta
obra de Rossana Zaera me reveló algo que siempre he sabido, pero que recién
ahora se me presentó a la conciencia con tal claridad: el arte se justifica a
sí mismo, en tanto arte, por sí mismo, por su resultado, pero lo que conduce a
él, lo que hace que el artista bregue días y noches por su logro, es otra cosa,
una cosa tal vez inasible por definición, algo que ha quedado sin respuesta en
su vida, algo que no puede hallar respuesta en una fe religiosa, ni en una
doctrina filosófica, ni en una teoría científica: es esa cosa sin respuesta la
que lo lleva a la búsqueda, una búsqueda menos regida por la fuerza de la
voluntad que por el imperio de la necesidad. Otro maestro, Antonio Machado, de
algún modo, a su modo, lo dijo: “—¿Mas el arte?... / —Es puro juego, / que es
igual a pura vida, / que es igual a puro fuego. / Veréis el ascua encendida.”
También Boris Pasternak lo dice, en su poema “Noche” (“Ночь”), el primero que traduje de su libro (una vez más:
“Algo, que ciertamente no se nombra…”):
Y
allá, en un resplandor de lejanías,
Hay
quien no puede conciliar el sueño
En
la antigua buhardilla
Recubierta
de tejas.
Él
contempla el planeta
Como
si el firmamento
Fuese
el único objeto
Del
afán de sus noches.
No
te adormezcas, no duermas, trabaja,
No
hagas un alto en tu tarea,
No
duermas, lucha contra el sueño,
Lo
mismo que el piloto, o que la estrella.
No
duermas, artista, no duermas,
No
te entregues al sueño.
Que
de lo eterno tú eres el rehén
En
la prisión del tiempo.
El
viaje de Rossana Zaera “de Varikino a Peredélkino” es, evidentemente, un viaje de
naturaleza religiosa, aunque no se presente como tal, una auténtica
peregrinación. En primer lugar, con la misma evidencia, un viaje en busca del
padre, a quien ella quiso salvar, como nos refiere en su hermosa y conmovedora
rememoración de infancia, y no pudo, y a quien buscó durante años en los
cajones de su escritorio, en las anotaciones de sus cuadernos, en las letras y
en las palabras manuscritas en alfabeto cirílico, como quien rastrea indicios,
signos jeroglíficos, de su presencia en los restos que quedaron de su vida. Y
lo siguió buscando en sueños, en esa otra dimensión secreta de la propia existencia,
donde vida y muerte diluyen sus fronteras, e incluso lo siguió buscando en la
teoría cuántica del universo, que le ofreció la clave para esta búsqueda
ulterior, la de su arte.
Esta
travesía espiritual y artística tiene tres etapas. La primera, existencial, es
la que la artista refiere en el texto “En un universo paralelo”. La segunda, su
inmersión en la atmósfera del poema “Noche de invierno” (“Зимняя ночь”),
entre otras páginas de Pasternak, un íntimo ensimismamiento, que transfigura
las imágenes de aquella estancia nocturna del Doctor Zhivago, del poema “Cae la
nieve” (“Снег идет”), etc., en trazos a la vez muy concretos y corpóreos, casi
tangibles, y a la vez muy sutiles, fluidos y esfumados, justamente como esas nítidas
visiones oníricas que se velan al despertar, sin perder su poder de sugestión.
Viendo las tintas del capítulo “Varikino”, volvieron a mi memoria, vagamente,
las tonalidades difuminadas de algunas películas de Andrei Tarkovski, en
especial Nostalgia y El Sacrificio, con cuyo espíritu, plasticidad
y tempo —tal vez me equivoque— creo
que esta obra guarda una entrañable familiaridad.
La
tercera etapa es el viaje, finalmente cumplido, a Peredélkino, donde Pasternak
vivió y escribió en sus últimos años, donde murió y donde está enterrado. El
registro de esa experiencia se encuentra en las fotografías incluidas en los
capítulos “Peredélkino” y “Entrelazamientos”. Si Rusia se muestra como una
suerte de patria alternativa del padre de la artista (ésta en sus sueños de la
niñez localizaba en Rusia una familia paralela a la suya), el viaje a
Peredélkino adquiere la significación de un reencuentro con el padre, quien ha
encarnado en el alter ego del poeta ruso, Zhivago. Si el artista, como escribió
Pasternak en el fragmento antes citado, es un rehén de la eternidad aprisionado
en la temporalidad, lo que explora esta obra de Zaera es el rescate de sí misma
de esa reclusión, para acceder al dominio en el que, como en los sueños, tanto
las distancias espaciales como el curso lineal e inexorable del tiempo forman
un meandro “donde todas las aguas se encuentran”, donde vivos y muertos
coexisten (recuerdo ahora unos versos de mi propio padre, Alejandro Nicotra,
una elegía: “La poesía, como el ángel / de Rilke, no distingue / entre vivos y
muertos”). Para internarse en ese territorio prohibido a la existencia lleva un
hilo dorado, un hilo de Ariadna, la cámara fotográfica de su padre, con la que
capta imágenes de ese trayecto. Al regreso de su viaje, cuando revela las
fotografías tomadas con la vieja cámara analógica, encuentra que las imágenes
han quedado superpuestas. Rossana no lo dice, pero cabe pensar que lo que se ha
superpuesto no son sólo estampas del espacio, sino del tiempo: allí está la
mirada de la artista, que las ha captado, y de su mano, que presionó el
disparador, pero están también la mirada y la mano de Francisco Zaera, su padre.
“Algo inmortal hay en nosotros que quisiera
morir con lo que muere”, escribió Machado en una carta a Miguel de Unamuno,
luego de perder a su adorada Leonor: también Rossana Zaera quiso morir cuando
perdió a su padre. Como el legendario pastor tracio citarista, ella ha cumplido
ahora este viaje, luego de años, para rescatarlo de la muerte, como intentó
hacerlo de niña, para reunirse con él, a través de su arte. Hay un poema del
México antiguo, en lengua náhuatl, “Principio de los cantos”, en el que se relata la travesía de un poeta en busca de
las flores (“flores” y “poemas”, en la literatura azteca, eran lo mismo), a la
región “de donde todos vienen” y a donde todos van, donde el rocío no se esfuma
de la hierba cuando lo roza el sol: es decir, un viaje iniciático hacia el
lugar eterno en que la poesía se origina y florece. Cuando regresa de su
excursión, el poeta se lamenta de que no todos puedan ir allá, no todos puedan
adentrarse en la Tierra Florida, porque es allí donde se encuentra “la
verdadera vida”. Rossana Zaera nos dice que, entre los papeles de su padre, halló
un pequeño recuadro de revista, recortado por él, con un proverbio árabe: “Siempre
queda algo de perfume en la mano que da rosas”. En estas flores recogidas por
ella en su viaje de Varikino a Peredélkino he sentido ese perfume, y lo
sentirán también, sin duda, quienes se acerquen a este bello ramillete reunido
en su obra. Allí están, en ese aroma transformado en sugerentes, inolvidables
imágenes, el espíritu de su padre, el de Pasternak y el de la artista.
Pablo
Anadón
Villa
Dolores (Córdoba, Argentina)
9 de febrero, 2020