— ¿Cómo murió Miguelito Ureña?... Voy a contarlo: murió ahogado.
—Pero... ¡si Miguelito Ureña sabía nadar!...
Junto a un pedazo de cielo dormido en el lecho del río, con los ojos suplicantes prendidos de una quimera y las manos temblorosas apretujando una caña de bambú, vivía muriéndose de tristeza el pescador de barbudos1.
El pescador de barbudos se llamaba Miguelillo Ureña, y Miguelillo Ureña que aún no caminaba la legua de los quince, se había enamorado hasta las lágrimas de una muchacha cinco años mayor que él: Rita Camacho, que vivía del otro lado del río, frente a la poza, detrás de los bambúes orilleros.
Rita Camacho, quien en aquellos últimos años, como por encantamiento, se había transformado en algo muy parecido a un apretado racimo de naranjas de las mejores.
Desde aquí, muerto de sed, el pescador de barbudos miraba y miraba, por entre los vacíos de los bambúes, cómo la Rita Camacho iba y venía en sus quehaceres, desafiando con sus ondulaciones las ondulaciones de las nubes.
A veces las nubes eran osos blancos sumergidos en el río, a veces eran dragones de la tarde, y Miguelillo se quedaba prendido en sus escamas de oro, terminando por dormirse agarrado a su caña de bambú.
La noche le abría los párpados, con las puntas de las estrellas.
Al día siguiente se repetían todas las cosas: la mansedumbre del agua, los sauces mirándose en el río, el secreteo de los bambúes, el silencio de las piedras, la navegación de las hojas amarillas, los osos y los dragones.
De tarde en tarde, Rita Camacho bajaba al río a llenar su tinaja, y entonces el corazón del pescador sonaba como una tambora.
— ¡Hola, Miguelillo! ¿Has pescao mucho?
—Así, así. Ahí va pa usté el más grande.
Y a los pies de la muchacha caía lo mejor de su pesca. Así habría querido también arrojar su corazón, grande y deshojándose como una chira2 de plátano.
Pasaban los días y la tortura no pasaba. Miguelillo Ureña, siempre junto a la poza del río, con el alma prendida de los hilos de una mirada amorosa, blasfemaba y sufría, tirando piedras en la mitad del remanso.
Piedras que originaban círculos concéntricos que crecían muriéndose, silenciosos, lo mismo que quien no tiene a nadie a quien contarle sus angustias.
Una tarde llena de humo de sol, llegó Rita Camacho a la orilla del río meciendo el racimo jugoso de su cuerpo y, enseñando al sonreír sus dientes como el velloncito blanco de los cuajiniquiles3, preguntó a Miguelillo con ingrata coquetería:
— ¿Te gustó?
El pescador de barbudos habría querido contestarle:
“¿Que si me gusta?...Pero, ¿no ve usted que me estoy muriendo, poquito a poco por su culpa?... ¿Qué estoy a punto de echarme a llorar? Pero, ¿no sabe usted que cuando un muchacho de mi edad se enamora así, de una mujer toda hecha, llora y maldice y blasfema como una montaña ardiendo?”
Y nada dijo. Bajó la cabeza como con vergüenza y se atrevió a sonreír un poquito.
Un poquito apenas.
—Adiós, Miguelillo. Ahí te dejo con tus barbudos.
Y Rita Camacho se fue, llevándose, para doble martirio, su reflejo en el agua de la poza.
“¡Como la quiero!...”
Habría deseado también suplicarle:
“Espéreme usted. Dentro de cinco años, tendré veinte...
¡Esperar cinco años! —se dolió—. Sí. ¡Esperaré cinco años! ¡Mil años, si fuera necesario!... Entretanto tengo que trabajar. Pero, si trabajo, ¿quién la mira?...
¡Cuántas ganas sintió de no quererla, para volver a ser feliz!
Una noche calentita, Miguelillo, estirándose para crecer pronto, se quedó dormido en la hamaca de su casa. Entonces se le repitió el sueño disparatado que había sufrido otra noche:
Bailaban los sauces y los bambúes, y las piedras grises del río jugaban con aros de agua. A veces pasaba Rita sin tocar el suelo. Luego, las nubes borraban la casa y todo desaparecía; menos aquello, lo único que era verdad, porque todo era falso: el río, los árboles, la casa, menos el amor…
Después, aquella casa. La casa de Rita surgía de nuevo y era una casa de cartón con las puertas de papel. ¡Qué fácil era romper aquella puerta!
Miguelillo quiso correr a romperla, pero estaba sembrado en la tierra y cada dedo de sus manos se prolongaba en una caña de bambú, delgada, nudosa y amarilla.
Para llegar hasta Rita Camacho, había un camino, largo como un siglo.
Miguelillo despertó.
Le vino un deseo incontenible de correr a la orilla del río, para mirar aunque no fuera más que eso, la puerta cerrada de aquella casa, en donde se había alojado todo su mundo interior.
Dio un salto y salió corriendo cuesta abajo, quebrando ramas como un huracán.
Se abrió campo entre los bambúes y vio a Rita Camacho.
Vio a Rita Camacho...y vio algo más. Vio que alguien la besaba...Un guapo del lugar. Nada menos que Juan Ramón Santana.
¡Fue un beso que no terminó jamás!...
Inmensos aros de agua. Circunferencias luminosas que se extendieron turbulentas...
Enormes, como una pasión... Luego... el eterno silencio de las piedras. Los bambúes hablando en secreto. El arrullo encubridor del agua. La constante navegación de hojas. Y la noche llena de limaduras de estrellas.
1 pequeños peces de río.
2 espatas del plátano, de color rojizo y forma de corazón
3 semillas del árbol cuajiniquil, las cuales están envueltas en una pulpa muy blanca, dulce y aterciopelada
[Cuentos de angustias y paisajes, CARLOS SALAZAR HERRERA]
Qué hermosa prosa poética, Chaly. No conocía a este autor, gracias por darlo a conocer.
ResponderEliminarUn beso.
Los amores nacientes, dolorosos e inolvidables.
ResponderEliminarUn beso