'Fantasmas'
Joe Hill.
Trad. De Laura Vidal. Santilla Ediciones Generales,Madrid, 2008. 405 páginas.
El título original de este libro, 20th Century Ghosts, es infinitamente más sugestivo e interesante que el de Fantasmas, tan genérico que termina limitando su contenido. Uno de los problemas mayores del libro está en la industria editorial que sigue siendo la que decide los géneros y que hará que sea ignorado en círculos literarios porque, en fin, no es un gran lanzamiento de prestigio (si uno destinado a hacer una carrera meridianamente exitosa en bolsillo). Algo de culpa tiene el autor, porque le ha tocado ser el hijo de Stephen King y, sobretodo, porque escribió una primera novela ingenua, aquí traducida bajo el nombre de El Traje del Muerto (Heart-Shaped Box en el expresivo y fiel título original) con los peores tics de su padre y otros sacados de un romanticismo metal ingenuo y aburridísimo.
José Luis Guarner estuvo especialmente inspirado cuando escribió su reseña de Blue Velvet (1986) y calificó a David Lynch como un Buñuel de supermercado. Así podríamos describir a Joe Hill: un Borges grindhouse y un escritor, por lo tanto, con obvios precedentes en el trabajo de Robert Coover, Quim Monzó y Donald Barthelme. Sin embargo, comete Hill errores que sus maestros han sabido subsanar. Aunque centrémonos en sus mejores relatos:
En Un Fantasma del Siglo XX, reescribe cuentos como El Aleph, en clave fantasmal y cinéfila y bautiza al mismo Aleph borgiano como el Rosebud, un espectro que permite acceder al centro de las películas, de casi todas. Un gesto inspiradísimo que le sirve para coser una rarísima historia de desamor y un tronchante desarrollo de personajes, con la historia del cine clásico de fondo. En Último Aliento, un cuento que se diría escrito por Ray Bradbury, da paso a un divertido ejercicio metaliterario cuando un coleccionista de "últimos alientos" se revela admirador de la obra de Edgar Allan Poe y Roald Dahl: una metáfora formidable del proceso creativo de Hill, que no se olvida de la importancia de Poe en términsos narrativos y de construcción, ni de Dahl y su humor negrísimo que recorre toda su obra cuentística. O La Ley de la Gravedad, en la que los relatos de Bernard Malamud, maestro de Saul Bellow y Philip Roth y puntal de la narrativa judeoamericana, se ven distorsionados por elementos levemente surreales y poéticos para narrar una historia con una expresividad genuina, sin recurrir a los sencillos esquemas del realismo mágico. Y, quizá, en el mejor relato de este libro, Bobby Conroy vuelve de entre los muertos, Hill demuestra contemporaneidad afterpop: en medio del rodaje de El Amanecer de los Muertos (1979, George A. Romero) cima del zombie como animal político, un zombie maquillado se encuentra con su ex novia. El desconcertante y el divertidísimo final revela que Hill es capaz de construir sus historias en el resbaladizo y carismático terreno de la cultura pop, pero no en sus lugares más emblemáticos (como hacía Coover con sus relatos a costa de cine clásico emblemático como Casablanca o cineastas reconocidos como Antonioni), sino en sus terrenos de culto que exigen cierta perspectiva y complicidad que se intuye heredada de su padre, pero también de la posmodernidad cinematográfica, puesto que el relato puede entenderse como una hábil prolongación de El regreso de los muertos vivientes (Dan O'Bannon, 1985) otra película que construía su ficción en el supuesto de que hubiera algo más en las propias películas de George A. Romero.
En sus peores momentos, Hill hace versiones demasiado serias o poco novedosas de Kafka, o de la novela gótica, parodiada en Hijos de Abraham a la manera que Barthelme/Monzó deconstruían los cuentos de hadas y los relatos de aventuras. Sin embargo, en La capa usa el mismo procedimiento monzoniano (la dislocación de mitos populares) con singular éxito, convirtiéndose en un tronchante relato superheroico a medio camino entre el hallazgo subjetivo del narrador y la parodia logradísima en la que el autor aisla un elemento más reconocible para introducir una vuelta de tuerca (tronchante) al final del cuento.
Hay momentos más sentimentales (como El árbol o La máquina de Sherezade) que dan una cohesión extraña al libro, y algunas descripciones poco afortunadas ("Tenía una cara con forma de corazón y ojos de color azul pálido") y otras que delatan la sensibilidad de su autor ("Tenía las orejas puntiagudas como el Dr. Spock o Bela Lugosi").
Este es un libro entretenido, con relatos hábiles y con una sensibilidad genuinamente generacional: la pregunta es si Hill podrá seguir coleccionando muertos en pleno siglo XXI. Con el pasado ya lo ha hecho.