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viernes, 30 de octubre de 2015

El 95% de las mamás se sienten juzgadas...

... Y el 5% restante, a las que nos importa un bledo la opinión de los demás, resistimos como podemos.
No sé si os acordáis del anuncio de Similac del año pasado. Sí, ese que llamaba a la paz y a la tolerancia, que enseñaba un muestrario variopinto de mamás y papás recriminándose los unos a los otros por la forma de crianza elegida, y al final un carrito con el bebé dentro rodaba pendiente abajo y todos se echaban detrás, para mostrarnos que a pesar de las diferencias todos queremos lo mejor para nuestros hijos. Recuerdo que las redes sociales se inundaron de alabanzas, qué bien, qué bonito, qué cierto. En realidad, estaba muy bien montado y había que verlo unas cuantas veces antes de darse cuenta de que bajo la pátina de tolerancia, el mensaje estaba claro: las mamás que daban el pecho eran unas dejadas que iban en chándal y se tapaban para amamantar, para no ofender al prójimo, en neto contraste con las mamás de biberón, impecablemente peinadas y enfundadas en arregladísimos trajes de ejecutivas; las primeras hablaban de lo duro y doloroso que era dar el pecho, mientras las segundas se erguían en pos de mujeres modernas y liberadas.
Bueno, pues este año han afinado un poco el tiro, y el nuevo anuncio es sin duda más sutil. Esta vez, la lactancia no se presenta como una elección personal, pues las mamás que no amamantan han tenido historias muy tristes (una ha conseguido superar un cáncer y la otra dio a luz a mellizos prematuros que estuvieron a punto de morir; un abrazo muy fuerte a todas las mamás que han pasado por trances de este tipo, y dicho sea de paso, me parece bastante poco ético frivolizar de esta manera con vivencias tan duras) Sin embargo, el mensaje de fondo sigue siendo el mismo: no juzgar, no opinar, todo es bueno y bonito, todas las opciones son igual de respetables, todas somos buenas madres. Otra vez, el anuncio corre como la pólvora por doquier, compartido sin cesar junto a los llamamientos al respeto y a la tolerancia.
Llamadme cínica, y sé que después de escribir esto perderé unos cuantos seguidores, pero personalmente, estas campañas me crispan los nervios. Para empezar, el que sea una multinacional productora de leche de fórmula la que se dedica a difundir estos mensajes me parece bastante insultante. Dicen que lo importante es el mensaje, y da igual de dónde proceda, pues me temo que no, no da igual, porque el simple hecho de que sea una empresa la que lo hace, deja bastante claro que el fin último no es la paz mundial, sino comercializar sus productos y aumentar las ventas. Cuando a Oliviero Toscani se le ocurrió sacar fotos de condenados a muerte o de enfermos de SIDA en fase terminal para las campañas de Benetton, le llovieron las críticas.
En segundo lugar, estos anuncios rezuman cierto paternalismo, al estilo vamos a enseñar a estas mamás ignorantes a empatizar un poco. Será que tengo cierto ramalazo talibán, o mejor dicho, soy de empatía selectiva, pero rogaría a los señores de Similac que respetaran mi derecho a opinar lo que me da la gana. Esto no es una carrera de méritos, no se trata de ser mejor o peor madre que la vecina, así que por favor no lo llevemos por esos derroteros, pero a estas alturas de la vida me considero medianamente empoderada y rogaría que me permitieran tomar decisiones razonadas y fundamentadas en vez de darme la razón como a los tontos.
A la generación de nuestros padres la desconectaron de su instinto de manera brutal, muchas mamás recientes eran infantilizadas a más no poder, estaban rodeadas de "expertos" que sabían más que ellas, porque habían estudiado, porque ya habían criado hijos, porque habían criado más hijos, porque los habían criado mejor, o simplemente porque se otorgaban cierta superioridad moral. El problema es que escuchar las opiniones ajenas a veces implica silenciar el instinto, esa vocecita interior que nos conecta a nuestra esencia y a nuestra maternidad de manera irreversible e indestructible.
Además, una de las grandísimas ventajas de la era tecnológica es la gran cantidad de información fiable, verídica, completa y accesible que se encuentra a un solo clic de distancia. Ya no tenemos porque agachar la cabeza ante la suegra que nos dice que demos papillas a los 3 meses porque ella lo hizo así y le fue muy bien, podemos bajarnos la guía de introducción de alimentos de la OMS y rebatirle con todas las de la ley.
Por este motivo me parecen tan dañinas las campañas "respetistas", porque si empezamos a decir que es igual de respetable un parto natural que programar una cesárea, que da lo mismo amamantar que dar biberón por elección, que dejar llorar a tu hijo es tan válido como atenderle, estamos dinamitando la esencia misma de la información. Para qué buscar alternativas, para qué molestarse en mejorar si al final es lo mismo una cosa que la otra.
Imagen: Tregua entre mamás
Alias, cómo rebajar prácticas cuestionables a mera opción educativa
Que conste que no soy perfecta, ni me lo creo, ni me subo a un pedestal ni juzgo a nadie (opino, eso sí, y estoy en mi derecho, igual que todo hijo de vecino, incluso si a Similac no le parece bien); quien me conozca, quien me haya leído con cierta asiduidad sabrá que mi primera lactancia fracasó y mi hijo acabó tomando fórmula, que en mi casa entran bollycaos y Coca Cola, que a veces pierdo la paciencia y se me escapa un grito, que en ocasiones les pongo la tele para entretenerles, que las manualidades se me dan fatal y que soy incapaz de hacer esculturas con la comida para que se la coman con más ganas. No me vale el no juzguemos para que no nos juzguen: he perdido la cuenta de las veces que me han juzgado, en algunas ocasiones lo han hecho con razón y lo he encajado, en otras ha sido sin razón (creo yo) y me ha resbalado. Si la recomendación es constructiva, y aún así nos duele, nos hiere y nos enfada, quizás deberíamos hacer un poco de autocrítica y ver por qué nos afecta tanto, en vez de matar al mensajero. Una vez superado el cabreo inicial nos aguardará un mundo entero de información, de trucos para hacerlo mejor y no volver a tropezar con la misma piedra.
Prefiero mil veces sentirme juzgada y seguir aprendiendo que renunciar a hacerlo por dejarme amansar con una palmadita en la espalda.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Consejos para dormir a un bebé


La imagen que aparece a la izquierda de este texto forma parte de una serie de "recomendaciones" que un centro de salud entrega a las mamás que acuden con sus bebés a la revisión de los 4 meses. No es mía, ha llegado a mí a través de las redes sociales.
Hay tantas cosas que me enfadan que ni siquiera sé por cuál empezar. Me molesta el tono alarmista ("si no lo has hecho ya, es el momento"), me disgusta la rigidez ("el niño debe asociar el sueño con unas rutinas"), me enfurece el cinismo final ("si el niño llora, déjale cada vez más tiempo hasta que vayas a consolarlo"). Lo peor quizás es que estas recomendaciones (entiéndase como eufemismo) provienen de un centro de salud, es decir de un equipo médico que técnicamente se encarga de velar por la salud de los bebés.
Vaya por delante que no tengo absolutamente nada en contra de los pediatras. Es más, la mayoría de los que he conocido destacan por su profesionalidad y empatía. Sin ir más lejos, ni a mi pediatra actual ni a la enfermera se les ha ocurrido jamás decirme cómo, dónde o con quién tenían que dormir mis hijos; se han limitado a recalcar que los despertares son normales, que no hay que preocuparse y que si el bebé se despierta llorando, es importante tratar de descubrir la causa. Pero en tantos años de andadura por el foro de Dormir sin llorar he podido leer unos cuantos disparates que no me han dejado indiferente: el más curioso, uno que "recetó" un exorcismo o una limpieza espiritual para tratar los terrores nocturnos; más frecuentes, los que recomiendan destetar para que duerma mejor, sacar al bebé de la cama o dejarle llorar. En otras palabras, el panfleto que decora mi entrada de hoy no parece ser un caso aislado.
Me da rabia, porque seguramente esas mamás ya habrán oído alguna recomendación similar: muchas personas que han criado hijos hace algunas décadas tienden a dar consejos en esa línea. Sin embargo, el hecho que lo recomienden en un centro de salud, que lo diga un médico, que lleva bata blanca, ha estudiado y por tanto, sabe, lo hace más grave todavía. Opino que lo que diga el médico en temas de salud va a misa; ahora, si habla de crianza, su opinión tiene la misma validez que si me hablara de política o de cocina: es decir ninguna, o mucha, en función de lo mucho o poco que se ajuste a mi propio enfoque.
Admito que ese folleto no dice nada que no se oiga o lea por doquier; también soy consciente de que quien esté determinado a dejar llorar a su bebé lo hará, sin tener en cuenta las recomendaciones en contra; quien no quiera dejarle llorar no lo hará, sin importarles lo que ponga esa hoja o cualquier otra. Sin embargo, entre ambas posturas existe una inmensa zona gris, formada por padres que dudan, que no quieren hacerlo pero no saben si así se equivocan, o que sienten la tentación de probar pero no saben qué consecuencias pueda tener: ellos (y sus bebés) son las verdaderas víctimas de esas teorías, porque a veces unas recomendaciones tan contundentes, sin bibliografía ni ciencia que sirva de soporte, pero pronunciadas con la seguridad y la firmeza de los que saben, pueden borrar de un plumazo las resistencias y los intentos de buscar soluciones que sean del agrado de toda la familia.
Desde que lo vimos, en Dormir sin llorar empezamos a darle forma a la idea de crear nuestra propia versión. No somos expertas, no somos médicos ni profesionales, ni científicas ni académicas, no somos nada más que madres; al mismo tiempo, no somos nada menos que madres, y puede que por ello entendamos mejor que nadie los quebraderos de cabeza que sufren muchas mamás primerizas, la sensación de soledad y de indefensión.
No nos gustan los métodos, ni los gurús del sueño que proliferan como setas, ni las recetas rígidas de obligado cumplimiento. Cada niño es un mundo, cada familia debe encontrar su propio camino hacia la felicidad, no existen fórmulas mágicas; sin embargo, existen pautas que pueden tranquilizar, que pueden ayudar a dar un pequeño paso hasta la solución. Existen manos que guían y voces que consuelan.
Así que no hay método, no hay truco. La ciencia de Dormir sin llorar equivale a conectar con el bebé, tratar de entender sus necesidades y adelantarse a ellas en la medida de lo posible. Implica olvidarse de las horas que faltan para levantarse, centrarse en el momento presente y no en la lavadora sin poner. Significa abrazar, besar, mimar, querer, alimentar, hablar, escuchar, cantar, contar, esperar, compartir, soñar.
Para quitar el mal sabor de boca que deja la hojita del centro de salud, un regalo: otra serie de recomendaciones para dormir bebés, esta vez las nuestras. Lo podéis difundir, descargar, imprimir, regalar a la suegra, al frutero, a la mamá del parque o a quien opine sin venir a cuento, y como no, entregar en la próxima revisión si en algún momento os dicen que habrá que dejarle llorar.

miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.


jueves, 23 de octubre de 2014

Sobre empatía, destetes y juicios de valor

A lo largo de mi vida (tanto presencial como virtual) me he topado con cosas que han alterado mi percepción.
Cuando mi primera lactancia fracasó, todo el mundo se apresuró a decirme que no pasaba nada, que lo importante era que el bebé no pasara hambre (quien quiera saber más al respecto y leer mi historia, puede hacerlo a través de este enlace). Años después, lloré como una magdalena al leer Un regalo para toda la vida, porque vi que alguien finalmente ponía palabras a mis sentimientos.
Cuando me empeñé en sacar adelante la lactancia de mi hija, me acusaron de ser una inconsciente que prefería perjudicar a su bebé que pasarse al biberón.
¿Más historias?
Una chica pregunta en un grupo si es normal que un recién nacido solo se duerma al pecho y se siente atacada por el tono de las respuestas.
Otra decide destetar a un niño mayor y siente que cuestionan su decisión.
Una mamá explica entre lágrimas que dejó de dar el pecho a su hijo a los 4 meses por orden del médico que le recetó un antibiótico.
A otra, que está presenciando la conversación anterior y afirma encontrarse en una situación similar, se le explica que la grandísima mayoría de medicamentos son compatibles con la lactancia: se enfada, a ver si ahora sabemos más que los médicos.
Una señora decide no dar pecho a su bebé recién nacido y se siente juzgada y criticada por el personal del hospital donde ha dado a luz.
Otra decide no hacerlo porque tiene miedo a que un contacto tan íntimo con el bebé le provoque flashbacks del abuso sexual que sufrió en su infancia.
Una mamá explica que decidió destetar porque sufría una agitación del amamantamiento brutal y la criticaron por dejarlo después de haber llegado a este punto.
Y otra, cuenta que en el hospital dieron biberones a su bebé sin su consentimiento y cada vez que oían llorar al niño le ofrecían una "ayudita".
Son historias reales, de personas con nombres y apellidos, que se han cruzado conmigo de las formas más variadas. El denominador común no es la lactancia, sino la incomprensión que han percibido por parte de su entorno.
 
Vaya por delante que esta entrada no pretende ser la típica palmadita en la espalda al estilo todo es respetable y cada madre quiere lo mejor para su bebé. Cualquiera que me haya seguido de forma mínimamente asidua sabrá que suelo vapulear verbalmente esta forma de pensar con cierta frecuencia.
Pues no, simplemente no es igual dar el pecho que no darlo (y si queremos más ejemplos, tampoco es igual atenderle que dejarle llorar, acompañarlo en su evolución de sueño que adiestrarlo con métodos, negociar que imponer, tratarle con la dignidad que todo ser humano se merece que darle un azote, y muchos más).
Digamos que tiendo a ser bastante tajante en estos temas, porque a estas alturas ya no tengo ganas de limpiar conciencias, ni de tragar sapos para no ofender a interlocutores que no se preocupan lo más mínimo de no decir o hacer cosas ofensivas. Considero que todos tenemos el derecho de tomar nuestras decisiones, y la obligación de apechugar con las consecuencias que nuestras decisiones nos puedan acarrear.
Así que en realidad no soy capaz de empatizar con todas las mamás de los ejemplos que puse al principio. Con algunas sí, y no solo porque sus vivencias se parezcan a las mías, sino porque sus historias consiguen de algún modo encajar en mi propio molde ético; con otras no, y soy consciente de que es un aspecto que necesito trabajar.
Una cosa es la crianza ideal con la que soñábamos mientras nos crecía la barriga, y otra muy distinta la realidad, con la que a menudo nos hemos dado de bruces. Por otra parte, hay una diferencia fundamental entre fracasar en algo y no intentarlo siquiera, entre cometer un error por experiencia o falta de información y elegir conscientemente el camino equivocado, a sabiendas de que hay otros mejores, después de contar con una cantidad considerable de información.
Sin embargo, lo que tengo en común con todas esas mamás es la sensación de sentirme juzgada por un entorno que en ningún momento se molestó en profundizar en mis circunstancias antes de abrir la boca.
Noto a mi alrededor cierto afán por parecer mejores que el resto, por demostrar que yo crío mejor que mi cuñada o la vecina del quinto. Nos enzarzamos en debates sobre si será mejor cocinar comida sana y casera o tirar de congelados para tener así más tiempo para jugar, sobre si es más apegada una madre que da biberón pero no portea que una que usa pañales de tela pero sienta a sus hijos en la silla de pensar. Son comparaciones, a mi juicio, estúpidas.
He descubierto que la aventura de la maternidad no es una carrera de méritos para que nos den la medalla a la madre del año, sino una extraordinaria ocasión de crecimiento personal. Se trata de saber elegir un camino entre muchos otros, de elegirlo con el cerebro, el corazón y las entrañas; de saber encontrar información y ser capaces de procesarla, por mucho que hacerlo nos abra viejas heridas; de superar nuestros traumas y vencer nuestros propios demonios; de equivocarse, pedir perdón y rectificar.
Por otra parte, es un camino que a menudo debemos recorrer solas, no porque nadie nos acompañe, sino porque las personas que lo hacen piensan de forma distinta y no se resisten a hacérnoslo saber: aunque con la mejor de las intenciones, es bastante frecuente toparse con alguien que te explica por qué te estás equivocando, qué es lo que deberías hacer, cómo deberías sentirte, qué hizo esa persona en su día con sus hijos y por qué le funcionó también.

El problema es que con tanto afán por aconsejar, se nos olvida que la esencia del apoyo es precisamente esa, la de apoyar. A veces se aprecia más un abrazo que un largo resumen sacado de un libro.
Vivimos en una vorágine de consumismo, de materialismo, de autoproclamados gurús que prometen milagros de todo tipo, de métodos fantásticos que aseguran resultados sorprendentes. Y mientras nos dejamos deslumbrar por las luces y nos preguntamos si no será bueno encender también nuestra propia bombilla, no nos damos cuenta de que con tanto ajetreo, nos hemos dejado por el camino una cualidad fundamental: la capacidad de escuchar.
Creo que es justamente lo que necesitábamos las mamás de los ejemplos, lo que necesitaban incluso las que no entiendo, cuyas decisiones me chirrían, me sorprenden y en algunos casos hasta me indignan: que no nos dijeran lo que teníamos que hacer, ni nos hicieran saber si lo que finalmente hicimos estaba bien o mal. Quizás lo único que necesitábamos realmente era que alguien se hubiera sentado en frente y nos hubiera dicho: cuéntame qué te preocupa, y vamos a ver cómo lo solucionamos entre todos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Doble rasero

Periódicamente, me topo con un artículo del estilo Cómo evitar que tu hijo se te suba a la chepa, o Cómo educar a tu hijo para que te respete, o al revés, Los 7 consejos que mandarán a tu hijo de cabeza al reformatorio, que viene a ser lo mismo, pero en clave irónica. Hace unos meses, escribí esta entrada en relación al decálogo del juez Calatayud, pero he podido comprobar que artículos, decálogos y consejos de ese estilo se encuentran por doquier.
Sirva de aviso que esto es un desahogo, un vapuleo verbal políticamente incorrecto.
Son artículos que varían en cuanto a la forma, a los detalles y a los matices, pero tienen un denominador común: achacan todos los males del mundo mundial al permisivismo de los padres, alertan que la única manera de criar niños que no se conviertan en indeseables es no hacerles caso, enseñarles que no son el centro del mundo, acostumbrarles a renunciar a sus deseos y demás lindezas.
Si bien estoy de acuerdo en que decir a todo que sí puede ser igual de contraproducente que decir a todo que no, este tipo de publicaciones me suelen dar escalofríos.
Para empezar, considero que un alarmante número de personas tiende a confundir permisivismo con pasotismo: a mi entender, ser permisivo es sinónimo de ser tolerante, lo cual no me parece en absoluto un defecto. Sin embargo, un mal entendido ejemplo de permisivismo es el de aquellos padres que dejan que sus hijos corran a sus anchas por un restaurante, molestando al resto de comensales y poniendo los dedos en platos ajenos. En realidad, en la mayoría de los casos (no pretendo generalizar, pero en los que conozco yo suele ser así), esos padres no están siendo permisivos, no permiten que sus hijos alboroten porque les parece bien, o les reconocen el derecho a ser niños, sino porque otras alternativas más razonables, como entretener a los niños, pedirles que se sienten (pero de buenas maneras, no repartiendo collejas, que a alguno se le ve venir) o llevarles a un sitio donde puedan estar a sus anchas no les suelen parecer igual de apetecibles. No es igual dejar que hagan algo porque te parece sensato, que hacerlo por no tener que despegar el culo de la silla, con perdón. Un día os contaré con más detalle por qué dejé de ir a comidas familiares.
Lo segundo, que un porcentaje igual de alarmante está dispuesto a aceptar que los tiranos, los monstruos, los delincuentes o simplemente las personas egoístas o despóticas lo son debido a la falta de límites en su infancia. Dan ganas de hacer una encuesta entre los presos de las cárceles, a ver cuántos de ellos consideran que se han saltado la ley porque sus padres les hicieron demasiado caso cuando eran pequeños.
Dicen que de todo hay en la viña del Señor, y posiblemente en esto también nos llevaríamos sorpresas, sin embargo me extraña que siempre se haga una asociación entre delincuencia y permisivismo y nadie la haga con los malos tratos.
Personajes históricos conocidos por su crueldad, como Hitler o Saddam Hussein, fueron sometidos a malos tratos durante su infancia; la grandísima mayoría de asesinos en serie también se vieron marcados por historias de abandono y abusos.
Tengo entendido que entre las características que definen a estos últimos, y que se conocen como tríada de Macdonald, no se enumera en ningún momento la falta de límites.
Pero está claro que cuando hablamos de niños "normales", las cosas cambian. Otro punto que me llama la atención, y que me parece importantísimo, es que estos artículos no especifican en ningún momento de qué edades estamos hablando. En mi humilde opinión, no es lo mismo escribir un artículo con consejos para niños de 7 años que para bebés de 6 meses. Lo más aterrador de todo, es que se recomienda ser rígidos, estrictos e inflexibles desde el primer día para que no nos crucen la cara al llegar a la adolescencia.
Por poner un ejemplo, uno de estos reveladores escritos (cito de memoria porque me da cierta pereza enlazar este tipo de literatura), recomienda con una pizca de sorna "apoyarle cuando interrumpe a los adultos para que le hagan caso", como medida para criar un ególatra insoportable.
Está claro que este problema es exclusivo de los niños de hoy, puesto que los educadísimos adultos que en su día fueron criados zapatilla en mano suelen ser un dechado de consideración y respeto, solo hay que ver cualquier tertulia televisiva para darse cuenta.
Estoy totalmente de acuerdo en que interrumpir a una persona que está hablando es de mala educación, pero que me explique el autor (o autora, ya no recuerdo) del despropósito de qué edades estamos hablando. Considero que un niño de 6 años puede aprender perfectamente a no interrumpir a los adultos (ni a otros niños, dicho sea de paso, pero se ve que es más importante respetar a los mayores que a la humanidad en general); es una sencilla lección que puede aprender en dos pasos: el primero, no interrumpirle a él, porque tienden a tratar a la sociedad del mismo modo en que se les trata a ellos, y el segundo, si aún así interrumpe, ir recordándole que hay que respetar el turno de palabra de todo el mundo, igual que los demás respetan el suyo. Eficacia garantizada, el mensaje acaba llegando.
Ahora, transmitir ese mensaje a un bebé que todavía no entiende de normas sociales me parece un disparate, y dejarle llorando y sufriendo para que aprenda que no es el centro del mundo roza la crueldad. A nadie se le ocurre obligar a un niño a conducir un coche para que de mayor le cueste menos sacarse el carnet, se supone que ciertas cosas llegan al madurar. Sin embargo, cuando hablamos de educación y respeto parece ser que la única manera de inculcar dichos valores sea acorralándoles a golpes de vara.
En realidad, lo que más me molesta de todos estos panfletos es el doble rasero. Podría entender, que no compartir, que algunas personas opinaran de esta manera si se aplicaran el cuento en su vida cotidiana. Pero me gustaría saber si los que se rasgan las vestiduras por la escasez de normas de la crianza moderna
Imagen encontrada en Facebook, desconozco su autoría.
siempre respetan el límite de velocidad en la autopista, ceden el asiento en el metro o en el autobús, nunca se han colado en el cine y si se encuentran con un billete falso lo llevan obedientemente a su sucursal bancaria para ser destruido, en vez de intentar encasquetárselo a algún incauto; si el día en que en su trabajo les niegan un ascenso para concedérselo al trepa del departamento cuyo único mérito consiste en hacerle la pelota al jefe, lo asumen de buena gana porque en la vida no se puede tener todo lo que uno quiere; si acostumbran a encajar desplantes y humillaciones con una sonrisa en la boca porque es bueno entrenar la tolerancia a la frustración; si cuando tienen un mal día y necesitan un abrazo les parecerá bien que su pareja les haga esperar porque está viendo la tele y al fin y al cabo, no son el centro del universo.
En realidad no se trata de ser autoritario o permisivo, sino de no hacerle a un niño lo que no le haríamos a un adulto. No se trata de no educar, sino de hacerlo con sentido común, que como dicen, es el menos común de los sentidos.
 
 

martes, 29 de julio de 2014

Lactancia materna: un triunfo para toda la vida


El próximo 1 de agosto se celebrará el Día Mundial de la Lactancia Materna, y este año el lema va a ser el que he elegido como título de la entrada, Lactancia materna: un triunfo para toda la vida.
Si os interesa participar, podéis consultar las instrucciones así como acceder a los códigos para uniros al carnaval bloguero a través de este enlace.

Por lo que a mí respecta, estaba todavía pensando de qué debía hablar en mi entrada: he hablado largo y tendido de mi experiencia con la lactancia que poco me queda por añadir.
Sin embargo, será cosa del destino, esta tarde al salir para un recado me he cruzado con mi ex pediatra: tan solo intercambiamos una mirada fugaz, lo bastante fugaz como para no tener que entretenernos más, pero lo bastante duradera para darnos cuenta de que ambos nos habíamos reconocido.
No nos paramos a saludarnos, pues no nos despedimos en muy buenos términos, por decirlo de algún modo; desconozco si le habrá llegado mi reclamación, si habrá servido de algo.
Es curioso que tengamos que convertir la lactancia en una batalla, es curioso que tengamos que sentirnos orgullosas de hacer algo que nuestras abuelas y bisabuelas han hecho con total naturalidad durante décadas; por otra parte, los tiempos cambian, y no siempre para mejor.
Mi abuela amamantó a mi padre durante dos años, hasta que él mismo se destetó; supongo que en algún momento se le habrá hecho cuesta arriba, pero también sé que no tuvo que enfrentarse a la extrañeza general, ni a opiniones no solicitadas. En aquellos tiempos se daba el pecho sin más, todo el mundo lo hacía: no hacía falta preguntar nada al pediatra ni ir a grupos de apoyo, porque siempre había una legión de familiares y amigas con experiencia a quien recurrir.
Hoy en día no es tan fácil; a menudo, los que más se atreven a aconsejar sobre el tema son los que menos conocimientos tienen al respecto.
A veces, lo difícil no es encontrar un profesional que esté a favor de la lactancia materna, sino a uno que no esté decididamente en contra. Eso fue lo que le hice saber a mi ex pediatra en ocasión de nuestro último encuentro; para quien no lo sepa, este señor me recomendó destetar a mi hija, que por aquel entonces tenía 4 meses, para empezar a darle biberones de cereales. La niña había subido 800 gramos en el último mes, ganancia que él consideraba "muy escasa", y cuando le hice saber que el baremo que fija la AEP para bebés de esa edad era de 100 a 200 gramos por semana, me replicó que aún así, "debería haber engordado más".
Me prometí en su día escribirle una carta cuando mi hija se destete; pero he decidido aprovechar la semana de la lactancia para desquitarme un poco.
Vaya por delante que cuando hablo de mi ex pediatra no pretendo catalogar a todo el gremio ni mucho menos; de hecho, tanto los pediatras como la enfermera de nuestro centro de salud tienen una buena formación al respecto y de ser necesario, remiten a sus pacientes al grupo de apoyo más cercano.
Pero, como se suele decir, en la variedad está el gusto (aunque a veces no puedo evitar pensar que habría más gusto con menos variedad), y en pleno siglo XXI todavía es posible toparse con pediatras que suelten perlitas como las que figuran a continuación:
  • Las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.
  • Si la niña no engorda lo que yo quiero que engorde, vamos a darle biberones.
  • Los bebés tienen que mamar cada 3 horas, y a partir de los 3 meses, cada 4: si piden más a menudo, la leche no alimenta y hay que destetar, si piden menos, les empacha y también hay que destetar.
  • Una ganancia escasa de peso puede deberse a un virus o a otras razones, pero también a la mala calidad de la leche, así que vamos a darle biberones.
  • ¿La niña vomita? (no) ¿Tiene reflujo? (no) ¿Regurgita? (alguna vez). Con el pecho, esto no tiene solución, en cambio, si le dieras biberón, podría recetarte una leche antirreflujo.
  • Es imprescindible iniciar la alimentación complementaria a los 4 meses cuando el bebé está por debajo del percentil 50.
  • No sé por qué te empeñas en seguir con el pecho, a los 6 meses hay que destetar de todas formas para pasar a la leche de continuación.
  • Las asesoras de lactancia son unas fanáticas porque piensan que lo único bueno es la LM, y no es así, hay muchas buenas opciones.
  • La lactancia prolongada (léase más de 6 meses) provoca problemas de crecimiento.
No sabría decir por qué no le he mandado a freír espárragos antes, porque he seguido soportando ese incesante goteo de insensateces en cada visita. En parte, pensé que podía limitarme a seguir sus pautas en lo que a salud se refiere, y que me habría asesorado por mi cuenta en temas de lactancia. Pero al ver que hacía caso omiso de sus recomendaciones, este señor encareció la dosis, y se dedicaba prácticamente a acribillarme a preguntas con el fin de sabotear nuestra lactancia.
Nunca lo admitió abiertamente, pero imagino que tenía algo que ver con la conocida multinacional que le regalaba los calendarios, los bolígrafos y demás cachivaches presentes en la consulta.
Al final me marché, no sin antes recomendarle que se actualizara un poco y tras redactar la reclamación correspondiente. No fue una rabieta, ni un impulso, no se debió a la última discusión que mantuvimos, ni se trató de una cuestión de orgullo, no quise perjudicar su carrera ni dañar su reputación. Simplemente me di cuenta de cuánto daño hacen los profesionales de este calibre.
El problema no radica solo en los consejos desfasados, ni en las recomendaciones peregrinas, ni en las predicciones agoreras, ni en la falta de formación o de ganas de actualizarse: el verdadero problema es que este tipo de médicos nos hacen dudar, ponen en tela de juicio nuestra capacidad a la hora de alimentar a nuestros bebés, a menudo nos amenazan con carencias nutricionales inexistentes y nos hacen ver fantasmas donde no los hay.
Tengo que admitir que mi ex pediatra tenía razón en una cosa: tengo muy mala leche, pero no en el sentido que él pretendía darle. La tengo porque me molesta sobremanera que me infantilicen, que me digan qué tengo que hacer, cómo tengo que alimentar a mis hijos y qué se supone que debo hacer con mis tetas.
El fin de la lactancia lo va a decidir mi hija, que por cierto, lejos de experimentar problemas de crecimiento, se encuentra en la actualidad en un más que respetable percentil 60, a pesar de no haber probado los cereales.

martes, 22 de julio de 2014

Envidia o compasión

Hace unos días tuve ocasión de ver un documental en YouTube que no me ha dejado indiferente. Se titula Amish: a secret life, y es un reportaje de aproximadamente una hora de duración acerca de la vida de una familia perteneciente a dicho grupo religioso. Adjunto el enlace al video por si a alguien le interesa verlo (lo lamento profundamente, pero no he conseguido encontrar una versión traducida y ni siquiera con subtítulos).
Para quien no quiera verlo, el documental analiza, a lo largo de varios meses, la vida diaria de una familia Amish compuesta por los padres y cuatro hijos (el quinto nace al final), además de recoger las opiniones de los padres, David y Miriam Lapp, acerca de su religión y del mundo que les rodea.
Vaya por delante que conocía muy poco acerca de los Amish, más o menos lo que vi en la película Witness, y tengo que admitir que después de ver el documental me siguen quedando muchas incógnitas. Sin embargo, me ha transmitido una serie de ideas, buenas y malas, que no consigo quitarme de la cabeza.
Me ha parecido curiosa la ingenuidad de David a la hora de responder a preguntas sobre planificación familiar (creo que no le acababa de quedar claro el concepto de buscar un bebé), incómoda la tranquilidad con la que Miriam acepta su rol de mujer sumisa y relegada al hogar, estridente el contraste entre los mensajes de paz y amor que pretenden transmitir y la escopeta que el niño mayor traslada a la nueva casa en ocasión de la mudanza.
Sobre todo, me ha parecido inaceptable la respuesta de Miriam cuando le preguntan por su postura acerca de la disciplina: contesta que según los preceptos bíblicos hay que recurrir a la vara y que ha podido observar muy buenos resultados; a continuación, aclara no haberla utilizado al disponer de su propia versión casera, una cuchara de palo en la que ha dibujado una sonrisa y a la que llama Smiley. Se la enseña a su hijo pequeño quien se apresura a agarrarse a su pierna pidiendo que no le pegue.
Dicho esto, la vida de esta familia está llena de detalles que me enternecen: los padres muestran en todo momento una actitud cariñosa y comprensiva hacia sus hijos (supongo que será cuando no los estén aterrorizando con el siniestro Smiley), disfrutan sinceramente del tiempo que pasan en familia, se les ve alegres y felices, conectados entre ellos, convencidos de ser ellos mismos y de su forma de vida.
Desde luego, si tuviera que vivir como ellos, me volvería loca al cabo de unos días. Pasar el resto de mi vida sin nevera o fregaplatos, no poder navegar por internet en los ratos libres, tener que coser mi propia ropa y renunciar a cualquier comodidad moderna para vivir como lo hacían sus fundadores hacia tres siglos se me haría insoportable. Además, no me considero una persona religiosa, las misas y demás servicios religiosos me aburren y cuando necesito respuestas tiendo a buscarlas en Google antes que en la Biblia.
Pero si intento ir más allá de las apariencias, tengo que admitir que he encontrado más aspectos positivos que negativos, y que probablemente son más las cosas que me unen a ellos que las que me separan. Miriam acuna a su hijo pequeño y le canta canciones, igual que he hecho yo con los míos: ella canta himnos religiosos y yo las canciones de mi infancia, pero la idea de fondo es la misma; sus niños ayudan con los preparativos cuando la congregación se reúne en su casa para rezar y los míos lo hacen cuando tenemos invitados a comer; ayudan a sus padres a recoger los huevos del gallinero y los míos colaboran a la hora de poner la lavadora; la niña se agarra a la pierna de su padre y él finge hacer un gran esfuerzo para caminar así, igual que mi marido viene haciendo desde hace años, sus respectivas sonrisas al llegar a casa de trabajar y ver a sus hijos son idénticas.
Lo que más envidia me da de esa familia es que se sienten parte de una comunidad, tienen a su alrededor a un grupo de personas que piensan y actúan de forma parecida. Es un detalle que me ha dejado un regusto amargo y me ha hecho entender hasta qué punto me siento sola a veces.
Echo en falta a una tribu, es algo que experimenté brevemente en ocasión de mi viaje a Italia, pero ha sido tan breve que casi parece un espejismo. Mis niños juegan alegres y despreocupados, corren descalzos igual que los de ellos, pero lo hacen en un pasillo, no en una granja rodeados de animales. No hay vecinos amables que les recuerden que no pueden alejarse solos, no pueden salir a una calle de cuatro carriles para jugar entre el tráfico.
Sobre todo, no hay tribu, no hay congregación, no hay grupo de personas remando en la misma dirección. Tenemos familia, y amigos, pero no somos parte de ninguna comunidad que nos ayude, apoye y aconseje: tenemos la suerte de vernos rodeados de personas que nos quieren, pero cada uno persigue sus propias quimeras, y a veces siento el dolor punzante de sentirme incomprendida, de no ser de ninguna parte, de tener que librar mis batallas en soledad porque mucha gente ni siquiera comprende mi necesidad de luchar.
No hay multitud de fieles que se reúnen en casa de uno o de otro, por turnos; a veces nos vemos con una familia, o dos, pero no siempre, porque tenemos que hacer hueco para todo el mundo y los planes no siempre salen como uno quiere.
Tengo a mi tribu virtual, mis amigas que me sostienen cuando flaqueo, que piensan igual que yo en muchos aspectos, con las que puedo hablar sin tapujos, pero a veces una conexión virtual no reemplaza un día en el zoo con los niños o un café entre risas viéndonos las caras.
Aquí no hay feligreses que entretengan a los niños cantando I'm in the Lord's army, están los que opinan que los niños deberían convertirse en muebles y no molestar, los que los dejan a su aire aunque destrocen la casa, los que se sienten en la obligación de decirles a los demás lo que tienen que hacer en vez de actuar ellos mismos, los que piensan de forma parecida y los que tienen unas ideas totalmente incompatibles con las mías. Somos partículas que se buscan, se encuentran, a veces se atraen y a veces se repelen pero nunca consiguen unirse para dar vida a algo nuevo.
Si habéis leído hasta aquí, os pido que no nos limitéis a leer. No suelo hacerlo, pero en esta ocasión me gustaría pediros que me dejarais vuestra opinión y empezar un debate. ¿Tenéis tribu? ¿Os sentís parte de un grupo? ¿Son paranoias mías o realmente la vida moderna nos hace muy, muy solos?
Estoy harta de pensar en la familia Amish y no saber si debería sentir envidia o compasión.


viernes, 7 de marzo de 2014

Por favor, no me feliciten

Dentro de un par de horas, se volverá a celebrar el 8 de marzo. Para ser sincera, es un día que aborrezco porque con el tiempo se ha degradado hasta convertirse en mera fiesta comercial, un día en el que hay que comprar mimosas, perfumes o bombones, para agasajar a las mujeres, sin pararnos a pensar realmente en su auténtico significado. Lo siento, pero no quiero que me regalen nada, ni que me feliciten siquiera. El 8 de marzo no es el día de la mujer a secas, no es un día en el que regocijarnos por ser mujeres, ni para echarnos flores por ser tan buenas mujeres, madres, esposas o amantes.
El 8 de marzo no es una fiesta, sino una reivindicación. Se estableció en memoria de un suceso que ni siquiera tuvo lugar ese día, sino más tarde, el 25 de marzo de 1911, para ser exactos.
Cuentan las crónicas que ese día murieron más de un centenar de mujeres trabajadoras, encerradas en una fabrica por sus patrones, deseosos de reprimir de esta manera cualquier protesta de parte de sus subordinados. Imposibilitadas para salir, encontraron una muerte horrible; las más jóvenes apenas tenían 14 años.
Si bien las condiciones laborales han mejorado desde entonces, no podemos negar que en muchos países las mujeres siguen teniendo un papel secundario, por recurrir a un eufemismo. Desde que nacen, son consideradas inferiores, su papel es el de esclavas, no reciben apenas educación, son obligadas a contraer matrimonio a temprana edad y forzadas a gestar y parir antes de que sus cuerpos estén preparados para ello.
Incluso en los países modernos del llamado primer mundo una mujer no suele recibir el mismo trato que un hombre: a nivel laboral suelen percibir salarios más bajo aunque desempeñen el mismo trabajo que sus compañeros varones, la libertad sexual de las chicas está mucho más restringida que la de los chicos, están cuatro veces más expuestas que los hombres a sufrir abusos sexuales o violencia doméstica.
No podremos alcanzar la felicidad mientras uno de los géneros siga empeñado en dominar y aplastar al otro; como leí una vez, no tenemos derecho a ser iguales, sino el mismo derecho a ser diferentes.
Por todo ello, por favor no me feliciten. Queda mucho camino por recorrer, muchas mentalidades por cambiar, no nos desviemos del objetivo porque nos regalen flores.

sábado, 22 de febrero de 2014

Mala leche

La foto que ilustra esta entrada se ha publicado en la fanpage de una conocida compañía fabricante de juguetes y demás productos destinados a la infancia.
Mala leche es el primer título que me ha venido a la cabeza, aunque a estas alturas ya no sé si la mía, al ver la mencionada foto, o de quien haya pensado utilizarla como reclamo para la marca.
Me diréis que tiendo a ver solo lo negativo de las cosas, y es posible que estéis en lo cierto (o no, tengo muchas entradas en el tintero que no publico por falta de tiempo, aunque es verdad que lo negativo parece dar más juego), pero en mi humilde opinión, es una imagen que no tiene desperdicio.En ella se puede apreciar a un niño pequeño dándole un biberón a un bebé, acompañado de la leyenda "Si te lo acabas todo, te harás tan grande como yo".
Es una imagen que debería resultar bonita y enternecedora, pero como talibana de la teta que soy, me chirría cosa mala.
Me parece admirable y precioso, sin duda, que el niño mayor cuide de su hermanito, pero ¿a los señores publicistas no se les ha ocurrido otra manera de representar gráficamente el apego fraternal? Personalmente, me habría parecido infinitamente más conmovedor y acertado que hubieran publicado una imagen de dos niños jugando juntos, o de un niño mayor mimando a uno más pequeño.
En segundo lugar, ese "si te lo acabas todo" evoca cierto chantaje emocional, acuden a la mente imágenes de madres desesperadas que lo intentan todo con tal de que el bebé se termine el cuarto de litro de papilla de 7 verduras con carne y arroz que, según el pediatra o el villano de turno, es el único alimento capaz de evitarles monstruosas carencias nutricionales en un futuro no demasiado próximo.
Para rematar, el "te harás tan grande como yo" me recuerda a los trillados comentarios de suegras, vecinas y opinólogos en general, se parece peligrosamente a ese con biberón se crían igual, frase de cabecera de quienes se atreven a dar consejos de lactancia cuando de lactancia saben bien poco.
La foto, según he podido comprobar, ha causado cierto revuelo en la comunidad feisbukera, hasta el punto de que en un grupo en el que participo se ha llegado a preguntar si es posible denunciarla.
La pregunta no es tan ilógica como parece si tenemos en cuenta que la conocida red social acostumbra a censurar las fotos de bebés amamantados, dando así origen, entre otros, al movimiento conocido como Revolución blanca. Si a determinadas personas les ofende ver a un bebé amamantado, cabe esperar que a otras les ofenda ver a otro tomando un biberón.
Sin embargo, me temo que una hipotética denuncia en ese sentido tiene bastante pocas posibilidades de prosperar, a no ser que se consiga demostrar más allá de toda duda que el biberón es un símbolo fálico y por tanto la foto incumple las famosas normas de Facebook.
Hasta donde sé, se puede denunciar cualquier foto, desde las que nos resulten claramente ilegales u ofensivas hasta las que simplemente nos incomoden o nos den repelús, pero luego alguien se encarga de revisar las denuncias recibidas y decidir qué fotos merecen quedarse y cuáles deben ser irremediablemente condenadas a la hoguera virtual.
Por algún motivo, ese alguien o quien por él, parece considerar que el binomio bebé + teta equivale a pornografía, e incumple por tanto las normas, desencadenando la caza de brujas, perdón, procedimiento habitual que puede concluir con la eliminación del perfil culpable, mientras que utilizar las tetas, o cualquier otra parte del cuerpo, como reclamo sexual no las incumple y se trata por tanto de un uso legítimo y justificado de la libertad de expresión.
Puedo entender, en parte, que Facebook no censure cualquier foto que sea denunciada solo porque a alguien le moleste verla; si lo hicieran, se quedarían en blanco y negro. Por tanto, si se denuncia esa foto, o cualquier otra, hay que tener claros los motivos.
Que yo sepa, una foto de un bebé tomando un biberón no es ilegal, a no ser que se publicite leche de inicio: en ese caso, incumplirían el código de comercialización de sucedáneos de leche materna y la imagen debería ser retirada. Sin embargo, esa imagen ha aparecido en la página de una fábrica de juguetes, no anuncia ninguna marca de leche artificial, y puestos a rizar el rizo, ese biberón puede contener leche materna.
Por otra parte, lo legal no siempre coincide con lo cabal, y lo que personalmente me molesta de esa imagen no es lo que muestra, sino lo que da a entender. Como una prenda de ropa interior, lo que revela es sugerente, pero lo que esconde es esencial.
Después de décadas de culturas del biberón, estamos acostumbrados a encontrarlo por doquier, en las cestas de regalos para recién nacidos, en las revistas de puericultura, en los cuentos para niños, en los dibujos animados. Consciente o inconscientemente, imágenes como estas contribuyen a fomentar, a agrandar aún más un imperio construido por un puñado de multinacionales que buscan llenar su bolsillo sin importarles los daños colaterales que puedan causar.
Finalmente, os pido que por favor no intentemos reconducirlo otra vez al trillado debate buenas madres vs. malas madres. No se trata de que se pueda ser buena madre dando biberón y mala madre dando teta, ni de que haya bebés alimentados con fórmula que no han tenido un catarro en su vida y bebés enfermizos a pesar de que tomen pecho, no se trata de libertad de elección ni de ser radical o moderado.
Si me habéis leído aquí y allá, sabréis que mi hijo mayor tomó biberón a mi pesar; así que he estado en ambos bandos, he recibido críticas por esto y por aquello. Esto no es una revancha, ni un desahogo. A estas alturas, las heridas que mi lactancia fracasada me produjo en su día están más que sanadas y cicatrizadas; sin embargo, no puedo evitar pensar que a lo mejor en este momento otras mamás están pasando por una situación similar.
Considero que cuando una lactancia se hace cuesta arriba, cuando el seguir luchando solo provoca dolor y sufrimiento, es la madre la que debe tomar la decisión última sobre seguir adelante o tirar la toalla. En ambos casos, su decisión merece respeto y comprensión, no críticas y juicios sumarios.
Admito que cuando renuncié a dar el pecho a mi hijo me molestó bastante ser mirada con desdén en la farmacia al comprar leche de inicio o con pena cuando le daba el biberón en el parque.
Pero, pensándolo bien pensado, me molesta mucho más que las personas que en su momento estaban en posición de ayudarme no lo hayan hecho, se limitaron a cantarme las alabanzas del biberón y a decirme que daba lo mismo una cosa que la otra; en algunos casos lo hicieron por ignorancia, en otros, movidos por intereses comerciales.
Cuando hablamos de que "no se es peor madre por dar biberón", "se crían igual de bien", "la LM es mejor, pero..." solemos recurrir a ejemplos extremos donde la lactancia es imposible, véanse madres adoptivas, mastectomías, medicamentos incompatibles (que no son muchos, pero haberlos haylos, como las meigas).
Sin embargo, la grandísima mayoría de lactancias fracasan por razones mucho más triviales, mal agarre, estimulación inadecuada o insuficiente, y sobre todo, información desfasada, maliciosa, tendenciosa y nefasta del entorno, profesionales de la salud incluidos (sin ánimos de generalizar).
La foto con la que empecé esta tirada es solo una muestra, una pequeña piedra en el camino, pero juntando todas las piedras se puede construir una torre que llegue hasta el cielo, y así nos va.


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Odio a Caillou (y a su irritante mundo adultocéntrico)

Lo confieso, no soporto a Caillou. Será muy bonito y educativo y todo lo demás, pero no le aguanto: prefiero mil veces el universo eternamente blanco de Pocoyó, la risita forzada que cierra cada capítulo de Peppa Pig e incluso el inglés macarrónico y chapucero de Dora la Exploradora. De todas las series dirigidas al público en edad preescolar, Caillou sin duda se lleva la palma a la más infumable.
Por lo visto, no estoy sola: probad a poner "odio a Caillou" en google y encontraréis docenas de blogs y enlaces dedicados a vapulear verbalmente al susodicho. Algunos ofrecen teorías curiosas, como por ejemplo que Caillou es calvo porque tiene cáncer (hipótesis a mi entender bastante improbable, puesto que hasta donde yo sé, en ningún episodio se menciona la enfermedad), otros recopilan parodias de mejor o peor gusto, todos ellos coinciden en considerarlo insoportable.
Sin embargo, sus razones para encontrarlo detestable son diametralmente opuestas a las mías: la corriente mayoritaria opina que es todo demasiado perfecto y empalagoso, y que los maravillosos padres de Caillou nos desmerecen a los demás, a los padres normalitos que en ocasiones perdemos la paciencia y somos incapaces de enfrentarnos a la vida con semejante dosis de ingenio y creatividad.
La verdad es que no estoy de acuerdo para nada.
Quizás se deba a que descubrí a Caillou de la peor forma posible: nos obsequiaron con un DVD que contenía, entre otros, el episodio titulado Caillou tiene una pesadilla. Se trató de un regalo hecho sin duda con buena intención pero con mala sombra, un burdo intento de animar a mi hijo mayor, que por aquel entonces tendría la misma edad del protagonista y seguía durmiendo con nosotros, a "independizarse".
En dicho episodio podemos ver como Caillou, aterrorizado por una pesadilla, busca refugio en la cama de sus padres para ser inmediatamente devuelto a su habitación por su madre, que con su habitual, insulsa e irritante sonrisa le conmina a dormir en su cuarto "como un niño mayor".
Caillou sigue sin entender la determinación materna a dejarle solo (según la canción tiene "casi cuatro añitos", yo tengo diez veces su edad y para ser sincera, tampoco la entiendo), así que pide un vaso de agua, y después que le lea un cuento. Siempre sin perder la calma, su amorosa madre se niega a leérselo, porque "es muy tarde y es hora de dormir" y se marcha de la habitación sin pensárselo dos veces.
A continuación el gato Gilbert tira el agua al suelo, lo cual ocasiona una nueva llamada de Caillou a su madre, que se limita a secar el suelo para irse nuevamente.
Caillou sigue sin poder dormir y finalmente decide irse a la cama de sus padres, donde consigue por fin conciliar el sueño, aunque no durante mucho tiempo: su padre se despierta, le pregunta qué hace allí, y a continuación le explica que "en esta cama no pueden dormir 3 personas, y tu cama es perfecta para tu tamaño". (Mentira cochina, mi cama está diseñada para dos personas y en ella dormimos 3).
Esta vez es el padre quien le lleva de vuelta a su cuarto, haciendo (para variar) caso omiso de sus ruegos, y explicándole, eso sí, que la mejor manera de ahuyentar las pesadillas es pensando en cosas bonitas.
Como no puede dormirse, Caillou decide quedarse jugando, y despierta a su madre, que le vuelve a acostar (como no), no sin antes resolver la situación de forma magistral dándole la vuelta a la almohada para ponerla "del lado de los dulces sueños".
En mi opinión, el episodio que acabo de describir rezuma un adultocentrismo repugnante; mi hijo llegó a la conclusión de que habrían dormido todos mejor si los padres de Caillou le hubieran dejado dormir con ellos, pero es evidente que el mensaje que se pretende transmitir es el contrario.
A partir de entonces he ido cogiendo cada vez más tirria a los padres de Caillou: su madre es de una sosería inaguantable, siempre está demasiado ocupada para jugar con él, comete una negligencia gravísima al quedarse dormida en el porche (Caillou aprovecha la ocasión para darse una vuelta por el barrio y hace un montón de descubrimientos, no le atropella ningún coche ni le rapta un pederasta; una amable vecina le acompaña a su casa y se echa unas risas con la madre en vez de denunciarla a los servicios sociales) y cuando le pierde en el supermercado, le recibe con una amplia sonrisa en vez de estar al borde del colapso nervioso como cabría esperar en una persona normal.
El padre, otro sosaina, es una especie de Mac Gyver, pero más fondón, que arregla todos los desperfectos de la casa con una sonrisa y no pierde la calma ni siquiera cuando Caillou se queda encerrado en una habitación a oscuras.
Para rematar, la narradora aprovecha todas las pausas para rellenarlas con sandeces y obviedades del tipo A Caillou no le parecía divertido jugar sin hacer ruido, a Caillou le daba vergüenza haberse caído de la bicicleta mientras su papá le miraba, Caillou quería tener el cohete más rápido del mundo.
Se supone que los padres de Caillou hacen despliegue de una paciencia infinita, pero la verdad es que Caillou nunca tiene una auténtica rabieta: por ejemplo, pide unas galletas en el supermercado, su madre le dice que no porque después de cenar hay un postre especial, y Caillou no rechista. No sé los vuestros, pero los míos nunca se han dejado convencer tan fácilmente. Es bastante poco probable que un niño de cuatro años entienda que no puede tomarse unas galletas en este momento porque le darán un postre dentro de muchas horas.
Ni siquiera Rosie, la hermanita de Caillou, que deberá tener unos dos años y está por tanto en la edad rabietil por excelencia: basta con que su madre le proponga cualquier estupidez, como decorar una vela para el barco de Caillou, para que se olvide de que estaba disgustada por no poder ir con él. También me gustaría que alguien me explicara por qué le pone voz una señora mayor que intenta hablar como un bebé, y por qué tiene que torturar mis oídos con ese esperpéntico yo tambén cuando luego pronuncia correctamente su nombre, R incluída.
Detesto a Caillou porque bajo la pátina de armonía y amabilidad se esconde un mudo reproche: fíjate lo bueno que es Caillou, lo bien que se porta, lo rápido que se deja convencer, lo obediente que es. Caillou no se rebela, no se enfada, no desobedece, como mucho ofrece una débil oposición a los deseos paternos durante el tiempo estrictamente necesario para que sus odiosos padres maquinen una imaginativa manera de hacerle pasar por el aro.
Me dan una sensación parecida a los payasos, se supone que son agradables y divertidos pero los encuentro amenazadores y siniestros desde siempre, me recuerdan a John Wayne Gacy y al asesino de It.
Casi me parece más educativo el humor ácido de Bob Esponja, un entrañable perdedor capaz de reírse hasta de sus propias desgracias que el pluscuamperfecto microcosmo del insufrible niño calvo y su repelente familia.

martes, 29 de enero de 2013

Malas madres (y desatinos de la corrección política)

En realidad es un tema que traté de pasada cuando escribí la entrada titulada El club de las madres-verdugo, pero dada la importancia que le atribuyo, creo que se merece su propio espacio.
Para dejar claro de qué estoy hablando, voy a sacar la artillería pesada desde el principio: digamos que si en ocasión de una comida familiar, o en una reunión entre amigas, o en un blog, foro o artículo de periódico a alguien se le ocurre decir que el método Estivill es cruel e innecesario, que la lactancia materna es mejor que la artificial o que los azotes no sirven para educar, por poner unos cuantos ejemplos, es más que probable que se levante alguna que otra voz indignada a proclamar pues yo he dejado llorar a mis hijos / les he dado biberón / les doy una torta cuando se portan mal y no soy peor madre por ello. Es una frase que pone de manifiesto la facilidad con la que algunas personas se sienten atacadas o insultadas cuando en realidad nadie las está cuestionando, lo que se está poniendo en tela de juicio son sendas actitudes que por desgracia se han convertido en moneda corriente.
Imagen: Destination
www.freedigitalphotos.net
Vaya por delante que el debate buena madre vs. mala madre me parece una rematada estupidez, porque nos aleja del que debería ser el objetivo, es decir revisar nuestra forma de actuar y tratar de cambiarla allí donde sea mejorable, para enzarzarnos en un debate estéril que suele acabar como el rosario de la aurora. Personalmente, me da igual ser considerada mejor o peor madre que mi cuñada o la vecina del quinto, lo que realmente me interesa es ser la mejor madre posible para mis hijos, que al final son quienes tienen que sufrir las consecuencias de mis errores. Por extensión, creo que si lo que realmente nos interesa es defender el bienestar de todos los niños, deberíamos dejar de lado las discusiones de patio de colegio, las comparaciones absurdas y tratar de llegar más allá de las apariencias.
Por este motivo, me parece un enfoque bastante reduccionista y simplón el tratar de reconducir cualquier barbaridad a mera opción educativa; de hecho, todos los debates políticamente correctos que se precien incorporan por lo menos uno de los siguientes dogmas de fe (que aprovecho para cuestionar abiertamente):

Cada niño es diferente: en realidad estoy de acuerdo con esta frase en función de lo que se pretenda dar a entender. Por supuesto que cada niño es diferente, al igual que lo somos los adultos, el entorno y la educación recibida puede "moldear" nuestra personalidad de distintas maneras, pero la esencia la traemos de serie, por decirlo de algún modo. En lo que a niños se refiere, en la lotería de la vida nos puede tocar un hijo que nos parezca fácil de criar o viceversa, una personita con un carácter muy fuerte que nos suponga un reto en muchos aspectos: a nivel práctico, eso significa que hay niños que duermen fatal, otros que se niegan a comer, los hay que tienen unas rabietas de espanto o que parecen ser desobedientes por naturaleza. Nadie ha dicho que esto fuera fácil.
Sin embargo, me rechina la frasecita cuando se emplea para defender lo indefendible, para justificar que se deje llorar al que no duerme, que se fuerce al que no come, se ignore al que tiene rabietas o se azote al que no obedece. Todos somos diferentes, pero lo que tenemos en común es nuestra condición de seres humanos, el derecho a ser tratados con dignidad y respeto y la obligación de tratar a los demás del mismo modo.
Educar no significa decir nunca que no o ceder por miedo a disgustar al niño, pero tampoco meter el miedo en el cuerpo. Considero que la educación es un trabajo a larguísimo plazo, y en muchas ocasiones lo que sembramos hoy lo recogeremos dentro de muchos años: tarde o temprano, los niños acabarán por pagarnos con la misma moneda, a nosotros y al resto de la sociedad.

Cada uno educa como quiere (o todos los padres quieren lo mejor para sus hijos): creo que habría que tener claro que no se le debería hacer a un niño lo que no le haríamos a un adulto; dentro de esos límites, cada persona, cada familia es muy libre de escoger el camino que más le guste o que más se adapte a su situación, sus circunstancias y su forma de ver la vida.
En las famosas discusiones políticamente (in)correctas a menudo se tiende a mezclar churras con merinas, a confundir no dejar llorar con permitir que el niño meta los dedos en el enchufe, a identificar permisivismo con pasotismo y a decidir si es peor no dar el pecho o darle al niño bollería industrial.
Técnicamente, todos queremos lo mejor para nuestros hijos, pero en muchos casos también se pretende que la llegada de un bebé no nos cambie la vida, que nos permita dormir y salir como lo hacíamos antes.
Repito que odio esa expresión, no se me ocurriría llamar mala madre (o mal padre) a quien perjudique a su bebé de forma intencionada para anteponer su propio bienestar y comodidad; pero creo que tengo todo el derecho a defender mi opinión, a dejar claro que para mí esa persona está muy equivocada, está metiendo la pata hasta el fondo y posiblemente el día de mañana se arrepienta. Tengo derecho a decir lo que pienso sin que se me tache de exagerada, talibana o fanática (improperios que se oyen y leen a menudo en el "bando contrario", aunque eso sí, escupidos con el máximo respeto).

Todos cometemos errores: por supuesto que sí, pero flaco favor nos haremos si nos limitamos a justificarlos. El primer paso para enmendar un error es reconocerlo, si lo disfrazamos o lo redefinimos con palabras bonitas lo que estamos haciendo es normalizarlo, restarle importancia y allanarnos el camino para volverlo a cometer. Lo valiente no es no equivocarse, es saber pedir perdón y sobre todo rectificar cuando eso ocurre.
Existen muchos motivos para hacer daño, se puede herir a alguien por maldad, egoísmo o dejadez, y también podemos hacerlo sin mala intención, por ignorancia o por habernos dejado llevar por un mal consejo; sin embargo, lo segundo no debería impedirnos asumir las consecuencias de nuestros actos. Un niño no sabe si su madre o su padre le ha dado un azote porque quiere que sufra, porque ha tenido un mal día y lo está pagando con él o porque cree que es una forma efectiva de resolver un conflicto; sea cual sea la razón, ese azote le va a doler igual (por si no se me entiende, me refiero al daño emocional que causa una agresión física cometida por una persona que debería cuidarte y protegerte, así que no me vale el  no hace daño si se les da flojito).

Todas las posturas son respetables: ni hablar. Simplemente no es igual de respetable atender a un niño que se despierta por la noche que dejarle llorar, no es igual dar el pecho que el biberón (a este respecto, quiero matizar que me refiero más bien a negarse a dar el pecho, no a intentarlo y no conseguirlo por el motivo que sea), no es igual dialogar con un niño que soltarle un guantazo, no es igual quedarte con tu bebé que dejarle al cuidado de familiares para irte de viaje de pareja y un largo etcétera.
Mientras sea legal, cada cual es muy libre de adoptar la postura que le dé la real gana, pero por favor, que no me digan que da lo mismo una cosa que la otra. Tengamos claro lo que es el respeto: respetar significa  no hacerle a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, no es quedarse callado ante una injusticia para no ofender al que la comete.
Faltar el respeto es insultar o descalificar a una persona, se lo merezca o no; decir una verdad que escuece, o explicar que la postura contraria está cientifícamente demostrada no es necesariamente irrespetuoso (aunque posiblemente dañino para el ego de quien lo escucha), y rasgarse las vestiduras al grito de no soy mala madre por ello me parece una reacción sumamente infantil y desproporcionada: resulta que el que más ofendido se siente es precisamente el que menos razones tiene para sentirse así.
Las posturas reñidas con el respeto simplemente no son respetables, así de claro.

Los extremos no son buenos: depende. En algunas cosas no valen las medias tintas, y en los ejemplos que vengo arrastrando a lo largo de toda la entrada, un término medio es imposible de alcanzar al tratarse de posturas irreconciliables: o respetamos al niño o no le respetamos, en el mismo instante en que condicionamos este respeto a las circunstancias (le atendemos pero solo en horario laboral, le cogemos en brazos pero solo cuando nos apetezca a nosotros, solo le pegamos cuando lo demás no funciona) se lo estamos faltando.
El término medio no siempre es lo más sensato y saludable, personalmente pienso que cuando está en juego la dignidad de una persona, tenga la edad que tenga, más vale irse al extremo. Lo contrario, equivaldría a decir que entre no ser racista y unirse a una célula del Ku Klux Klan hay que buscar un término medio, por ejemplo ser racista pero solo con determinadas etnias.
Visto así, queda claro, pero si lo trasladamos a la infancia ya se desdibuja todo en favor de las diferentes opciones educativas para buscar una escala de grises donde solo existen el blanco y el negro.

En conclusión, no pretendo convencer ni evangelizar a nadie, me limito a dar mi opinión (igual de discutible y prescindible que cualquier otra) desde mi madriguera virtual. Soy consciente de que mi voz no tiene el poder de cambiar nada, pero mi voz unida a otras puede formar un coro o un multitudinario grito de protesta capaz de cambiar el mundo.