Camino por la calle de los que buscan marcha en un bar. Paso por delante de esa sala con mesas de billar.
Te veo.
Imposible explicar cómo te reconozco. Pero así es. Ése eres tú.
Quién sino.
Quién esa camiseta negra. Quién esos vaqueros caídos. Quién la mirada amartillada y peligrosa. Quién.
Entro.
Finjo muy mal que lo que busco es una partida de billar y no tu presencia. Ellas, ellos; tus amigos me ven entrar.
Tú pareces concentrado. Pero sólo lo pareces. Me has visto, y tu rostro no quiere alzarse, tatuado el miedo al qué dirán. No dices nada. Nada. Y con un elegante movimiento de muñeca marcas gol.
Yo paso, finjo como tantas veces no verte. Pero el rabillo del ojo se me rebela y te vigila.
Y tú; tú que te jactas de ser el rey del futbolín. Tú que no concibes un juego sin victoria, tú... Oigo a tus amigos comentar lo mal que, de repente, juegas. Un temblor extraño se ha erigido dueño y señor de tus nervios de acero.
Estás a punto de perder. Frustración. Juramentos. Pura rabia.
Y yo intento romper la formación en triángulo de las bolas de billar de mi partida. Curiosamente desde mi mesa te veo. Casi me divierte verte jugar tan mal.
Pero... Malditas bolas; malditas ellas, multicolores y felices.
Fallo como tú fallas. Juego sencillamente de pena. Igualmente comentan; a esta chica le pasa algo.
Yo sonrío. Pero me enfado contigo. Tú te enfadas conmigo. Todo en silencio y a lo lejos.
Cuando nos vemos se nos rompe el derecho a ganar. No. No sin un buen motivo...
... Y cuando te vas; cuando te vas miras hacia mí. Increíble. Justo cuando te miré yo miras.
Hay ojos que se ven, que se reconocen. Y no me saludas. No te saludo yo.
Pero sé que algo en tu corazón ruge. Feroz.