Gibbon se admiraba –no sin dejo de ironía– de cuán misteriosas son a veces las decisiones de Dios, que pudiendo haber reclutado para la revelación de la Verdad a graves y doctos filósofos, dio en encomendársela a un puñado de analfabetos. No menos sorprendente resulta, si bien se mira, la predilección que los capitalinos sienten por dos santos labrantines que, milagros aparte, no hicieron otra cosa en su vida sino arar, cavar, podar, binar, estercolar, sachar, segar, trillar, rodrigar y escardar cebollinos. Que no es poco.
Isidro Merlo nació en 1080 en una aldea que aún no se parecía en nada a Madrid. En 1110, como para aguarle su 30º cumpleaños, los almorávides la arrasaron, circunstancia que Isidro aprovechó para emigrar a la populosa Torrelaguna, empleándose como mozo de labranza. Allí conoció a María Toribia, una moza de la vecina alquería de Caraquiz, sita a la vera del Jarama, que ejercía de santera en la ermita de la Piedad, o de la Virgen de la Cabeza, ermita en que se casaron. Después de mucho laborar en la alquería, un verano que se les torció el trigo se mudaron a Madrid, donde Isidro se ajustó con el hacendado Iván de Vargas y tuvo un hijo de María. Por razones no menos inextricables que las expuestas al principio, llegó un día en que formularon voto de continencia y se separaron. (Es lástima, porque hacían buena pareja). Ella volvió a su alquería y a su ermita, y se conoce que el no uso del matrimonio la tornó sublime, porque las mañanas que el río bajaba crecido, lo surcaba arrodillada sobre su mantilla, prefigurando a Aladino; entre tanto, en Madrid, Isidro oraba con tal ahínco que los ángeles, cuyo trabajo es solazarse en la contemplación del Señor, araban por él. Ello explica que los años del santo sobre la tierra fueran 92. Su momia incorrupta yace, junto a su esposa, en la colegiata de San Isidro.
De la historia de Isidro y María, el excursionista se queda con la primera parte. No es que no crea en los milagros: bastante milagro debía de ser sobrevivir en aquel Jarama fronterizo, expuestos a las 'razzias' de los almorávides; en aquella vega ajedrezada de panes y entrepanes, con sus torres en las esquinas –ahí siguen las atalayas de Arrebatacapas y El Berrueco– y los peones como Isidro avanzando casilla a casilla, besana a besana, a la esteva de sus arados, mientras sus mujeres, cabizcaídas junto a la ermita, rezaban a la caída de la tarde algo remotamente parecido al 'Angelus' de Millet. Aunque a la ermita de la Piedad, también conocida como de Santa María de la Cabeza, se va, como a Roma, por todas partes, el excursionista se inclina a salir de Torrelaguna por el camino del arroyo de Matachivos, orillando su menguado curso por la derecha para, en un centenar de metros, cruzarlo por pasadera de cemento y seguir la pista de tierra que asciende a la loma inmediata, desde la que hay una bonita vista de Torrelaguna, descollando sobre el caserío la picuda torre de la iglesia (siglo XV) y el convento de las Carmelitas.
Rumbo al sureste, el excursionista gana una nueva loma desde la que divisa por primera vez el fondo de la vega; toma aquí un desvío a la derecha, bordea por la cresta un olivar y cae enseguida a mano contraria sobre la ermita, que, pese a haber sido restaurada en el siglo XVII, una detestable incuria la ha dejado arruinarse en manos de particulares. Al pie de la ermita, junto a una encrucijada, se halla una pontezuela que en tiempos salvaba el canal de Cabarrús, parte de un ambicioso proyecto de regadío del ilustrado conde homónimo (1752-1810).
Siguendo su hipotético trazado por el camino de la izquierda, se pasa junto a los restos de una casa que debió de pertenecer a Jovellanos (eso reza una inscripción en su dintel) y se deja luego a mano derecha la gran Casa de los Oficios, propiedad del mentado Cabarrús. A la altura de otra pontezuela, un nuevo camino vira a la izquierda en demanda de Torremocha, desde donde, ya por carretera, el excursionista regresa a Torrelaguna en un santiamén.
http://www.excursionesysenderismo.com/rutas/r_madrid2/ruta_129_m2.htm