Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)
El cine Sagitario
Cuando en el bar Sport no se discute de campeones, desafíos, amores, capuchinos, delanteros centro, borracheras, traslados, sexo y merengues, se habla del programa del cine Sagitario.
La primera vez que puse el pie en el cine Sagitario fue después de hacer novillos en la escuela. Aquel día iban a preguntar griego, y no me decidía sobre la excusa que inventaría. Había pensado en escenificar un “Perdone, ¿puedo salir?, tengo sangre en la nariz”, pero a la entrada de la escuela vi a Frazzoni y Baldi con dos pañuelos que parecían las vendas de un garibaldino. “Si quieres sangre, ha quedado un poco de conejo en el coche”, me dijo Frazzoni. Así que pensé en una excusa enternecedora. Pero Pagliogli se acercó amenazante y dijo: “Hoy la abuela en coma la tengo yo”, y empezó a pelar una cebolla frotándola. ¿Romperme un brazo? Pero Lodi ya entraba con la cabeza vendada y dos muletas, y detrás Guido enyesado hasta el cuello. Me sentí perdido. Armaroli, Biondi, Cartoni, Deganutti, Dursi, Piombo, Sardoni, Selleri y Zacca no habían venido. Nonni tenía justificación del padre; Mazzanti había estado enfermo los últimos siete meses y tenía que ponerse al día. En cuanto a Lorenzi y Poluzzi, los primeros de la clase, ya les habían preguntado dieciséis veces a cada uno. Gibboni se había desmayado y Brioli había sufrido una crisis epiléptica. Quedaba sólo yo.
Mientras temblaba en la entrada de la escuela, llegó Mulone. Mulone medía un metro noventa, con bigotes de mafioso y una buena plantación de espinillas. Lo admirábamos muchísimo porque ya había repetido seis veces tercero y porque inventaba unas historias eróticas hermosísimas, que acababan casi siempre con: “A ver, ¿sabéis de qué os he hablado?“. Mulone entró sobre su Motom en el pasillo y dijo: “¿Cómo está la situación?”. Le expliqué que la situación era grave, que todos tenían una férrea coartada, y que seguramente a la hora de griego caeríamos él y yo. “Ah”, dijo Mulone, “y tú, ¿estás preparado?”. “No”, dije yo, “¿y tú?”. “Tampoco. Ayer no pude estudiar. Vino a verme una novia”. “Ah”, dije yo. En aquel momento apareció por la puerta la figura del profe de griego, con barba larga, cabello apelmazado y piernas enarcadas. “Dios mío”, dije, “qué mal lo veo. Además las hemorroides”.
Y fue así como me encontré sobre el guardabarros de la Motom de Mulone, lanzado a una precipitada fuga. Mulone conducía con una pericia y un dominio absolutos, pasando con desenvoltura de la calzada a la acera y de ahí a los porches de las casas sin pararse un instante. Sólo en la calle Fondaza me dio un codazo en la boca para hacerme caer. “¡Hay un guardia!”, explicó. Y al poco nos encontramos ante el Sagitario, cine de barrio, doscientas liras, donde estaba en cartelera Cheng, la furia del Oriente, prohibida para menores de dieciocho. “No puedo entrar”, dije yo. Pero Mulone me arrastró dentro.
Sobre la taquilla había unos rótulos luminosos en los que se leía: Primera parte. Segunda parte. Intermedio. Actualidad. Debate general.”¿A qué hora comienza el debate general?”, preguntó Mulone. “En diez minutos”, dijo la taquillera, una morena con sonrisa de lingotes y con pedruscos de rimel en equilibrio sobre las pestañas. Estaba sentada sobre una pila de Tebeos y leía seria, masticando una barrita de regaliz, con la mirada de una vaca cuando pasa el tren. “Dos Enal[1] reducidas para inválidos civiles”, espetó Mulone. “Tu abuela”, dijo la taquillera, “a ver el carné”. “Qué vergüenza”, dijo Mulone. “No hay narices, ¿eh, chaval? Y además no tenéis dieciocho años”. “Yo tengo veintiuno y él está conmigo en clase”, dijo Mulone, y me metió un nacional en la boca. La taquillera me miró con atención y cortó dos billetes. Yo aspiré el nacional y de pronto me puse del color de un divo del cine mudo. Mulone me llevó en brazos ante el acomodador, que rasgó los billetes y se quedó entretenido con una tira de chicle pegada pérfidamente por Mulone a los mismos billetes.
El interior del Sagitario era como el vagón de un tren, largo y estrecho. La platea estaba cubierta de un nubarrón negro de humo de cigarrillos y puros; de vez en cuando retumbaba el trueno. En las primeras filas había criadas y soldados. Una criada se había llevado un cubo de guisantes para pelarlos y el soldado le echaba una mano y a menudo las dos. Delante había un viejísimo pederasta, ya retirado, que desde los siete años ofrecía a los niños el mismo caramelo de limón ahora mohoso. En su fila había dos pederastas jóvenes y brillantes, perfumados como una floristería. Tenían los pies prensiles y se divertían aferrando por los tobillos a aquellos que pasaban para tomar asiento en la fila. En la tercera fila había un hombre enorme, con un sombrero que ocultaba la pantalla a cinco asientos. El hombre dormía y roncaba. Si se lo despertaba, se volvía, miraba fijamente a la cara con dos ojos inyectados en Barbera[2] y soltaba castañazos en la cabeza. En los cinco asientos detrás de su sombrero, desde donde no se veía la pantalla, estaba el contrabandista de cigarrillos encima de una pila de cartones de americanos, con la caja registradora y el hijo que se deslizaba entre las filas como un Sioux y susurraba al oído: “¿Mecheros?”. En la cuarta fila había una puta vestida de rosa, con la cara de Charles Bronson, que lloraba con las noticias, lloraba con la publicidad, lloraba con los avances de las películas y lloraba ininterrumpidamente durante toda la película, con alaridos y sonadas de nariz oceánicas. Cualquier cosa que sucediese en la pantalla desencadenaba en ella una conmoción. Sólo reía cuando veía un ahorcamiento o una película de Totò. Entonces empezaba a reír desde el final de la calle. Reía media hora mirando la cartelera: se meaba de risa sacando la entrada, vaciando el monedero en el vestíbulo, inundaba la taquilla de monedas de cien liras y de preservativos usados. Luego daba una gran palmadita al acomodador y, apenas se sentaba, comenzaba a hacer acrobacias sobre el asiento, riendo con las piernas en el aire, enlazando el cuello de los espectadores de delante, hasta caer rodando entre convulsiones en el fondo de la fila. Su potentísima carcajada impedía entender las ocurrencias de la película: pero si alguien trataba de hacerla callar ella se quitaba la peluca, que era un enredo de cabellos e hilos, grande como un oso, y con ella lo golpeaba hasta aturdirlo. Puesto que, además, se meaba encima, también llevaba detrás un orinal, y en el descanso se podía oír un rumor de cascadita y su voz afanosa que decía: “Oh dios dios dios no puedo más”.
En las filas del fondo había dos amantes, Athos el rey de los carburadores, que llevaba el garaje de enfrente, y la Nella, mujer del hermano de Athos, Anselmo el Arañatechos, porque, según el parecer general, tenía una cornamenta que no cabía en una habitación. Athos y Nella esperaban la escena de amor y apenas la actriz y el actor empezaban en la pantalla a gemir enlazados en un beso, también ellos empezaban a gemir esperando mimetizarse. Pero dado que Clark Gable no habría obtenido nunca el permiso de la censura si hubiera dicho las cosas que se oían en la sala, después de pocos segundos las cabezas de todos se dirigían de la pantalla al fondo, y al final siempre se producía un aplauso clamoroso. La Nella se hundía y Athos, desenvuelto, agradecía con una reverencia.
En el fondo, a la derecha, había dos viejitos con boina, que se presentaban a las ocho y media de la mañana con una olla de cocido, compraban seis sesiones para catorce horas de proyección. Si la película era aburrida, se dormían cabeza con cabeza, despertándose sólo para el documental que a ambos les gustaba muchísimo. El más viejo decía conmovido que ya había visto ciento treinta veces El lago de los castores.
En la fila de la derecha, oculto tras un poste, estaba el Topo Tirador, con un tirachinas y bolitas de pan, judiones en salsa, plomadas de pescador, avellanas y garbanzos fosilizados. Era un pequeñajo de pelo rizado con cara de liebre. El Topo Tirador golpeaba en la oscuridad en cada ángulo de la sala, con absoluta precisión, justo bajo la oreja. Se escuchaba el zing del elástico, luego un golpe seco y una blasfemia. El Topo Tirador tenía como blancos preferidos a los señores calvos y al hombre de los helados. El hombre de los helados daba vueltas con un casco alemán en la cabeza para protegerse. Inútil. Invariablemente, cuando alguno le preguntaba si tenía naranjada, se le escuchaba responder “Demonios”, porque entretanto había llegado el leñazo del Topo Tirador. Una vez el hombre de los helados perdió la paciencia porque el Topo Tirador, en el mismo día, le había marcado un ojo con un cojinete de bolas y con un plomazo le había decapitado un almendrado que estaba a punto de entregar. Entonces tiró por el aire la caja y persiguió al Topo Tirador entre las filas para asesinarlo, pero accidentalmente le pisó un pie al hombre del sombrero que lo puso bajo los cuidados del Sant’Orsola[3] durante cuarenta días salvo complicaciones. El día que volvió, el hombre de los helados pidió ser trasladado al gallinero. Fue un acto valiente: durante varios años ninguna persona sensata había puesto el pie en el gallinero del Sagitario. Era como el valle maldito de las películas, cuando el porteador negro dice: “Zambo no ir más con tú. Zambo miedo. Si buana ir, buana morir. Valle lleno espíritus malignos. Zambo da vuelta” y se va trotando por la jungla. Así, si uno pedía una entrada de gallinero, la taquillera ponía los ojos en blanco y decía: “No vaya, no se lo aconsejo señor”. Una vez un poli se obstinó en subir, y desapareció en la nada al final de la primera parte. Sólo encontraron el sombrero en los servicios. Nosotros conocíamos el gallinero maldito sólo a través de los escupitajos que llovían sobre la última fila de la platea, en la cual, de hecho, sólo se iba con paraguas. De vez en cuando se oían gritos y risas, caían objetos extraños, como corsés de mujer, zapatos y repollos, y refulgían las llamas de un incendio. Total, que el hombre de los helados se aventuró en el gallinero una mañana, perforando una nube de humo, armado de cuchillo y pistola. Apenas estuvo arriba, lo oímos gritar “Heladoooos”, y enseguida cayó volando con una judía gigante en medio de la frente. Entonces el hombre de los helados tiró la caja y se enroló en la Marina.
Recuerdo que aquel día con Mulone había poca gente en la platea. Se expandió el rumor de una pelea en los retretes, y todos fueron a ver. Se apagaron las luces y salió el león de la Metro, que rugió y fue de pronto ensombrecido por un eructo bestial desde el fondo de la sala. Apareció el avance de Godzilla. Godzilla era uno de los preferidos en el Sagitario, y fue saludado con un estallido de aplausos. Se presentó con un trozo de Torre Eiffel entre los dientes y una voz gritó: “¡La mano delante de la boca!”. Luego se cortó el sonido y se paró la película. El operador surgió de la cabina, se fue y regresó un minuto después con una botella de vino, gritando: “¿Preparadooos?”. Se reanudó la sesión con un fragmento de documental sobre la necrópolis etrusca de Tarquinia, pero tres personas se levantaron, entraron en la cabina de proyección y lo disuadieron de continuar. Fue así como empezó Cheng, la furia del Oriente.
[1] ENAL: Ente Nazionale Assistenza Lavoratori, organización sindical dedicada a mejora el ocio y la cultura de los trabajadores.
[2] Barbera: Vino tinto piamontés.
[3] Sant’Orsola es un hospital de Bolonia.