Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)
El crío de los helados
Este personaje, aparentemente inofensivo, es uno de los más temidos por los camareros. De metro y veinte de altura, con gafas y cara de chimpancé, está sin embargo dotado de una excepcional vitalidad. Aparece en el bar con la mirada perdida: se acerca al mostrador con cien liras en la mano y se agarra desesperadamente al borde. El camarero casi nunca lo ve y sigue sirviendo al resto de clientes. Si el niño es muy tímido espera hasta la hora de cerrar, y a veces el camarero lo encuentra, casi dormido, con las cien liras en la mano, justo cuando va a barrer el suelo. Si sólo es normalmente tímido, empieza a golpear con las cien liras sobre el mostrador con obsesionante regularidad. Si el camarero no lo advierte, entonces empieza a emitir voces como ehu, oah, oh. Al final se cabrea y se va de allí sin comprar el helado, profiriendo terribles amenazas. A menudo escribe frases anatómicas sobre el congelador.
Si el niño es un niño listo, se va con rapidez al congelador de los helados, lo abre y mete la cabeza, los hombros y la mitad del cuerpo. Si el camarero no se da cuenta de ello a tiempo, el niño lo primero que hace es comerse todo el hielo. Luego aparta todos los helados para encontrar el suyo. Entonces el camarero le cae encima y tontamente le pregunta qué es lo que quiere. En este punto el niño le pedirá un helado de nombre absurdo, como Bananazo, Antártido, Naranjicrema, Baden-Baden, cuya existencia el camarero ignora. Éste busca entre todos los tipos de helado metiendo la cabeza en el congelador, y cada vez sale con un helado monstruoso lleno de colmenas y colores con forma de oveja o de ambulancia. El niño los observa serio uno por uno, y todas las veces dice: “Ése no es”. Terminado el examen, el camarero tiene una fiebre de caballo porque andar arriba y abajo por el congelador le ha provocado una bronconeumonía fulminante.
El camarero se desincrusta el hielo del pelo y mira con odio al niño, que dice: “Entonces quiero un cucurucho”. El niño pregunta por los veintisiete sabores de la carta, y escoge veinticinco. El camarero, ya en poder del enemigo, se deja guiar dócilmente y amontona más de medio metro de helado. Cuando se acaba el helado, el niño dice: “No ha puesto el turroncito al ron”, el camarero dice: “Sí”, el crío: “No”, y entonces no tiene más remedio que repasar la montaña de helados de principio a fin, darse cuenta de que el niño tenía razón y volver a ponerlo todo en su sitio.
En este momento el niño sale con siete mil liras de helado, poniendo en la mano del camarero cien liras pegajosas y sudadas, con pinta de falsas. Apenas sale del bar, el niño muerde el helado, que cae al suelo con el ruido de un suicida que se tira de un tercero. El niño llora como un desesperado. El camarero también llora. Luego le vuelve a preparar otro helado.
El niño sale y se come el helado.
O el niño sale y se le vuelve a caer el helado.
Y así sucesivamente.