"Si no has hecho cosas dignas de ser escritas, escribe al menos cosas dignas de ser leídas".
Giacomo Casanova

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23 de septiembre de 2011

Bar Sport (IX)

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

El crío de los helados

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Este personaje, aparentemente inofensivo, es uno de los más temidos por los camareros. De metro y veinte de altura, con gafas y cara de chimpancé, está sin embargo dotado de una excepcional vitalidad. Aparece en el bar con la mirada perdida: se acerca al mostrador con cien liras en la mano y se agarra desesperadamente al borde. El camarero casi nunca lo ve y sigue sirviendo al resto de clientes. Si el niño es muy tímido espera hasta la hora de cerrar, y a veces el camarero lo encuentra, casi dormido, con las cien liras en la mano, justo cuando va a barrer el suelo. Si sólo es normalmente tímido, empieza a golpear con las cien liras sobre el mostrador con obsesionante regularidad. Si el camarero no lo advierte, entonces empieza a emitir voces como ehu, oah, oh. Al final se cabrea y se va de allí sin comprar el helado, profiriendo terribles amenazas. A menudo escribe frases anatómicas sobre el congelador.

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Si el niño es un niño listo, se va con rapidez al congelador de los helados, lo abre y mete la cabeza, los hombros y la mitad del cuerpo. Si el camarero no se da cuenta de ello a tiempo, el niño lo primero que hace es comerse todo el hielo. Luego aparta todos los helados para encontrar el suyo. Entonces el camarero le cae encima y tontamente le pregunta qué es lo que quiere. En este punto el niño le pedirá un helado de nombre absurdo, como Bananazo, Antártido, Naranjicrema, Baden-Baden, cuya existencia el camarero ignora. Éste busca entre todos los tipos de helado metiendo la cabeza en el congelador, y cada vez sale con un helado monstruoso lleno de colmenas y colores con forma de oveja o de ambulancia. El niño los observa serio uno por uno, y todas las veces dice: “Ése no es”. Terminado el examen, el camarero tiene una fiebre de caballo porque andar arriba y abajo por el congelador le ha provocado una bronconeumonía fulminante.

5386937591_593ef65c1a_o El camarero se desincrusta el hielo del pelo y mira con odio al niño, que dice: “Entonces quiero un cucurucho”. El niño pregunta por los veintisiete sabores de la carta, y escoge veinticinco. El camarero, ya en poder del enemigo, se deja guiar dócilmente y amontona más de medio metro de helado. Cuando se acaba el helado, el niño dice: “No ha puesto el turroncito al ron”, el camarero dice: “Sí”, el crío: “No”, y entonces no tiene más remedio que repasar la montaña de helados de principio a fin, darse cuenta de que el niño tenía razón y volver a ponerlo todo en su sitio.

En este momento el niño sale con siete mil liras de helado, poniendo en la mano del camarero cien liras pegajosas y sudadas, con pinta de falsas. Apenas sale del bar, el niño muerde el helado, que cae niño heladoal suelo con el ruido de un suicida que se tira de un tercero. El niño llora como un desesperado. El camarero también llora. Luego le vuelve a preparar otro helado.

El niño sale y se come el helado.

O el niño sale y se le vuelve a caer el helado.

Y así sucesivamente.

18 de septiembre de 2011

Bar Sport (VIII)

Traducción del libro Bar Sport, de Stefano Benni
(Feltrinelli, Milan, 1997)

Bovinelli-arreglatodo

bovinelli 2 En la tarjeta de visita está escrito Bovinelli-arreglatodo, y es verdad: Bovinelli sabe hacer de todo. La primera vez que se presentó en el bar, preguntó si alguien tenía zapatos para ponerles suelas nuevas, ruedas que vulcanizar o bicicletas que reparar.

“Claro que sí”, dijo el abogado Brega entre carcajadas, “y ¿qué más?”.

“Incluso jardines que cuidar, vino que trasegar o paredes que encalar”, dijo serio Bovinelli.

“Yo tengo el pelo un poco largo”, dijo Muzzi.

Esa misma tarde a las nueve sonó el timbre de la casa de Muzzi, y se presentó Bovinelli con una toalla y la maquinilla. Peló a Muzzi, arregló la muñeca de su hija que ya no decía mamá, le quitó las pulgas al perro y al salir le puso aceite a la cancela. Así empezó la carrera de Bovinelli.

Bovinelli andaba con una furgoneta de madera llena de herramientas: tenía de todo, desde el martillo a la escalera articulada. Empezaba desde el fondo de la calle, a las ocho de la mañana. Una casa cada vez. Nada era imposible para Bovinelli. Se bajaba, vestido con su mono azul, con el metro de madera en el bolsillo y un cigarrillo Nazionale en la boca. Escuchaba el problema, volvía a su furgoneta y regresaba con algún taladro increíble, o una tulipa, o una llave inglesa de locomotora, o una pieza del motor de un incinerador, y procedía. Cada intervención, doscientas liras, cualquiera que fuese la especialidad. Tenía dos manitas de cirujano: frente a ellas claudicaban los transistores y las calderas. Justo hasta el viernes por la tarde.

El viernes por la tarde, a las ocho en punto, Bovinelli aparcaba la furgoneta delante del bar, se quitaba el mono, se lavaba las manos en la fuente y luego se sentaba. A las ocho y doce minutos estaba ya tranquilamente borracho. En tres días, todo lo que había ganado en la semana se invertía en vino. Durante tres días no era posible comunicarse con él, ni hablarle. Todo lo más, se podía cantar con él. Cuando el bar cerraba, caminaba dando vueltas por la ciudad. Andaba toda la noche sonriendo satisfecho. El lunes por la mañana, a las ocho, perfectamente sobrio, reemprendía el trabajo.

Sucedió una vez que en sábado por la noche reventó el tubo del fregadero en casa de Lasagna. Lasagna, que se había ido a jugar al póker con su mujer y dos muertos[1], se encontró con el agua hasta la rodilla y los niños flotando agarrados a la mesita de noche. “Ayuda”, gritó, y despertó a todo el edificio. Comenzaron las escenas de pánico. Cuando la situación se despejó, Lasagna, en pijama por el corredor, dijo: “Llamad a Bovinelli”.

Bovinelli

Fueron en un instante al bar. Bovinelli estaba sentado en su rincón, ante un despliege de botellas vacías colocadas como bolos, y cantaba en voz baja el manisero.

“Bovinelli, hay una inundación”, dijo Ferrari tirándole de un brazo. “Tienes que venir enseguida”.

Bovinelli sonrió y lo invitó a beber.

“¡Bovinelli, los niños se ahogan! ¡El edificio está lleno de agua! ¡Los cimientos peligran!”, lo apremió Muzzi tirándole de la chaqueta.

“El doctor Bovinelli no está de servicio”, balbuceó Bovinelli, y volvió a beber.

Al final lo llevaron en brazos hasta el lugar del desastre. Un metro de agua por todos lados. Ya estaban allí los bomberos con un tubo de seis metros y la bomba de agua.

“Llega Bovinelli”, dijo el jefe de bomberos. Canceló las operaciones e hizo apartarse a todos.

Bovinelli soltó un eructo y se tendió en el suelo.

Lo levantaron, pero no quería saber nada. Dijo que estaba fuera de su horario. Entonces Lasagna tuvo una idea y dijo: “¡Bovinelli, al agua está llenando la bodega!”.

A Bovinelli se le encendió un fogonazo en el ojo apagado y dijo: “¿Entra agua en el vino?”.

“Sí”, dijeron todos.

“¿Se están mezclando?”.

“Sí, Bovinelli, como lo oyes”.

Entonces Bovinelli se levantó, hizo en zig-zag tres kilómetros y veinte metros hasta la furgoneta aparcada ante el bar, y volvió con un desatascador doble tamaño elefante.

“¿Qué haces” preguntó Lasagna.

“El beso de Bovinelli”, dijo él, se taponó la nariz con los dedos y desapareció bajo el agua manteniendo la respiración.

Pasaron diez minutos. Todos estaban muy preocupados cuando se oyó un plop gigantesco. El beso de Bovinelli, o sea la ventosa del desatascador que actuaba. El agua, como por encanto, desapareció, y se esfumó tranquilamente por la alcantarilla. Bovinelli la guiaba con grandes ademanes de la mano, como un guardia urbano.

“Bravo Bovinelli”, dijeron los presentes, apretándose a su alrededor.

“Lo he hecho sólo por el vino”, precisó él, y se volvió al bar, a continuar donde lo había dejado.


[1] Comparsas [N. del T.]