EL CUENTO DEL MARINERO
(4ª y última parte)
[Del libro de Stefano Benni, Il bar sotto il mare, publicado en la
Editorial Universale Economica Feltrinelli]
Esa tarde, algunos marineros mantuvimos un conciliábulo en la bodega. Buckingham decía que estábamos en peligro: la ballena no soportaría ser rechazada. Huysmans decía que entendía las razones de la ballena, pero también las del capitán: ¿qué es lo que debía haber hecho? ¿Invitarla a cenar? Yo dije que jamás en mi vida de ballenero había visto una cosa igual, y que por tanto la única cosa que se podía hacer era esperar.
Esa noche la ballena regresó. Todos escuchamos su serenata para el capitán, y los aullidos del capitán, primero airados, luego suplicantes.
Volvió todas las noches, siguiendo a la nave en su ruta hacia los Hujangos.
Hasta una tarde en que nos detuvimos en una rada para abastecernos de agua dulce. No teníamos más de veinte pies de fondo, pero de cualquier forma la ballena llegó. Tenía su hocico casi apoyado en la nave. Cantó hasta las tres, hasta que el capitán salió de la cabina. Yo estaba de guardia y pude escuchar todo lo que dijo:
— Matu-Maloa —decía muy bajito Charlemont— trata de comprender mi situación: formo parte de una antigua y honorable familia inglesa. Los varones de mi familia han desposado siempre y exclusivamente mujeres con al menos un cuarto de descendencia real. ¿Cómo crees que podré anunciar que estoy comprometido con una ballena? Lo sé, sé que eres la reina de los mares. Pero nuestros mundos son diferentes. Yo no respiro bajo el agua. Y tú te aburrirías con el cricket. Te lo ruego, déjame en paz. Considera el escándalo si todo esto se supiera en Londres...
Matu-Maloa escuchó y moduló un nuevo reclamo de amor para su capitán.
— Y luego, además, no sé siquiera si eres macho o hembra. Entre nosotros es imposible una relación. Y por último: estoy comprometido.
Ante aquella palabra Matu-Maloa dejó de cantar. Giró la inmensa cabeza bajo el agua, se enroscó sobre sí misma y desapareció. Nunca más la vimos.
Quiso el diablo que estuviéramos ya a pocas jornadas de navegación de la meta. El capitán Charlemont no había vuelto a salir a la cubierta y había dejado el mando a Huysmans. La Fidèle había viajado ligera y en la tripulación ya fantaseábamos sobre cómo gastaríamos del modo más rápido e inútil las trescientas guineas.
Cuando ya la costa inglesa se encontraba a la vista el capitán me mandó llamar. Estaba en el invernadero, sobre una silla de mimbre, en medio de aquella húmeda jungla, densa por los vapores venenosos y por los insectos. Nadie hubiera reconocido en él al perfecto noble inglés que zarpó del puerto de Cape Heat. Tenía la barba larga, el cabello desordenado y en lugar del uniforme una bata deslucida. Apestaba a ron.
— Marinero Guinea —me dijo— quiero proponerte un pacto. Debéis jurar solemnemente, tú y los otros marineros, que ni una palabra de lo que habéis visto será pronunciada en tierra firme. Estoy dispuesto a añadir otras cien guineas a la paga. Pero debes convencer a los otros de no dejar escapar ni una sola alusión a la ballena.
— Creo, señor capitán —dije—, que cien guineas son un argumento que cerrará la boca de todos como si fuera colapez.
— Así pues —dijo Charlemont levantándose vacilante— no ha existido ninguna ballena ni cachalote de voz melodiosa. Ha sido un delirio causado por el calor y por la noche tropical. Voy a recuperar mi puesto en la buena sociedad de mi país.
¿Fue una impresión o al pronunciar las palabras “buena sociedad” se advirtió en la voz del capitán un ligero disgusto?
La noche de nuestra llegada al puerto de Londres, la compañía Smithson había hecho las cosas a lo grande. Estaban el presidente y el vicepresidente, el ministro de agricultura y toda la facultad de botánica y zoología de la Universidad. Y allí estaban también sus esposas, un revolotear de faldas blancas y rosas como medusas, y un aletear de sombrillas. A decir verdad, en la espera de la Fidèle ocurrió un extraño episodio. Del mar surgió un hombre completamente vestido, con una gardenia en el ojal. Se encaramó al muelle, rehusó cualquier ayuda y se alejó a la carrera, como si temiese un peligro inminente. Pero el clima festivo se restableció con rapidez por la banda que tocaba “Thanks for the Beautiful Roses”. Un pelotón de guardias elegidos se derretía marcialmente bajo el sol. Entre los presentes el padre y la madre del capitán Charlemont, además de su prometida, Lady Ashley-Compcott, hija del marqués de Sunbury, toda vestida de color albaricoque, con el rostro enmarcado por unas nobles orejas de liebre.
Los metales sonaron más fuerte, haciendo vibrar las tablas del muelle cuando la Fidèle, con perfecta maniobra (no la mandaba Charlemont) viró dentro del canal e inició el atraque. Los pequeños binoculares de madreperla pasaban de un puño almidonado a una manita enjoyada. Y pronto fue visible en la proa el capitán Charlemont, con el bello rostro que el mar apenas había afectado: pálido había partido y pálido retornaba. El corazón de sus progenitores vibró de orgullo, e incluso el de su prometida dio pequeñas muestras de aceleración, a pesar de que esto fuese bastante plebeyo. Y todos nosotros, formados y uniformados, por un día nos sentíamos parte de lo mejor del país, de su historia y de su botánica.
La Fidèle ancló cerca del muelle y bajamos las chalupas. En la primera subió el capitán conmigo y con Buckingham, que sosteníamos un maravilloso ejemplar de palmera con la bandera inglesa. El capitán fue el primero en subir la escalerilla del muelle y en estrechar la mano del ministro. Justo después vio a Lady Ashley-Compcott y descuidando por un instante los buenos modales, en vez de besarle la mano, la abrazó. Mientras los dos jóvenes se apretaban bajo la mirada benévola de las nobles familias, la banda entonó “Together”. Pero sonaba desafinada y desagradable.
— ¿Qué tormento es éste —gritó el conde padre Charlemont—, qué es lo que sucede?
— Os pedimos perdón —dijo el director— pero no podemos tocar. Hay una voz desagradable que se ha unido a nosotros. Además, el muelle se balancea demasiado...
Era verdad. El muelle rechinaba espantosamente. Y era claramente audible una voz desagradable, inhumana, que hacía el coro a las notas de “Together”.
— ¡Es él —gritó Buckingham—, ha llegado hasta aquí!
Justo en aquel momento un gran golpe de la cola de Matu Maloa sacudió uno de los pilares del muelle que se inclinó espantosamente, y la ballena, loca de celos, se lanzó de cabeza contra los otros pilares. Volaron astillas de madera y sombrillas. Lanzando gritos de consternación, todos trataron de salvarse, quién huyendo hacia tierra firme, quién lanzándose al agua. El muelle cedía trozo a trozo y Matu Maloa seguía embistiéndolo a cabezazos, y ni siquiera los disparos de los guardias conseguían hacerle un rasguño. Marqueses, botánicos e intérpretes de oboe acabaron en el agua. Hasta que el cachalote llegó al último trozo de muelle que permanecía en pie, donde estaba el capitán Charlemont aferrado a su prometida.
— Huye —gritó el capitán, empujando lejos de sí a Lady Ashley. Inmediatamente después cayó (algunos dicen que se arrojó) sobre el lomo del monstruo, que sin sumergirse nadó lejos a toda vela. Cuando desapareció en el horizonte el capitán parecía un pajarillo sobre el lomo de un elefante.
La historia podría acabar aquí. Obvia decir que el escándalo fue enorme, porque no todos los días ocurre que una ballena rapte, consciente o inconscientemente, a un vástago de la nobleza inglesa. Dos meses después el capitán Charlemont fue declarado difunto a todos los efectos, y sobre su tumba familiar, en Glenmore, escribieron:
SU NOBLE CORAZÓN RAPTÓ
LA FURIA DEL LEVIATÁN
Si es así, amén. Pero yo prefiero creer a un amigo mío antillano, que de regreso de un viaje me contó que en una isla de las Célebes los indígenas adoraban a una extraña divinidad, que llamaban Charmaloa. Y me enseñó una estatuilla. Era la estatuilla de una ballena que tenía sobre el lomo una figurita muy pequeña, con un sombrerito y en él una pluma verde.
FIN