Cuando nací y la enfermera depositó sobre el cuerpo de mi madre el mío todavía humedecido y manchado a consecuencia del viaje todo parecía normal, fuera, el nordeste de mi cantábrico azotaba con fuerza las últimas luces del invierno y el olor a salitre recorría e impregnaba las calles hasta desvanecerse a medida que se alejaba del mar.
Aún recuerdo aquella primera inhalación de aquel aire húmedo y denso entrando garganta abajo e inundando lenta y totalmente cada rincón de mis pulmones todavía tiernos.
Ya en casa, mi infancia fue como la de cualquier niño normal, mis primeros años se sucedieron al amparo de mis padres y en el calor del hogar.
Cumplido el segundo año mi madre observo con cierta preocupación disimulada como mi piel se resecaba en exceso e incluso en ocasiones parecía querer agrietarse, comenzó así un periplo de especialistas, dermatólogos y cremas que no solo no supieron diagnosticar ni dar remedio, sino que además se quedaban boquiabiertos viendo como tan solo un simple baño, un simple baño de agua limpia y fría suavizaba mi piel y la dejaba suave y tersa durante horas.
Pronto la necesidad de agua se hizo tan importante que mis baños ocuparon gran parte de mis días y los periodos secos suponían un suplicio difícil de sobrellevar.
Paso el tiempo, y los días se hicieron meses, los meses años, y el problema, lejos de solucionarse agravó.
Cuando tuve edad suficiente salía de mi casa temprano, bajaba hasta la playa y me zambullía en el agua durante horas, mi madre, observaba desde la barandilla del paseo marítimo la escena y permanecía allí día tras día hasta el final de mis baños.
Un día, el baño se alargó y cuando salí del agua, ya de noche la luz de la luna se reflejaba en mi piel que brillaba de una manera inusitada, mi madre me envolvió en una toalla y juntos recorrimos los escasos cien metros que separaban mi casa del agua.
Esa noche cené y tras la cena, llene de agua la bañera y sumergí en ella mi cuerpo desnudo, no era la primera vez que durante la noche sentía la imperiosa necesidad de tomar un baño, pero aquella noche el baño duro hasta bien entrado el alba.
Cuando abrí los ojos, sentada frente a mí en el suelo del baño pude ver a mi madre que me miraba con los ojos inundados en lágrimas, me miro y sonrío, yo me levante, la tome de la mano y juntos nos dirigimos al mar, mi piel se había endurecido y se había tornado de un color gris con reflejos de plata.
Bajamos juntos las escaleras que separaban el paseo de la arena y caminamos hacia el agua. La arena blanda y húmeda dibujaba nuestras huellas tras nuestros pies hasta el límite con el agua, nos paramos y miramos al frente donde mar y cielo se confunden en un horizonte azul, me gire y en los ojos de mi madre pude ver aquel agua que era mi vida y que reflejaba difuminado el reflejo de mi propio ser, ella beso su mano y con ella tapo mi boca, luego me dejo ir, yo, solo sé que nadé, nadé y nadé hasta convertirme en PEZ.