No me acuerdo de ese verano en el que me descubrió la lectura leyendo signos ilegibles y me atrapó entre sus fauces un libro de Dinosaurios.
No me acuerdo de las 25 pesetas que me daba mi abuela para el cepillo de la Iglesia y que invertía para dar de comer al hambriento...de pipas, yo.
No me acuerdo de la primera vez que pensé que lo que tenía entre las piernas estaba ahí sólo de paso.
No me acuerdo de mi gata que pasó de pasar a mi lado cariñosamente, a mirarme y pasar de mí. Entendí en su desprecio, la fugacidad de la belleza.
No me acuerdo de la vez que mi maestra me pidió que le diera una bofetada a un compañero de clase. a lo que yo me negué enérgicamente. Ni de la mano boomerang que hizo la tabla de multiplicar en mi cara y también en el trasero de mi compañero.
No me acuerdo de una fiesta que hicimos en un bar a puertas cerradas propiedad de un amigo. Comprobamos con claridad que al día siguiente, y ya restablecida la aburrida normalidad, los mayores jugaron muy en serio a aquellos pedos psicológicos infantiles.
No me acuerdo de haberme subido a un caballo que por esa fecha medía más de un campanario de altura, blanco, con las crines desgastadas por el aguardiente derramado, galop(e)ado por un tío que tuve y que luego nunca más vi.
No me acuerdo de las noches en vela pensando que por mi culpa el payaso de juguete de mi madre se había quedado mudo por mi mucho jugar y el poco dormir, como Don Quijote.
No me acuerdo de dormir encogido, en posición fetal-fatal porque a los pies de mi cama todas las noches creía escuchar como se abría un oscuro abismo succionador.
No me acuerdo del pequeño postigo de la hoja de mi ventana que emanaba una resina naranja y que un día sin que mis padres se percataran, descolgué e incrusté toda la tarde en una maceta por si aún estaba a tiempo de saber de qué árbol procedía.
No me acuerdo de jugar al fútbol y de las niñas que se desvivían por animarnos y que luego tras el partido y vuelta al anonimato de la masa, me metieron unos cuantos goles a mi fugaz ego desinflado.
No me acuerdo de las veces en la que desenfocaba la visión y creía que era el mismo superpoder de Supermán para ver a través de las paredes y que si no veía nada, era porque mi madre me dijo que "las paredes y muros de mi casa estaban hechas de adobe de más de un metro de espesor". Anulados todos los poderes y asumido que mi pueblo estaba a merced de los malos de las películas, me escondí derrotado.
No me acuerdo cuando mi abuelo amenazó con la Guardia Civil a un ciclista accidentado que casi nos atropella por negligencia nuestra en plena carretera, y al que vi correr seguidamente con la bicicleta a cuestas, ensangrentado, hecho un eccehomo, toda el camino abajo. La justicia al revés, absurda, superviviente, divertida e injusta de todos los abuelos para sus nietos.
No me acuerdo de jugar a alquimista con las colonias de mi padre y los productos de la limpieza que a priori eran inalcanzables ("No dejar al alcance de los niños") para inventar una poción que convirtiera a las negras y rojas hormigas de mi patio, en un poderoso ejército que invadiera la tela de una araña que me tenía aterrorizado y a la que sólo veía un par de patitas en el agujero.
No me acuerdo si lo conseguí. Los vapores del mejunje hicieron un gran trabajo amnésico.
NO ME ACUERDO DE ES(T)OS RECUERDOS QUE NO OLVIDÉ.