En cierta ocasión me encontraba saliendo del metro cuando empezó a chispear. Me sorprendió que algunas personas bajaran las escaleras junto a mí con actitud histérica, pero no le di mayor importancia y me dirigí a una parada de autobús próxima. Allí varios viandantes se agolpaban y había murmullos y ajetreo.
Pronto descubrí el origen de aquel follón, cuando miré la manga de mi chupa y observé que el cuero sintético se había disuelto en algunos puntos como si algo lo hubiera quemado. Recorriendo con la vista mi alrededor comprobé que la gente estaba cada vez más nerviosa; era la lluvia la que quemaba. La cazadora de grueso plástico y su capucha me habían protegido un punto, pero noté que el chaparrón arreciaba. Aquello podía ser peligroso, y cada vez más personas intentaban refugiarse bajo la marquesina de cristal y aluminio.
No lo pensé dos veces y tomé de las solapas a un ejecutivo que, nervioso, se arrebujaba a mi lado y portaba un maletín. Le propiné un fuerte cabezazo que le destrozó las gafas y le arrebaté el portafolios. Él, que se había desplomado unos metros, intentó volver a la seguridad de la marquesina, pero yo se lo impedí con un certero puñetazo en la tripa que lo derribó. Ya en el suelo quiso incorporarse con las manos y huir, pero le asesté una patada en la cara que acabó de tumbarlo y dejarlo a merced de la corrosiva lluvia.
Una vez terminé con él, sin dudarlo un segundo, comencé a correr hacia un estanco que había al otro lado de la calle. Aunque la multitud, ya presa del pánico, intentaba asaltar con horrorizada histeria los locales comerciales para protegerse, aquel diminuto establecimiento encajonado entre dos bloques de viviendas había pasado temporalmente inadvertido. Crucé la avenida, tapándome la cabeza con la cartera que le había arrebatado a aquel individuo, mientras notaba que mi chupa y mis vaqueros se convertían en andrajos al contacto con el agua.
Al llegar al estanco una mujer mayor estaba entrando delante de mí. Ni corto ni perezoso, la agarré con fuerza por los hombros y la saqué de un empujón a la calle, donde tropezó y cayó de bruces sobre un charco. No perdí ni un segundo para refugiarme en el local, en el que la estanquera y un par de clientas observaban inquietas el caos por los cristales de la puerta.
En el último segundo un hombre joven se acercó corriendo como un poseso. Pretendía entrar al estanco, pero se lo impedí empujándolo de una patada. Antes de que lograra reaccionar cerré la puerta de golpe y eché el cerrojo. Él, ya recompuesto, se puso a golpear el vidrio desesperadamente. Su cuerpo se deshacía como un soldadito de plástico expuesto al fuego. La ropa se le disolvía tal que si fuese de papel; los ojos se le salían de las órbitas y se le caía el pelo.
- ¡Socorro! - pudo gritar antes de perder los dientes - Me derrito...
Yo me quedé allí quieto, con las manos en lo que quedaba de mis bolsillos, observando a través de la puerta cómo aquel tipo se consumía y se convertía en un charco más bajo aquella misteriosa y muy extraña lluvia.