Por la noche le sonó el teléfono. Aún medio en sueños empezó a tentar, a ambos lados de la cama, buscando la mesita donde reposaba el móvil. En aquel tanteo dio un manotazo al vaso de agua que, al acostarse, dejaba siempre en el mueblecito por si le daba sed. Le irritó el escándalo del cristal rompiéndose y el líquido salpicando y corriendo por todas partes; aun así se ocupó primero del dichoso celular, ¿quién llamaba a estas horas?
Nadie. Era la alarma de las cinco de la mañana que la despertaba cada día para ir al trabajo. Pero hoy era domingo y no tenía que levantarse... maldita sea. ¿Por qué habré olvidado quitarla? En fin... así disfrutaré más, pensó. Le encantaba, en el fondo, despertar en la noche y volverse a dormir, bien arropadita con la tonelada de edredones. Respecto al estropicio del vaso, ya lo limpiaría mañana. Era agua, nada que pudiese manchar, sólo debía tener cuidado con los cristales al día siguiente, ¡qué pereza salir ahora de la manta para ir a la cocina!
Amaneció a las tantas. La luz intensa se colaba por las rendijas de la persiana. Hacía sol, suficiente como para alumbrar la mesilla junto a ella. En principio no le sorprendió ver que el vaso de agua estaba encima e intacto, ni siquiera reparó en ello. Pero demasiado tarde se dio cuenta de que había pisado el suelo, descalza, sin preocuparse de los cristales. Asustada miró a sus pies y vio que no había absolutamente nada. Ni rastro de vidrio ni tampoco de agua. Lo habré soñado.
Una mezcla de sueño y realidad, pensó. Lo pensó hasta que llegó a la cocina y vio, junto a la puerta de la despensa, la escoba y el cogedor donde siempre los dejaba. El cogedor, en efecto, conteniendo todos y cada uno de los trocitos de ese otro vaso que anoche había tirado al suelo... y que no había recogido.
Y el agua, obvio, estaba en el cubo; con la fregona cuidadosamente colocada encima de él, sin duda recién escurrida.
Nadie. Era la alarma de las cinco de la mañana que la despertaba cada día para ir al trabajo. Pero hoy era domingo y no tenía que levantarse... maldita sea. ¿Por qué habré olvidado quitarla? En fin... así disfrutaré más, pensó. Le encantaba, en el fondo, despertar en la noche y volverse a dormir, bien arropadita con la tonelada de edredones. Respecto al estropicio del vaso, ya lo limpiaría mañana. Era agua, nada que pudiese manchar, sólo debía tener cuidado con los cristales al día siguiente, ¡qué pereza salir ahora de la manta para ir a la cocina!
Amaneció a las tantas. La luz intensa se colaba por las rendijas de la persiana. Hacía sol, suficiente como para alumbrar la mesilla junto a ella. En principio no le sorprendió ver que el vaso de agua estaba encima e intacto, ni siquiera reparó en ello. Pero demasiado tarde se dio cuenta de que había pisado el suelo, descalza, sin preocuparse de los cristales. Asustada miró a sus pies y vio que no había absolutamente nada. Ni rastro de vidrio ni tampoco de agua. Lo habré soñado.
Una mezcla de sueño y realidad, pensó. Lo pensó hasta que llegó a la cocina y vio, junto a la puerta de la despensa, la escoba y el cogedor donde siempre los dejaba. El cogedor, en efecto, conteniendo todos y cada uno de los trocitos de ese otro vaso que anoche había tirado al suelo... y que no había recogido.
Y el agua, obvio, estaba en el cubo; con la fregona cuidadosamente colocada encima de él, sin duda recién escurrida.