Matías era un loco, era el loco de la amurallada ciudad.
Los chiquillos se reían de Él, cuando no, lo arrojaban
toda clase de hortalizas por su aspecto y por las mentiras que contaba.
Ultimamente
Matías, narraba la historia de un barranco con un río en donde el oro
colgaba de los árboles y rojos rubíes estaban esparcidos por los suelos.
Todos se burlaban de Matías. Algunos le propinaban
patadas que le hacían rodar entre el barro y los cerdos que poblaban la calle.
Hasta el obispo, llegaron los embustes del loco Matías,
pero éste tocado por la avaricia no se tomó a la ligera esta nueva, y mandó que se
lo trajeran para oir de su propia boca la
supuesta atrocidad.
Matías, dió toda clase de lujosos detalles sobre el
sitio. Dijo que una vez al año poco después del tórrido verano el barranco se
engalanaba con tesoros jamás vistos, pero que Él no había vuelto hasta allí por
no disponer de medios para tan costoso viaje. El deseo de Matías, es que su cuerpo descansase
eternamente allí.
El Obispo ofreció a Matías llevarlo gustoso Él mismo al lugar, si le permitía acompañarlo porque su deber como representante de Dios
era ayudar a los pobres. Más nadie debía saber nada del viaje para no fomentar
el pecado que los hombres pudiesen cometer ante tales riquezas.
Matías así lo prometió.
En realidad su excelencia había urdido un plan. Una vez
allí, si lo del tesoro era cierto asesinaría a Matías para que nunca pudiese
llevar a nadie más. Y si era mentira también tendría que matarlo para que su reputación
no fuese mancillada como consecuencia de las historias de un loco.
Sin más se pusieron en marcha y tras dos meses de duro
cabalgar la comitiva llegó al lugar.
El barranco en el momento de su máximo explendor lucía
en cada árbol el color amarillento del oro más puro.
La luz, se reflejaba en cada hoja dando a las paredes
un aspecto celestial como si entre sus rayos pudiesen andar los ángeles. El río
estaba teñido de toda la gama de dorados colores y un cervatillo cercano bebía
con fluidez mientras estos se reflejaban en sus grandes pupilas.
Puñados de arces teñían de rojos lunares, las laderas e incluso cornisas de las piedras donde
anidaban reyezuelos y azulados arrendajos.
La paz aquí , se teñía de amarillo.
Y también lo hicieron los ojos del obispo.
La guardia esperaba la orden para ejecutar a Matías,
cuando vieron trepar a una pequeña roca a monseñor.
Entonces el obispo abrió la boca y empezó a dar gracias
a Dios por tanta hermosura, habló con tanta pasión sobre la benevolencia del
Señor, puso tanto énfasis en sus oraciones,
alabó tanto la creación de ese lugar y de cómo Matías, mensajero de Dios
había sido designado para llevarlos hasta allí, que los guardias y toda la
comitiva cayeron de rodillas rezando fascinados por la belleza del lugar y por
las hermosísimas palabras del representante de la iglesia.
Se ordenó la construcción de un monasterio excavado en
la mismísima roca para que ningún árbol sufriese daño.
Allí el obispo se retiro en oración y meditación el
resto de su longeva y desde entonces feliz vida.
Matías murió dos días después de la inauguración del
santo sitio. Tal y como él mismo pidió su cuerpo descansó allí pero lo hizo, en una urna de cristal donde cada otoño miles
de hojas besaban su incorrupto cuerpo reflejadas en el vidrio.
Nadie se explica como dicho ataúd sigue con reflejos
amarillos a pesar del paso del tiempo y en cualquier época del año.
Muchos apuntan que así es porque Dios concedió a Matías
el color del valle en su corazón.
Matías, el del
tesoro en los árboles, el loco del
barranco......... el del corazón de oro.
Cuando le enseño este relato a Mar ésta me mira y me dice:
"hay que ver lo que este ateo se acuerda de Dios"
A lo que contesto:
"Es que soy ateo gracias a Dios"
Ella en su inmensa sabiduría termina con la réplica:
"Y a la Santa Madre Iglesia cariño, y a la Santa Madre Iglesia".
HACEDME EL FAVOR DE SER FELICES KARRAS.