Al curtido explorador y guía de safaris Keith
Murphy le ha tocado en (mala) suerte hacer de padre de un grupo de niñatos
ricachones que soltando billetes por doquier se dedican a disfrutar de “la
verdadera África Negra”. Esto es, a pagar por espectáculos macabros y morbosos
a costa de los nativos, los cuales se llenan los bolsillos de dólares a cambio
de ofrecer shows delirantes de violencia, lo que estos pazguatos blancos
esperan de ellos, dejando a un lado su orgullo. Los jovenzuelos se pasan de lo
lindo con las bestialidades y los nativos encuentran cada vez más difícil dar
gusto a esta pandilla de mequetrefes. El duro de Murphy, estragado por mil
batallas, observa todo con profesionalidad, a él le han pagado, y muy bien, por
cuidar de ellos, pero están tentando demasiado a la suerte. Así va discurriendo
la primera mitad de El bebedizo infernal
(1981), una de las tres novelas obra de Adam Surray (nombre real: José López
García) que reseñaremos en esta entrada publicadas en la colección Selección Terror
de Bolsilibros Bruguera, ofreciéndonos un retrato entre aventurero y salvaje de
este viaje de placer por lo que aquí son todavía tierras ignotas y peligrosas.
El enfrentamiento de Murphy con los idiotas a
los que debe acompañar y proteger va creciendo en tensión, pero como a él
también lo han enterrado en dinero calla y aguanta como puede. Pero no todo va
a ser alegría y francachela: el encuentro con el dios Yatrakan, los extraños
miembros de su culto en procesión y su siniestrísimo Sumo Sacerdote, un señor
con muy malas pulgas, supondrá un giro en la aventura que traerá funestas
consecuencias. Este Sacerdote no quedará muy contento con la befa que tanto de
él como de su dios hacen los extranjeros y los maldecirá por medio de una bella
bailarina que, ya en la ciudad de Nairobi, dará a beber a uno de ellos el licor
del título y lo transformará en una bestial fiera asesina. De vuelta el grupo a
Nueva York se desatará una espiral de horror y violencia al más puro estilo
Surray, esto es, el gore bestiajo de toda la vida. Resulta que el Culto de
Yutrakan se extiende hasta el mismo corazón de Harlem, por lo que allí el
maldito joven encontrará una hueste de negros que podrían ser miembros de los
Panteras Negras si no lo fueran ya del culto de marras. El festival de sangre y
mutilaciones se convierte en todo un carnaval que Surray nos detallará con
delectación.
Como he dicho, la primera parte de la novela
con sus aventuras desenvolviéndose en la jungla y la sabana resulta muy
divertida y más que entretenida de leer. Surray consigue trasladarnos a un
lugar donde el infierno late tras cada paso equivocado enmarcando la historia
en una estupenda ambientación. Así resulta fantástica la descripción del garito
en Nairobi donde se implantará el mal. El relato decae cuando el grupo llega a
Nueva York, por desgracia, pues todo deviene más convencional, sustentando la
trama en un misterio que apenas si lo es. Y así hasta llegar al desenlace,
donde de nuevo Surray se muestra en verdad despiadado y la sangre corre a
mares, incontenible en un salvajismo ancestral que si bien puede parecer
exacerbado en realidad se adecua muy bien al trasfondo de la narración.
Si El
bebedizo infernal destaca por el exceso, Mis amados muertos (1982) es toda una muestra de contención de
Surray en un medido relato en el cual destaca su cuidada progresión. Victor
Nilsson es un científico e inventor que ha creado gracias al mecenazgo del
empresario capitalista Stephen Hancock el Cryonic Cemetery, un centro donde
yacen hibernados, criogenizados claro, clientes que así por ello han pagado con
enfermedades mortales esperando ser despertados en un futuro en el que ya
exista una cura para sus males. En fin, lo habitual en estos casos de
preservación: abrazar una vaga idea de inmortalidad a cambio de un sueño sin
fecha fija de caducidad. El centro es un absoluto fracaso como negocio, y pese
a que Nilsson insiste en que está a punto de descubrir algo que supondrá un
avance considerable en sus métodos, el malvado y algo violento Hancock está
hasta las narices y quiere cerrar el chiringuito. Para acabar de liarla, el
dichoso Hancock está que se muere de deseo cada vez que ve a la esposa del
científico, la joven y bella Paola, que esquiva como puede los continuos y, por
decirlo de alguna manera, poco delicados y elegantes acercamientos del
empresario en su afán por poseerla. La locura sexual de Hancock unida a su
desesperación económica, pues necesita salir de las deudas que ha contraído con
el centro experimental, lo llevan a asesinar a la pareja en una concatenación
de dislates criminales que culminan con la destrucción de los pocos cubículos
de criogenización que están activos (la clientela es escasa). Sus usuarios
despertarán con una innatural ansia criminal y con un más lógico anhelo de
venganza que se verá facilitado por el hecho de que vuelven a la vida
convertidos en unos zombies gruñones, no es de extrañar porque cualquiera se
hubiera cabreado de igual forma si lo llegaran a despertar tan a lo bestia, con
una fuerza descomunal.
Hacia el tercio de la novela hará aparición
el que acabará siendo el protagonista de la novela, recurso que no es ajeno a
la narrativa de Surray, el periodista Patrick Gleason, el cual se empecinará en
descubrir qué ha ocurrido de verdad en el Cryonic Cemetery. No se fía nada de
la aparente beatitud de Hancock que llora ante todos la pérdida del matrimonio
amigo y de su negocio. Pese a alguna salida de tono tan divertida como
disparatada, así podemos leer con los ojos como bandejas que ante un ataque de
uno de los cadáveres revividos Gleason responderá con una demoledora patada de
kung-fú sin que en ningún momento antes ni después se mencione que el
periodista practica y domina ese ancestral arte marcial, el relato avanza con
interés. También encontramos algunas concesiones a escenas eróticas insertadas
con escoplo, pero bueno, signo de los tiempos que corrían en España y que
orillaban también en el mundo de los bolsilibros, por algo el objetivo
principal de la literatura popular era dar gusto a los lectores.
En conjunto, Mis amados muertos es un relato terrorífico donde lo fantástico anida
en la explicación pseudocientífica que sustenta la existencia de esos zombies
con conciencia y que funciona muy bien gracias a la pericia narrativa de su
autor. La historia, ya lo hemos comentado, progresa con medida eficacia, con
una cadencia que nos mantiene atentos a cada meandro de la trama y con una
contención, también lo indicábamos, que elevan su valor al resultar más
sugerente y no precipitar los acontecimientos. Ejemplo de esto lo tenemos cada
vez que algún personaje entra en el maldito centro criogénico, donde la soledad,
el silencio y la destrucción que se adueñan de lo que debería ser el modelo de
modernidad futurista deseado se perciben con fuerza creando escenas de gran
tensión. Surray se permite además alterar el orden cronológico de la narración
buscando ser más efectivo en sus golpes de efecto jugando siempre más con el
suspense que con la sorpresa, lo cual favorece a una historia que no brilla por
su originalidad pero sí por su conseguido toque fantástico.
El mundo de las editoriales y los escritores
de terror protagonizan Simposium del
Horror (1983). La Crothers Editor es una empresa especializada en el género
que empezó publicando cómics pero que tuvo que abandonar pues nada pudo hacer
contra “las todopoderosas Warren Publishing y DC Comics” (p. 12) en simpática
apreciación de Surray, que las conoce aunque es difícil que hagan competencia
alguna al mismo tiempo pues no coincidieron en él. Guy Crothers es el dueño de
la editorial, la cual convoca anualmente un premio de medio millón de dólares
para el mejor relato terrorífico. Surray aprovecha esto para lanzar un
incendiario venablo contra los detractores del género:
“Fueron muchos los intelectuales que, por
supuesto bajo seudónimo, se presentaron al certamen literario de Crothers
Editor. Fracasando. Es fácil criticar un género literario menor. Despreciar la
subcultura que se encierra en la denominada literatura popular.
Ninguno de los intelectuales quedó entre los
finalistas.” (p. 13)
Hachazo incontestable que nos hacía esperar
todo un show de perlas de este estilo en lo que nos quedaba por leer. Lástima
que no fuera así. La acción de la novela se desarrolla durante la celebración
de este Simposium, que es el tercero como corresponde al III Premio Crothers de
Terror, siendo su momento estrella la revelación del ganador. Una semana de
coloquios, mesas redondas, proyecciones de películas y, como novedad, el Museo
del Horror, una sala del hotel donde se celebra el evento dedicada a una
exposición de figuras de cera con todos los mitos del terror. Ojo a este Museo
que también expone incunables, obras satánicas, cabinas de vídeo para ver
horrísonos filmes, memorabilia de todo tipo, aparatos de audio para escuchar
bandas sonoras… En fin, el paraíso de manos del extravagante ricachón Crothers.
Y vigilándolo todo, el detective venido a menos, por eso ahora es detective del
hotel, Ronny Freeman, que se enfrentará a una serie de brutales asesinatos que
empañarán el éxito del Simposium. Al menos en parte, porque al buitre de
Crothers todo le viene bien para promocionarse… El durísimo y requete rebelde
Freeman es también un ligoncete, creo que no sorprendo a nadie desvelando esto,
aunque parece que muestra predilección por la hermosa Louise Wilson, una joven,
como siempre en Surray, “de gordezuelos y carnosos labios”.
Algún capítulo destaca de entre lo que al
final deviene un relato muy descafeinado, quizá el que más aquel en el que la
momia del Museo, pura inspiración Boris Karloff, se adueña de un hacha robada a
la figura de otro asesino clásico, el leñador de Blissburg, y la da con uno de
los personajes, en concreto con el encargado del Museo. Surray resulta salvaje
en estas páginas, impregnadas de una efectividad primigenia y básica que apenas
volveremos a vislumbrar en la novela. Hay detalles de agradecer, así la
aparición de la secta “Los adoradores de Satán”, que por algo la acción se
desarrolla en Los Ángeles, pero nuestro admirado autor no aprovecha esta buena
idea que habría añadido un toque delirante que hubiéramos agradecido infinito.
Todo se queda en una sucesión poco emocionante de asesinatos con un escenario y
un planteamiento de la trama que recuerdan poderosamente a su anterior Hotel Infierno (1981). Un Surray menor,
entretenido pero sin la fuerza y la originalidad que demuestra poseer en otras
de sus obras. Y en esta ocasión sacando su vena más Joseph Berna a costa de
utilizar frases ultra breves y continuos puntos y aparte. Pero tampoco nos
pondremos tiquismiquis con esto: aquí los Chuck Norris de la lengua sobran.
SURRAY, Adam. El bebedizo infernal.
Ilustración de portada: Martín. Barcelona: Bruguera, 1981. 95 p. Bolsilibros
Bruguera, Selección Terror; 450. ISBN 84-02-02506-4.
SURRAY, Adam. Mis amados muertos. Ilustración
de portada: García. Barcelona: Bruguera, 1982. 92 p. Bolsilibros Bruguera,
Selección Terror; 509. ISBN 84-02-02506-4.
SURRAY, Adam. Simposium del Horror.
Ilustración de portada: Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1983. 93 p.
Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 520. ISBN 84-02-02506-4.