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viernes, enero 29, 2016

Toma tu hacha y corre: tres novelas de Adam Surray



Al curtido explorador y guía de safaris Keith Murphy le ha tocado en (mala) suerte hacer de padre de un grupo de niñatos ricachones que soltando billetes por doquier se dedican a disfrutar de “la verdadera África Negra”. Esto es, a pagar por espectáculos macabros y morbosos a costa de los nativos, los cuales se llenan los bolsillos de dólares a cambio de ofrecer shows delirantes de violencia, lo que estos pazguatos blancos esperan de ellos, dejando a un lado su orgullo. Los jovenzuelos se pasan de lo lindo con las bestialidades y los nativos encuentran cada vez más difícil dar gusto a esta pandilla de mequetrefes. El duro de Murphy, estragado por mil batallas, observa todo con profesionalidad, a él le han pagado, y muy bien, por cuidar de ellos, pero están tentando demasiado a la suerte. Así va discurriendo la primera mitad de El bebedizo infernal (1981), una de las tres novelas obra de Adam Surray (nombre real: José López García) que reseñaremos en esta entrada publicadas en la colección Selección Terror de Bolsilibros Bruguera, ofreciéndonos un retrato entre aventurero y salvaje de este viaje de placer por lo que aquí son todavía tierras ignotas y peligrosas.

El enfrentamiento de Murphy con los idiotas a los que debe acompañar y proteger va creciendo en tensión, pero como a él también lo han enterrado en dinero calla y aguanta como puede. Pero no todo va a ser alegría y francachela: el encuentro con el dios Yatrakan, los extraños miembros de su culto en procesión y su siniestrísimo Sumo Sacerdote, un señor con muy malas pulgas, supondrá un giro en la aventura que traerá funestas consecuencias. Este Sacerdote no quedará muy contento con la befa que tanto de él como de su dios hacen los extranjeros y los maldecirá por medio de una bella bailarina que, ya en la ciudad de Nairobi, dará a beber a uno de ellos el licor del título y lo transformará en una bestial fiera asesina. De vuelta el grupo a Nueva York se desatará una espiral de horror y violencia al más puro estilo Surray, esto es, el gore bestiajo de toda la vida. Resulta que el Culto de Yutrakan se extiende hasta el mismo corazón de Harlem, por lo que allí el maldito joven encontrará una hueste de negros que podrían ser miembros de los Panteras Negras si no lo fueran ya del culto de marras. El festival de sangre y mutilaciones se convierte en todo un carnaval que Surray nos detallará con delectación.

Como he dicho, la primera parte de la novela con sus aventuras desenvolviéndose en la jungla y la sabana resulta muy divertida y más que entretenida de leer. Surray consigue trasladarnos a un lugar donde el infierno late tras cada paso equivocado enmarcando la historia en una estupenda ambientación. Así resulta fantástica la descripción del garito en Nairobi donde se implantará el mal. El relato decae cuando el grupo llega a Nueva York, por desgracia, pues todo deviene más convencional, sustentando la trama en un misterio que apenas si lo es. Y así hasta llegar al desenlace, donde de nuevo Surray se muestra en verdad despiadado y la sangre corre a mares, incontenible en un salvajismo ancestral que si bien puede parecer exacerbado en realidad se adecua muy bien al trasfondo de la narración.


Si El bebedizo infernal destaca por el exceso, Mis amados muertos (1982) es toda una muestra de contención de Surray en un medido relato en el cual destaca su cuidada progresión. Victor Nilsson es un científico e inventor que ha creado gracias al mecenazgo del empresario capitalista Stephen Hancock el Cryonic Cemetery, un centro donde yacen hibernados, criogenizados claro, clientes que así por ello han pagado con enfermedades mortales esperando ser despertados en un futuro en el que ya exista una cura para sus males. En fin, lo habitual en estos casos de preservación: abrazar una vaga idea de inmortalidad a cambio de un sueño sin fecha fija de caducidad. El centro es un absoluto fracaso como negocio, y pese a que Nilsson insiste en que está a punto de descubrir algo que supondrá un avance considerable en sus métodos, el malvado y algo violento Hancock está hasta las narices y quiere cerrar el chiringuito. Para acabar de liarla, el dichoso Hancock está que se muere de deseo cada vez que ve a la esposa del científico, la joven y bella Paola, que esquiva como puede los continuos y, por decirlo de alguna manera, poco delicados y elegantes acercamientos del empresario en su afán por poseerla. La locura sexual de Hancock unida a su desesperación económica, pues necesita salir de las deudas que ha contraído con el centro experimental, lo llevan a asesinar a la pareja en una concatenación de dislates criminales que culminan con la destrucción de los pocos cubículos de criogenización que están activos (la clientela es escasa). Sus usuarios despertarán con una innatural ansia criminal y con un más lógico anhelo de venganza que se verá facilitado por el hecho de que vuelven a la vida convertidos en unos zombies gruñones, no es de extrañar porque cualquiera se hubiera cabreado de igual forma si lo llegaran a despertar tan a lo bestia, con una fuerza descomunal.

Hacia el tercio de la novela hará aparición el que acabará siendo el protagonista de la novela, recurso que no es ajeno a la narrativa de Surray, el periodista Patrick Gleason, el cual se empecinará en descubrir qué ha ocurrido de verdad en el Cryonic Cemetery. No se fía nada de la aparente beatitud de Hancock que llora ante todos la pérdida del matrimonio amigo y de su negocio. Pese a alguna salida de tono tan divertida como disparatada, así podemos leer con los ojos como bandejas que ante un ataque de uno de los cadáveres revividos Gleason responderá con una demoledora patada de kung-fú sin que en ningún momento antes ni después se mencione que el periodista practica y domina ese ancestral arte marcial, el relato avanza con interés. También encontramos algunas concesiones a escenas eróticas insertadas con escoplo, pero bueno, signo de los tiempos que corrían en España y que orillaban también en el mundo de los bolsilibros, por algo el objetivo principal de la literatura popular era dar gusto a los lectores.

En conjunto, Mis amados muertos es un relato terrorífico donde lo fantástico anida en la explicación pseudocientífica que sustenta la existencia de esos zombies con conciencia y que funciona muy bien gracias a la pericia narrativa de su autor. La historia, ya lo hemos comentado, progresa con medida eficacia, con una cadencia que nos mantiene atentos a cada meandro de la trama y con una contención, también lo indicábamos, que elevan su valor al resultar más sugerente y no precipitar los acontecimientos. Ejemplo de esto lo tenemos cada vez que algún personaje entra en el maldito centro criogénico, donde la soledad, el silencio y la destrucción que se adueñan de lo que debería ser el modelo de modernidad futurista deseado se perciben con fuerza creando escenas de gran tensión. Surray se permite además alterar el orden cronológico de la narración buscando ser más efectivo en sus golpes de efecto jugando siempre más con el suspense que con la sorpresa, lo cual favorece a una historia que no brilla por su originalidad pero sí por su conseguido toque fantástico.    


El mundo de las editoriales y los escritores de terror protagonizan Simposium del Horror (1983). La Crothers Editor es una empresa especializada en el género que empezó publicando cómics pero que tuvo que abandonar pues nada pudo hacer contra “las todopoderosas Warren Publishing y DC Comics” (p. 12) en simpática apreciación de Surray, que las conoce aunque es difícil que hagan competencia alguna al mismo tiempo pues no coincidieron en él. Guy Crothers es el dueño de la editorial, la cual convoca anualmente un premio de medio millón de dólares para el mejor relato terrorífico. Surray aprovecha esto para lanzar un incendiario venablo contra los detractores del género:

“Fueron muchos los intelectuales que, por supuesto bajo seudónimo, se presentaron al certamen literario de Crothers Editor. Fracasando. Es fácil criticar un género literario menor. Despreciar la subcultura que se encierra en la denominada literatura popular.

Ninguno de los intelectuales quedó entre los finalistas.” (p. 13)

Hachazo incontestable que nos hacía esperar todo un show de perlas de este estilo en lo que nos quedaba por leer. Lástima que no fuera así. La acción de la novela se desarrolla durante la celebración de este Simposium, que es el tercero como corresponde al III Premio Crothers de Terror, siendo su momento estrella la revelación del ganador. Una semana de coloquios, mesas redondas, proyecciones de películas y, como novedad, el Museo del Horror, una sala del hotel donde se celebra el evento dedicada a una exposición de figuras de cera con todos los mitos del terror. Ojo a este Museo que también expone incunables, obras satánicas, cabinas de vídeo para ver horrísonos filmes, memorabilia de todo tipo, aparatos de audio para escuchar bandas sonoras… En fin, el paraíso de manos del extravagante ricachón Crothers. Y vigilándolo todo, el detective venido a menos, por eso ahora es detective del hotel, Ronny Freeman, que se enfrentará a una serie de brutales asesinatos que empañarán el éxito del Simposium. Al menos en parte, porque al buitre de Crothers todo le viene bien para promocionarse… El durísimo y requete rebelde Freeman es también un ligoncete, creo que no sorprendo a nadie desvelando esto, aunque parece que muestra predilección por la hermosa Louise Wilson, una joven, como siempre en Surray, “de gordezuelos y carnosos labios”.

Algún capítulo destaca de entre lo que al final deviene un relato muy descafeinado, quizá el que más aquel en el que la momia del Museo, pura inspiración Boris Karloff, se adueña de un hacha robada a la figura de otro asesino clásico, el leñador de Blissburg, y la da con uno de los personajes, en concreto con el encargado del Museo. Surray resulta salvaje en estas páginas, impregnadas de una efectividad primigenia y básica que apenas volveremos a vislumbrar en la novela. Hay detalles de agradecer, así la aparición de la secta “Los adoradores de Satán”, que por algo la acción se desarrolla en Los Ángeles, pero nuestro admirado autor no aprovecha esta buena idea que habría añadido un toque delirante que hubiéramos agradecido infinito. Todo se queda en una sucesión poco emocionante de asesinatos con un escenario y un planteamiento de la trama que recuerdan poderosamente a su anterior Hotel Infierno (1981). Un Surray menor, entretenido pero sin la fuerza y la originalidad que demuestra poseer en otras de sus obras. Y en esta ocasión sacando su vena más Joseph Berna a costa de utilizar frases ultra breves y continuos puntos y aparte. Pero tampoco nos pondremos tiquismiquis con esto: aquí los Chuck Norris de la lengua sobran.


SURRAY, Adam. El bebedizo infernal. Ilustración de portada: Martín. Barcelona: Bruguera, 1981. 95 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 450. ISBN 84-02-02506-4.     

SURRAY, Adam. Mis amados muertos. Ilustración de portada: García. Barcelona: Bruguera, 1982. 92 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 509. ISBN 84-02-02506-4.

SURRAY, Adam. Simposium del Horror. Ilustración de portada: Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1983. 93 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 520. ISBN 84-02-02506-4.  

miércoles, febrero 11, 2015

Al final del cosmos (1958), de Law Space



Lecturas anteriores de obras de Law Space (Enrique Sánchez Pascual) me habían dejado algo frío (ver AQUÍ), pero como esto no afecta a mi carácter gélido para nada pienso renunciar a seguir aventurándome en su extensa obra. En esta ocasión es su novela Al final del cosmos (1958) la que ha llamado mi atención, y debo confesar que tras adentrarme en su poderoso arranque creí que había acertado. Un planeta moribundo, Kumus, asiste en sus días finales a cómo sus últimos habitantes parten en busca de un nuevo mundo que los acoja. Este inicio está marcado por un cierto tono entre nostálgico al contemplar el fin de una gran civilización y melancólico pues ésta se enfrenta a la muerte cósmica, un concepto que implica su extinción absoluta por más que intenten huir de ella, que lo hace muy sugerente. Vayan adonde vayan jamás podrán eludir su fatal destino. Así, el fin de Kumus es para sus moradores el final de todas las cosas. Esta idea subyacente en el éxodo, feliz porque los kumianos aún mantienen la esperanza pero amarga porque tal vez sea un fútil movimiento elusivo ante lo inevitable, es quizás lo más bonito de este relato que tiene un comienzo si no brillante sí al menos muy entretenido y no carente de fuerza evocadora. Somos partícipes de los sueños, de las glorias pasadas y de los anhelos futuros de los kumianos, los cuales pese a tener cuatro brazos, un solo ojo y ser telépatas resultan demasiado semejantes a los humanos.

Emprenden pues su viaje abandonando su hogar y pronto encuentran que hay cierto planeta en el lejano Sistema Solar que puede ser reemplazo perfecto de Kumus. Así que para allá que se van con la Tierra como objetivo. El viaje es tranquilo y apacible, pero justo al acercarse a su destino los problemas comienzan a acumularse. Este maldito Sistema parece estar repleto de planetas inhabitables o poblados por criaturas hostiles que los rechazarán provocando grandes pérdidas de vidas kumianas. Los buenazos de los kumianos desterraron el uso de las armas hace siglos, pero la nueva situación de peligro los lleva a replantearse la fabricación de las mismas tras la toma del poder de las mujeres, la instauración de un matriarcado potente que arrincona a un patriarcado débil y comodón. Ya dije que estos kumianos parecían terrestres por su carácter. Hasta aquí la narración, con sus más y sus menos, fluye entretenida. Entonces llegamos a Marte y todo atisbo de diversión desaparece, y eso que no será porque Law Space no ofrezca material para que esto no suceda. Pero narrativamente pierde el norte.


Unos zombificados marcianos, resecos porque los canales de su planeta madre se han secado, también quieren adueñarse de la Tierra para convertirla en su hogar. Se alían con los kumianos, a los que engañan de manera miserable liándolos en un plan de exterminio terrestre de lo más maquiavélico. Lo único que consiguen en realidad es adueñarse del relato, pasando los kumianos a un triste segundo plano. Al estar los marcianos modelados al más clásico estilo de malotes sin piedad pudiera parecer que la acción iba a resultar arrolladora. Pero no: estos marcianos son malvados pero también aburridos a muerte. Law Space se embarranca al detallarnos el tontuelo plan marciano y apenas nombrar a los kumianos que pasaban por allí. El desastre se torna mayúsculo cuando de repente entran los terrestres en juego. El tono trágico impuesto en la narración por el fin de los kumianos queda ahogado por el típico enfrentamiento de humanos buenos contra extraterrestres malignos. Y los pobres kumianos ven llegar el fin de sus días antes en el argumento de la novela que de verdad cuando éste les alcance sin remisión.

La colección Espacio. El mundo futuro de la editorial Toray en la que fue publicada Al final del cosmos solía incluir, si la novela no alcanzaba las 124 o 125 páginas de rigor, un relato del autor firmante de la principal para completar el volumen. Law Space se despacha con ¡Por fin en Marte! (1958), un material tal vez concebido como relleno pero que a mí me ha encantado. Muy superior a la novela que lo precede, este cuento sencillo y casi cotidiano en su desarrollo acaba convirtiéndose en una triste historia que nos narra cómo el más hermoso de los sueños puede devenir locura. El científico protagonista, del cual no sabemos según avanzamos en la lectura si está pirado o es un maldito genio, está dibujado con fuerza, y el apunte de su amistad con un niño que lo admira y que daba la sensación de que derivaría hacia una aventura más juvenil y diáfana no es más que un espejismo. Recurre a alguna caracterización trillada (ese noviete de la hija del protagonista que pretende quedarse con la pasta de nuestro héroe de andar por casa), pero su sorprendente final, que juega la baza de la derrota cuando pensamos que será justo la contraria la que se impondrá, nos ha conquistado.


Las contraportadas de la colección Espacio. El mundo futuro de Toray
incluían en su primera época un fotograma 
de alguna película de ciencia ficción del momento.

SPACE, Law. Al final del cosmos. Ilustración de portada: Chábril. Barcelona: Toray, 1958. 125 p. Espacio – El mundo futuro; 80.

jueves, octubre 09, 2014

Hotel Infierno (1981), de Adam Surray



“Nicholas Grahame nunca fue un individuo atractivo.
Tenía los ojos demasiado saltones. Unos ojos de sapo adornados con unas cejas muy pobladas y negras. La frente abombada. Como si hubiera recibido un martillazo en ella. Pelo escaso. Tirando a semicalvo. De ahí que sus grandes orejas destacaran poderosamente.
No.
Nicholas Grahame no era atractivo.
Y ahora, en aquella caja de madera, lo resultaba menos.
Estaba muerto.” (p. 5)

Resulta del todo imposible que semejante comienzo para una novela no me resulte atractivo. Aunque nuestro admirado Adam Surray (sobrenombre de José López García) ofrece en esta ocasión sus galas más recortadas a lo Joseph Berna, la efectividad de su golpe macabro inicial es fantástico. Nicholas Grahame nos es presentado en el día de su triste y solitario funeral. Sólo su socio Walter Lemon le hace compañía en tan luctuosos momentos, y no muestra muchas ganas de estar con él. Eran socios de un serpentarium instalado en un destartalado edificio de tres plantas por el que Arthur Driscoll, el administrador de un gran hotel, ha hecho una oferta de compra que será efectiva justo al día siguiente al del entierro. El bueno de Lemon, ya en su deslucida casa cohabitada por toda clase de especies de serpientes en sus urnas, recuerda lo mal tipo que era su poco agraciado compañero de negocios. ¡Vaya elemento! Mejor que esté muerto y bien muerto. Pero Lemon apenas si ha podido dar un primer trago de güisqui en libertad cuando un visitante inesperado le interpela desde el sillón donde permanecía oculto. Y sí, habéis acertado: ¡se trata del mismo Nicholas Grahame de cuerpo presente! Pero ojo, que no está vivo. O eso le cuenta al estupefacto Lemon. El caso es que lo han mandado al infierno al morir, pero lo han echado porque no había plaza para él. Con semejante arranque no sé vosotros, pero yo ya estaba disfrutando como un poseso con este Hotel Infierno.

Surray continúa su relato fundiendo lo macabro y un humor negro desatado con una sencillez que no nos puede resultar más entrañable. Así, nos enteramos de que el malvado Grahame, ése al que no quieren ni en el infierno, ha sido reclutado por el mismo Lucifer para seleccionar almas, reclutarlas para, atención, hacerlas trabajar de albañiles en una nueva construcción del infierno para hacer sitio, que la cosa está apurada de espacio, ya lo vimos. Esto nos lleva a pensar para qué demonios, nunca mejor dicho, necesitan reclutar más condenados si ya sobran, pero dejemos esta cuestión en el aire mefítico de la nada y volvamos a este edificio infernal cuyos planos ha realizado Satanás, también arquitecto además de Príncipe del Mal al parecer, y que ha sido nombrado con el rimbombante título de Círculo de las Eternas Sombras: “Un nuevo círculo del infierno que jamás será colmado.” (p. 15)

Grahame tiene tres días para sembrar el caos en la Tierra, tiempo que es el que se demorará la construcción de este nuevo lugar de castigo infernal que superará todo lo visto hasta ahora en el infierno, y hasta puede ser premiado, cosa que Lemon no duda ni por un instante que su socio conseguirá, por su trabajo y pasar de ser un condenado de a pie y grillete a espíritu infernal de pro, además de guardián y castigador en el Círculo de marras. Las referencias a Dante, por descontado, se suceden. Siempre indicando, con toda la alegría del mundo, que el pobre bardo italiano se quedó corto en sus descripciones… Grahame se dispone a desatar el horror en el hotel cuyos dueños lo son ya también de su serpentarium, que para algo en su retorno del averno se ha traído consigo un montón de maléficos súper poderes. Y así descubrimos al fin cuál será ese Hotel Infierno que nos anunciaba el título.

Tras dos capítulos a modo de introducción presentándonos a los “malos” de la historia, Surray nos da a conocer a una joven pareja justo en el momento más inoportuno para ellos, vaya, pues están a punto de refocilarse entre las sábanas. Mickey Kellerman es el atractivo protagonista, el detective del hotel, de carácter burlón y algo traviesillo con las clientas. En fin, está más pendiente de dejarlas satisfechas que de atender las tartamudeantes y coléricas llamadas de su jefe. La chica es una belleza de gordezuelos y húmedos, como es de rigor en las chicas Surrey, labios. Walter Lemon a su vez también ha sido contratado por los gerifaltes del hotel para que instale allí su serpentarium. Hasta aquí todo resulta muy delirante y locuelo, por lo que me estaba gustando a rabiar. Pero, ay, a partir de este momento, y aún quedaba mucho por delante, todo deviene funcional y algo mecánico. La normalidad y lo previsible comienzan a campar a sus anchas, y si esto hace que la novela sea cada vez menos interesante según se avanza en ella, Surray sabe mantener el pulso. Tras unos excelentes capítulos iniciales, nuestro autor se dedica a contarnos tres crímenes horripilantes estilo giallo no muy diferentes a los que hemos leído en otras novelas suyas (destaquemos su perversa obsesión por las víctimas femeninas brutalmente violadas y asesinadas), como es de esperar con serpientes de por medio recurriendo al facilón truco de que el hecho de que aparezcan estos reptiles será suficiente para provocar el máximo horror. A esto debemos añadir un desenlace que por desgracia desmonta toda la trama fantástica. Como relato criminal es verdad que no disgusta, pero es una lástima que su locura inicial sea olvidada con tanta prontitud. Quizá empuja más a que la sensación final sea negativa el hecho de que el texto acusa un exceso de erratas tipográficas que afean el conjunto sin remisión.


SURRAY, Adam. Hotel Infierno. Ilustración de portada: Antonio Bernal. Barcelona: Bruguera, 1981. 94 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 452. ISBN 84-02-02506-4.

jueves, junio 12, 2014

Siniestra obsesión (1963), de Peter Debry



Pedro Víctor Debrigode Dugi (1914-1982), nombre real que se oculta tras el seudónimo de Peter Debry, está considerado uno de los padres de la novela negra en España. Aunque como todos los autores de novela popular que vieron nacer sus obras dentro del mundo de los bolsilibros practicó todos los géneros literarios habituales en este tipo de publicaciones, fue precisamente este en el que destacó y el más reivindicado por sus seguidores. Si bien algo desconocido comparado el suyo con otros nombres de lo que podríamos llamar el pulp hispano, sí que goza de muy buena reputación. Nunca había leído nada de él y fueron precisamente los elogiosos comentarios a diversas novelas suyas lo que me ha animado a leer esta Siniestra obsesión (1963), la cual prometía no solo una incursión en los pantanos del noir sino también en los del fantástico desde esa portada que muestra una chica no se sabe si asustada o encantada ante la presencia de un relamido heredero del conde Drácula. Y un poco de todo esto hay, pero quizá no sea al final esta la mejor de sus novelas. No me ha gustado nada, en algunos tramos hasta diría que me ha disgustado sobremanera, pero no me rendiré con él. Un autor que llegó a tener una media de publicación de una novela a la semana es normal que no siempre acertara. Y aquí hemos dado sin dudar con una de las fallidas.


Siniestra obsesión mezcla muchas cosas, y todas mal. Si presenta detalles de la novela negra más clásica, sobre todo en algunas características de los tipos que aparecen a lo largo de sus páginas, en esencia debe más al relato tradicional de misterio a lo Agatha Christie, el consabido whodunit o vete a saber quién cometió de verdad el crimen, entreverado todo ello con una historia de vampiros que no puede resultar más desubicada. Y esto debido a las formas de Debry, que es incapaz de provocar la más mínima inquietud ante las apariciones se supone que terroríficas y espectrales pero narradas sin brío, recurriendo al tópico más trillado y sin la más mínima capacidad de crear una atmósfera creíble. Los ataques vampíricos son narrados de forma rutinaria, todo muy circunspecto y sin el más mínimo sentido del humor a falta de capacidad de inquietar al lector. Se pelean más que se funden entre sí la trama pretendidamente fantástica con la criminal, resolviéndose esta mucho antes ofreciendo un final cuando aún tenemos por delante un buen montón de páginas, mostrando así una tremenda descompensación. Ambientada en Inglaterra, sus personajes no pueden utilizar un lenguaje más castizo. No hay forma humana ni vampírica de que estos nos resulten simpáticos, y eso que Debry recurre al modelo de Erle Stanley Gardner con sus Perry Mason y Paul Drake, como el mismo autor reconoce en un bonito gesto en la página 27, para darles una curiosa vuelta. Lástima que también acabe desaprovechando esto. Debry se esfuerza pero no hay manera.


Nos acercamos al final y pasamos entonces a tener más de treinta páginas explicando el soporífero embrollo con el consabido truco de reunir a todos los sospechosos en una habitación. Un rollo anticlimático y pesado, bien es cierto que ya no esperaba nada una vez había llegado hasta aquí, plomizo y sin interés que da la sensación de alargarse hasta el infinito. El fiscal protagonista nos explica el lío y no pueden resultarnos más indiferentes sus palabras. Todo deviene en explicaciones racionales de lo más chusco (un Scooby Doo en toda regla) pero en un tono de seriedad escalofriante. Y eso que la resolución a cómo se hacían pasar por vampiros los malos de la función podría haber dado lugar a unos momentos francamente divertidos y delirantones con esas explicaciones tan chorras: que si proyecciones cinematográficas en la pared con un tubo proyector, lo que quiera que esto sea, un palo en cuyo extremo se ponen un par de agujas y a través de un agujero en la pared se llega al cuello de la víctima… En fin, perdonad que os las cuente, pero es que así la cosa parece que promete, pero no. Ha sido este un primer contacto con Debry de lo más decepcionante. Por tópico, aburrido, contenido y gris hasta la somnolencia.


En la contraportada tenemos el nº 1519 de un coleccionable dedicado a las estrellas de Hollywood, con una esplendorosa Rita Hayworth de la que se especifica su nombre hispano original. Debajo de esta líneas, el anuncio habitual que se solía incluir en estas novelas publicitando otras obras. Siempre las temáticas románticas y del oeste dominantes frente al resto. La colección Punto rojo, de la que Siniestra obsesión es su número 54, estaba dedicada al crimen, el misterio y el terror, todo en un mismo bloque pues todavía eran fechas tempranas en el régimen para mostrar de manera abierta una colección con una cabecera de terror.  




DEBRY, Peter. Siniestra obsesión. Barcelona: Bruguera, 1963. Punto rojo; 54. 121 p.      

jueves, diciembre 26, 2013

Law Space: de Venus al infinito


  
Tenía ganas de leer alguna novela de Enrique Sánchez Pascual (1918-1996) más que nada porque con semejante galáctico sobrenombre, Law Space, todo invitaba a ello. Animado además por el excelente artículo a él dedicado de José Carlos Canalda en su La gran historia de las novelas de a duro, como ya he dicho en más de una ocasión todo un referente para mí en lo que a bolsilibros se refiere, estaba convencido de que me resultaría al menos entretenida la lectura de estas dos novelas que a continuación comento. Ay, vano sueño y amargo despertar: ambas han supuesto una sonora decepción. Pero vayamos por partes y en orden.

Intriga en Venus (1984) es una novela negra disfrazada de relato de ciencia ficción en la que si no fuera porque de vez en cuando se nos recordara que la acción transcurre en la ciudad de Venusville, ni nos enteraríamos de que nos encontramos inmersos en una historia del futuro. Persecuciones en coche, tíos duros en moto, tiroteos a ritmo de ametralladora, familias ricas envueltas en asuntos turbios, inspectores de policía de los de toda la vida, un robo de joyas más habitual aún, cementerios y panteones siniestros imaginamos que por si acaso la novela acababa publicándose en alguna colección de terror cubriendo así todos los flancos… En fin, decepcionante esta obra de Law Space, como he dicho, de trama aburrida y cansino desarrollo. Un lugar común tras otro sin la capacidad de provocar el más mínimo interés, y una falta de sentido del humor y una seriedad tan grandes que solo ayudan a que el sopor aparezca tras cada página cercando nuestra vigilia sin piedad.


Aventureros del infinito (1982) es un evocador título que esconde una novela algo anodina, aunque comparada con la anterior al menos esta no se nos cae de las manos, como suele decirse cuando a uno no se le ocurre una expresión mejor. Que sea una historia de venganza espacial algo rebuscada es un detalle que ayuda poco a que entremos en la trama. Sí que resulta muy interesante la forma en que nos muestra a los humanos del futuro, una civilización que solo busca conquistar el cosmos en pos de uranio y materias primas para abastecerse de energía importándole un soberano pimiento el descubrimiento y conocimiento de culturas alienígenas. De hecho, la que encuentran la esclavizan para beneficio propio. En fin, los humanos tal cual son hoy en día por muchas fiestas navideñas que celebren. Este toque realista y duro con la humanidad presta veracidad a los protagonistas de esta aventura poco aventurera, unos explotadores sin escrúpulos capaces de exterminar una civilización con tal de llenarse los bolsillos. No hay que irse al futuro para ver esto, no hace falta insistir en ello. A mitad del relato los protas cambian en aras de pergeñar la trama de la venganza, y es entonces cuando la novela se desinfla sin remisión. Tampoco es que hubiera llegado muy lejos, pero Law Space hasta ese momento había dado muestras de ser un narrador cuando menos eficaz si bien poco imaginativo. Lástima que todo se derrumbe enseguida. Sin embargo, sus ocasionales correctas maneras invitan a seguir probando suerte con su obra. Es tan extensa que, de seguro, más de una buena encontraremos.


SPACE, Law. Intriga en Venus. Ilustración de portada: Salvador Fabá. Barcelona: Bruguera, 1984. 93 p. Bolsilibros Futuro, Héroes del espacio; 210. ISBN 84-02-09281-0.


SPACE, Law. Aventureros del infinito. Ilustración de portada: Miguel García. Barcelona: Ediciones Ceres, 1982. 93 p. Novelas ECSA, Héroes del espacio; 130. ISBN 84-85626-56-7. 

martes, julio 09, 2013

Adam Surray: nunca dejes tu cabeza muy lejos de ti



Jamás había leído nada de Adam Surray. Ya sabéis que me encantan las novelas y relatos con cambios de cabezas y cerebros que van de aquí para allá a una velocidad que ni que estuvieran escapando de algo. Así que no he visto mejor manera de adentrarme en sus libros que uno con tan irresistible y atrayente título: ¡Devuélveme mi cabeza! (1980). Un auténtico diez que da lo que promete: locura, horror y dislate todo en uno. Porque creedme que he disfrutado como un loco con este pequeño bolsilibro. Y eso que nada más empezar creí haber topado con el mismo Joseph Berna, el rey del punto y aparte: frases de una palabra que dan a las páginas una configuración de lo más curiosa, casi parecieran listas de la compra antes que propiamente un texto narrativo. Tal es así que no solo en las formas asemeja ser un trasunto de Berna, sino también en cómo está tratada la trama y sus ambientes y localizaciones. La historia comienza en un club de striptease con sus tres primeras páginas dedicadas a cómo una chica se desnuda en público ante una horda de hombres que más parecen bestias. Con detalle, de manera pormenorizada, se nos va contando cada movimiento de su cuerpo, cada prenda que se quita, las reacciones del público… El sexo tratado como en una película clasificada S, salvo que en este caso el softcore resulta de una ingenuidad desarmante. Solo falta el exacerbado humor, uno nunca sabe si pretendido o involuntario, de Berna. Pero enseguida veremos que Surray (digamos ya que su verdadero nombre es José López García, más hispánico no cabe) se aleja de este no en el estilo, que continúa imperturbable, sino en el tratamiento y la atmósfera de su narración. Perdón, no tan “enseguida”, porque las páginas siguientes a la introducción en el club nocturno están dedicadas a contarnos el polvazo del siglo, pero bueno, al menos ya empieza a adelantar la trama de terror. No por el polvazo, sino por una conversación entre los dos protagonistas del mismo. Y es que la chica del striptease, Debra Segal, que se pasa todo el tiempo que está en escena desnuda o semi desnuda, le cuenta al protagonista (Steve McLeod) que ha visto con vida a una amiga común (Elizabeth) la cual murió en un brutal accidente de tráfico dos meses atrás. Steve no la cree, por supuesto, pero Debra le enseña unas fotos que hizo dos días antes de la conversación y Steve el súper tío duro da trazas de ceder. Va a resultar que sí, que Elizabeth la muerta está viva. Y es entonces cuando Surray empieza a tomarse en serio la novela. Asistimos entre aterrados y alucinados a un terrible y despiadado asesinato que, en serio, consigue horrorizar por su violencia y desnudez (de hechos, que de ropa también). Debra es negra, y el racismo del criminal no puede ser más estomagante. Conciso, explícito sin llegar a lo gratuito, Surray logra mantener a partir de este momento un excelente tono de relato entre lo violento (la policía gusta de usar esos métodos que ya conocemos tan bien de primero golpear y preguntar después, aunque a veces ni preguntan) y el suspense (el ataque a Steve y a su nueva novieta Samantha en el depósito de cadáveres, del que todavía se desconoce su propósito, que supone una sorpresa tanto argumental como narrativa, pues Surray no deja a un lado la tensión que puede provocar un buen momento de acción localizado en un recinto pequeño y cerrado).

La novela avanza con buen pulso hasta casi el final, donde asistiremos al gran momento en que el pastel quedará descubierto, doctor loco incluido, y con personas que caminan con las cabezas de otras, cosa que reconozco que siempre me encanta. No alcanza las cotas de locura del gran Lou Carrigan, pero no le va a la zaga. El desenlace, ay, es precipitado: Steve se quita a todo el mundo de en medio con demasiada facilidad, aunque esto es un mal menor. Hasta aquí todo ha sido emoción y tensión dignas de la mejor serie B. Con ella comparte sus más que claros y evidentes defectos: el estilo entrecortado y la precipitación. Pero en conjunto es una obra más que disfrutable. Y de paso el autor deja claro, en boca de su protagonista Steve, que lo suyo no es Shakespeare sino James Hadley Chase y Mickey Spillane. Permitirse una declaración de principios en una novela de bolsilibro, la compartamos o no, siempre gozará de nuestro afecto.


En Las brujas de Woodsville (1981) ya se percibe el alejamiento de Surray de las formas de Joseph Berna, aunque algo queda. El ricachón Jeffrey Sutton pasa unas vacaciones en su yate con un amigo y dos chicas que, como ya os lo podéis imaginar, tienen serios problemas por permanecer vestidas. Enredando por aquí y por allá el caso es que encuentran en el fondo del océano cuatro cajas alargadas unidas en forma de cruz. Sacan el armatoste a las arenas de la playa y al abrir las mentadas cajas hallan en su interior cuatro ataúdes, dentro de los cuales hay cuatro cuerpos decapitados, tres mujeres y un hombre. No está nada mal este inicio, que al menos promete algo de desquicie pues estamos en California, lugar idóneo para el surgimiento de todo tipo de sectas adoradoras del Diablo. Porque no otra cosa son los dichosos cuerpos: los fundadores de la tenebrosa secta de los Adoradores de la Sangre, cuyos cadáveres incorruptos son motivo de peleas y robos pues los actuales miembros de la secta los quieren recuperar. Así los roban, con el nada sorprendente deseo de devolverlos a la vida con los habituales ritos satánicos. Robert Badham, el típico brujo de pandereta, es el nuevo líder, un trasunto de tantos Crowley y Lavey como pululan por esas costas y que tanta admiración provocan en algunos. Yo me quedo con este Badham, que al menos es más divertido, dura como malo un aliento y tiene poderes de verdad. No sé de qué le valen si, como ya he dicho, lo liquidan con una facilidad pasmosa. Surray demuestra haberse documentado sobre brujería, quizá lo justo, sí, pero suficiente para hacer creíbles y peligrosas las actividades mágicas y satanescas de la secta. Lástima que todo se desmorone en un precipitado final en el que además los protagonistas del lado “bueno” reciben una ayuda casi más milagrosa que la Mano de Gloria de los diabólicos. Entretenida y ágil, apunta maneras aunque no termina de arrancar en condiciones. Justo cuando empezamos a paladear lo bueno, esto es, los malos en acción, va y se acaba.


La llamada de los muertos (1983) nos presenta a un Adam Surray que parece haber depurado un poquito su estilo. Las frases son más largas y ya no se suceden los puntos y aparte a lo bestia, aunque ahí están pertinaces. No es mucho, vale, pero está bien si el arranque de la novela es tan encantador como lo es en esta ocasión. Una joven pareja de recién casados retorna de su viaje de luna de miel en coche. Este sufre una avería, está anocheciendo y solo les queda avanzar hacia Wardsville, un pueblo perdido en ningún lugar precedido por un inmenso cementerio sin muros a su alrededor. Sus tumbas llegan hasta la misma carretera. Sopla el viento golpeando los árboles, pero los oscuros cipreses del camposanto no se agitan, permanecen petrificados, más tiesos que los cadáveres en sus tumbas. Bueno, esto último es un decir, ejem. El automóvil se detiene definitivamente y deben abandonarlo penetrando a pie en el villorrio. El cementerio queda atrás, pero es entonces cuando, de forma increíble, desde él les llega un lamento, una llamada: “¡Gladys!” ¡Y Gladys es el nombre de la joven esposa! Dos capítulos iniciales que, con todos sus maravillosos tópicos, suponen una buena y atmosférica introducción.

Los verdaderos protagonistas no aparecen hasta la página 23: Janice Holm, la hermana de Gladys que está buscándola, el detective privado Adam Bruckman, contratado por esta, y la secretaria de Adam, Mariam Scott, un bombonazo que se pasa casi todo el tiempo que está viva en la novela o en la bañera o fuera de ella a punto de entrar o justo al salir. Vamos, que con ropa apenas si la podremos imaginar. Casi todo el desarrollo de la trama consiste en la búsqueda del matrimonio desaparecido, dejando notar Surray los gustos literarios que expusiera en ¡Devuélveme mi cabeza! Solo hacia el final la cosa se pone algo locuela, con un monstruoso matrimonio que vive en lo más profundo de una cripta bajo el cementerio de Wardsville. Han formado una simpática secta, la secta de Shakan (no el Shazam del Capitán Marvel, parece), un demonio al que se adora con violaciones, aberraciones sexuales y canibalismo del más salvajote. Vamos, el lote habitual. Con una buena paliza a los malotes y el bueno de Shakan destruyéndolo todo nos plantamos en el final. Entretenida y correcta, en resumen, si bien falta algo de chispa.


Por lo que estoy comprobando, en las novelas de Adam Surray todas las chicas tienen algún rasgo felino, son esculturales como “diosas del Olimpo”, la ropa es algo que debe quemar como el fuego por lo que les molesta estar con ella puesta y tienen los labios “gordezuelos”, húmedos y lujuriosos. Elissa Scott, la que abre fuego en El siniestro doctor Sternberg (1984), también. Ella y su noviete Fred Bottoms son dos rateros que están en problemas. La policía y el rey del hampa, Paul Hawkins, los persiguen sin descanso. Elegir la mansión del doctor Sternberg como el lugar de su próximo golpe quizá les ayude a dejar de huir: los muertos no pueden correr, jajaja (risas maléficas). Pero cuidado, que aunque yo esté aquí haciendo chistes malos no significa que no me haya gustado esta novela de Surray. De hecho, es la que más me ha gustado de las cuatro, y no solo eso: me ha parecido de verdad sensacional. Un puro disfrute, una novela reivindicable cien por cien. Bueno, algo menos porque… Pero iré por partes, que si no nadie me va a creer (como si alguien fuera a creerme explicándome mejor, ay, qué iluso).

En el tramo inicial, tras la presentación de Elissa y Fred y su rocambolesca situación, bien expuesta pero nada original si os gustan las películas y las novelas de serie negra porque os habréis topado con escenas semejantes cientos de veces, otro detalle que delata los gustos literarios de Surray confesados por él mismo, pasamos casi sin respiro a la tensa narración de la incursión de Elissa por la mansión de Sternberg buscando un botín. No resulta brillante, pero sí eficaz: con gran sencillez ya nos adelanta el escenario macabro en el que tendrá lugar el desenlace de la historia. Las referencias a los mitos del terror más clásico se suceden: el Frankenstein de la Universal se cita como ejemplo para describir el tipo de laboratorio que posee el doctor Sternberg, este es una especie de doctor Moreau y tenemos un periódico que se llama Zaroff. Son detalles simpáticos y quizá no muy importantes, pero a los amantes de lo fantástico nos resultarán agradables más que nada porque no es otra la intención de Surray. Lo que sí nos parece fascinante es cómo el autor nos adelanta qué personajes van a ir muriendo asesinados de manera horrible, jugando así más con el suspense que con la sorpresa. Toda una apuesta narrativa que, además, no va a ser la única que nos va a deparar este gran bolsilibro.

El hampón Hawkins hace su entrada y descubrimos a un personaje genial, a un malo de impacto con el honor de resultarnos en verdad desagradable. Su venganza sobre Fred es brutal, con sus matones apalizándolo a muerte mientras él permanece sentado bebiendo champán celebrando el espectáculo. Surray demuestra un pulso literario excelente, pero la cosa va a mejor con el ataque de unas tremendas ratas-perro a un par de matones y cómo el siniestro doctor Sternberg resulta de lo más simpático ante la locura homicida de la pandilla de gángsters. Aquí no acaba la cosa, porque Surray nos va sacudiendo guantazo tras guantazo, muerte tras muerte: ¿pero quién demonios es el protagonista en esta historia? ¡Todos van muriendo casi según van apareciendo! Me resulta magnífica la idea de que no haya protagonista real. El protagonismo pasa de un personaje a otro a ritmo endiablado sin dejar títere con cabeza. El mismo Sternberg, ante nuestros alucinados ojos, cae en este baño de sangre y violencia tan disparatado como genial. Uno de los hampones, Perry McNicol, es quien lo asesina mientras exclama: “¿Acaso estás ya en el infierno?” Y esto porque, mientras Sternberg muere entre sus manos, “(…) era tal el demoníaco destello en aquellos ojos desorbitados que, ciertamente, parecía como si Sternberg hubiera cruzado los umbrales del Averno.” (p. 64) Si pensáis que os estoy destrozando la trama, pensad que no cuento nada que antes no anuncie el propio autor: no hay sorpresas salvo la de que todo el conjunto es una sorpresa.

En la página 65 Eddie Hackford, un escritor de novelas de denuncia, toma el relevo. Poco después se unirá a él la misteriosa Kathryn Streep (no la Meryl, creo). Como sustituto de Sternberg tenemos a Allen Warden, un doctor aún más loco que el primero: este sí es ya un desatinado y enloquecido Moreau. Ha pasado años en un manicomio, el científico de serie B perfecto, y McNicol y los suyos lo han reclutado para sustituir al doctor cuyo nombre figura en el título de la novela y que hemos visto pasar ante nuestros ojos como un bólido. “Allen Warden mesó sus cabellos. Era un individuo de ojos saltones. Unos ojos que acusaban un sempiterno destello demente.” (p. 77) Parece increíble que estemos casi en el final, pero al llegar descubrimos que el desenlace es brutal. Y con más referencias clásicas, en esta ocasión al Jekyll y Hyde de Stevenson. Sobra el epílogo, que incluye una bochornosa nota machista, pero hasta ahí podemos considerar esta novela de Surray como excelente: enloquecida, delirante y salvaje, es una perfecta muestra de pulp patrio que nada tiene que envidiar al de otras latitudes. Incomprensible, eso sí, qué demonios pinta la novia del monstruo de Frankenstein en la portada, quizá el ilustrador se excedió al querer mostrar el parecido entre los laboratorios de los dos doctores, pero dejando esto aparte, El siniestro doctor Sternberg me ha hecho disfrutar como un loco. Un bolsilibro que rompe muchos de los esquemas habituales impuestos por la propia editorial a sus colecciones y que supone toda una delicia para los degustadores de las más esquinadas y menos preciadas obras de la literatura fantástica.  


SURRAY, Adam. ¡Devuélveme mi cabeza! Ilustración de portada: Miguel García. Barcelona: Bruguera, 1980. 95 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 396. ISBN 84-02-02506-4.

SURRAY, Adam. Las brujas de Woodsville. Ilustración de portada: Bernal. Barcelona: Bruguera, 1981. 95 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 442. ISBN 84-02-02506-4.

SURRAY, Adam. La llamada de los muertos. Ilustración de portada: Desilo. Barcelona: Bruguera, 1983. 93 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 531. ISBN 84-02-02506-4.

SURRAY, Adam. El siniestro doctor Sternberg. Ilustración de portada: Pujolar. Barcelona: Bruguera, 1984. 93 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 584. ISBN 84-02-02506-4. 

martes, junio 25, 2013

Karel Sterling: la Venus del espacio y el tiempo desarticulado



Luchadores del espacio se ha convertido con el tiempo en una de las más míticas colecciones de novela popular española gracias, en primer lugar, a las fascinantes portadas de José Luis Macías, un absoluto genio creativo que con sus ilustraciones dotó de una vida especial a unas obras que en manos de otro dibujante menos visionario no hubieran pervivido con la misma capacidad de sugerir maravillas, y en segundo lugar, a ser el hogar en el cual se desarrollaron las novelas que conforman la saga más famosa (con permiso de Ángel Torres Quesada y su El Orden Estelar) de la ciencia ficción española, la Saga de los Aznar, obra del valenciano Pascual Enguídanos Usach firmando bajo el seudónimo de George H. White, de clara resonancia al maestro H. G. Wells. Para haceros una idea de lo que fue esta colección, lo mejor es leer el fantástico artículo de José Carlos Canalda dedicado a los autores que en ella colaboraron: Los escritores de la colección Luchadores del espacio. También os recomiendo, antes que perder el tiempo con lo que yo os voy a contar, que sepáis quién es Karel Sterling de su mano: JulioPérez Blasco, alias Karel Sterling. El trabajo de Canalda dedicado a las novelas conocidas como de a duro es espectacular, absoluta referencia para mí, por lo que ya aprovecho y os invito a que no dejéis de leer su genial La gran historia de las novelas de a duro, 53 capítulos y un apéndice a los que podéis acceder de manera gratuita en los enlaces indicados.

Karel Sterling (de nombre real Julio Pérez Blasco) escribió trece novelas para Luchadores del espacio. La tercera de ellas fue Los mares vivientes de Venus (1957). En principio, adolece de demasiados errores gramaticales que la afean y dificultan la lectura. Cuesta trabajo concentrarse en la narración ante tal desbarajuste lingüístico. A su favor diremos que goza de un punto de partida fantástico: un extraño recipiente ha caído de los cielos procedente de Venus conteniendo un líquido negro que lo devora todo. Una especie de cosa pringosa al estilo de La masa devoradora (The Blob, Irvin S. Yeaworth Jr., 1958), adelantándose en un año a esta curiosa película, aunque de dimensiones algo más modestas. También resulta muy interesante la idea, si bien no está desarrollada como sería de desear, de que la acción acontezca en un 1978, entonces el futuro, en el que Nueva York ha sido destruida en El Punto Final de las Guerras. La Tierra vive pues un período de paz que los alienígenas están dispuestos a finiquitar. La trama desinhibida y vivaz ayuda a no abandonar la lectura ante la notable torpeza de la redacción. Y acaba resultando una novela muy divertida y entretenida, con un final trepidante y un tanto loco. Y es que a esas alturas ya la estaba disfrutando dejados a un lado, no sin algo de esfuerzo, todos los inconvenientes que he comentado.


El tiempo desintegrado (1959) fue la décima obra que Sterling entregó a la colección. Al tratarse de una novela más ambiciosa que la anterior, a mi gusto los defectos de su autor se hacen más evidentes. Si por un lado se agradece el intento de dotar de más profundidad a la historia, que nunca a los personajes, por otro queda en evidencia que Sterling se mueve mejor en la acción más aventurera que a la hora de prestar enjundia a la trama. En su parte final, El tiempo desintegrado deviene en una locura temporal: un Cataclismo, así con mayúscula pues es como sus habitantes lo han bautizado, se ha desencadenado en el planeta Hankhar (en la constelación de Las Pléyades), el cual consiste en una debacle total en la que se superponen todas las épocas del planeta con sus distintas civilizaciones enfrentándose entre sí a muerte. Esta idea apocalíptica que bebe en el caos del tiempo es muy bonita, pero su dificultad y belleza excede con mucho las capacidades literarias de Blasco. Todo resulta torpe y confuso. Funciona más porque el lector imagina lo que el autor nos quiere contar que por cómo nos son narrados los hechos. Una lástima, más aún cuando el inicio ha resultado un tanto aburrido, con el ataque a la isla donde se alza Centrolab, una ciudad de científicos, por parte de una criatura extraterrestre y las alteraciones temporales a las que se ven sometidos algunos de los humanos protagonistas a consecuencia del mentado asalto. La impotencia narrativa de Blasco resulta dolorosa. Su uso de la elipsis es terrible: de una página a otra han sucedido cosas trascendentales de las cuales nos enteramos… ¡porque un personaje se lo cuenta a otro! Se nos hurtan así escenas emocionantes de la historia que merecían más atención. Esto sí que acaba provocando agujeros temporales y caos sideral y no lo que Blasco se esfuerza por describir. Y digo esto con pena, porque de verdad que hay abocetadas buenas ideas en la novela, pero acaban siendo solo eso: burdos apuntes en los que el sentido de la maravilla es demolido por la vulgaridad y la pobreza narrativas. El sorprendente desenlace de El tiempo desintegrado ayuda a que la impresión final no sea tan negativa: oscuro e irónico, supone un golpe de efecto que rozaría la excelencia si hubiera estado en mejores manos. Lástima que su desarrollo se desenvuelva de manera tan farragosa. De no haber sido así, todo podría haber desembocado en una sencilla pero eficaz y bonita novela.

STERLING, Karel. Los mares vivientes de Venus. Ilustración de portada: José Luis Macías. Valencia: Editorial Valenciana, 1957. 128 p. Luchadores del espacio; 84.

STERLING, Karel. El tiempo desintegrado. Ilustración de portada: José Luis Macías. Valencia: Editorial Valenciana, 1959. 128 p. Luchadores del espacio; 135. 

jueves, mayo 30, 2013

Fantasmagórico (1982) y El reino de los infiernos (1983), de Lou Carrigan


La verdad es que la lectura de Fantasmagórico (1982) de Lou Carrigan (Antonio Vera Ramírez) ha supuesto todo un placer. Quizá debido a que se trata de un bolsilibro publicado en la colección Selección Terror Extra, lo cual implica que dispone del doble de páginas que un volumen normal, Carrigan tiene tiempo de sobra para plantear con tranquilidad su trama fantástica, sin precipitarse en ningún momento pero tampoco sin demorarse o alargar inútilmente su historia. Se sirve de una construcción clásica en lo que respecta al relato de fantasmas, esto es, buscando más efecto en la atmósfera de la narración y en su tono espectral antes que sorprendernos a golpe de martillo sanguinolento o sustos de caseta de feria. Aunque alguno hay, no desmerece el resultado pues Carrigan dosifica con inteligencia y no satura al lector. Eso sí, esto no impide que este relato de espectros vengadores derive en un final granguiñolesco tan divertido como salvajemente gore.

En el pueblecito de Yellow Pine se están sucediendo extraños acontecimientos que tienen aterrorizada a su exigua población. Nada más y nada menos que un fantasma que  se dedica a meter miedo a todos. Eso al principio, porque pronto se las apañará para matar sin compasión y de manera poco espiritual a algunos miembros de la comunidad. Carrigan mantiene una magnífica atmósfera de misterio en un pueblo que asemeja ser una habitación cerrada. Había momentos en que llegué a pensar que la historia versaba sobre un pueblo habitado por espectros debido a la forma en que muestra la conducta de los habitantes de ese pueblo de sempiternas calles vacías, consumidas por el miedo y la niebla. El joven Adam Crane llega a la población por invitación de una joven a la que ha conocido por un anuncio de contactos en el periódico. Es acogido con la habitual poca simpatía de los lugareños, exacerbada además porque cuando Crane explica a quién ha venido a visitar le explican que la joven Pamela Hereford, su amor en ciernes, murió hace ya dos años. Un punto de partida excelente que Carrigan sabe aprovechar con acierto.

Si toda la atmósfera de angustia y opresión provocadas por el agresivo fantasma están muy bien reflejadas en la novela, no ocurre lo mismo con las apariciones espectrales, algo mecánicas y rudas. Apenas hay preparación y Carrigan nos las lanza a la cara casi sin tomarse el precioso tiempo de irnos preparando el terreno. Es una pena porque esto provoca que el relato pierda fuerza, aunque tampoco lo hunde. Solo es que uno lamenta que estando el tono general tan bien conseguido Carrigan no se muestre tan fino en lo particular. Pero no nos quejemos demasiado: Fantasmagórico es un excelente bolsilibro teniendo siempre en cuenta sus modestas pretensiones. Y, como ya dije, el final es todo un carnaval bestiajo y además está repleto de sorpresas a porrillo. Mantiene ese humor típico de sus novelas, aunque en esta ocasión sabe contenerse cuidando de no romper el ambiente fantasmal con diálogos demasiado chistosos, aunque algo de su chispa permanece. También esto estalla en el desenlace, donde uno es capaz de oír las carcajadas de Carrigan mientras va desmadejando horror tras horror y barbaridad tras barbaridad. Queda así una novela muy entretenida, con buenos momentos aislados pero del que lo más destacable sería esa atmósfera de pavor irrefrenable que se va adueñando de todo un pueblo y lo mantiene suspendido en el horror.

El reino de los infiernos (1983) no está tan conseguida, aunque el tono delirante y su desarrollo algo loco consigue mantenernos interesados. Se trata más de una aventura a la manera de las del agente 007, en el puro estilo James Bond contra el Doctor No. El líder de una no sabemos si siniestra o chiripitifláutica secta, Arcangélico, está decidido a destruir el mundo activando todos los volcanes de la Tierra, una idea tan desatinada que resulta, negádmelo si os atrevéis, simpática. Es la destrucción total o pagar cientos de millones de dólares al malvado Fu Manchú de turno.

Una novela muy divertida, eso sí, sobre todo en los diálogos que mantienen la pareja protagonista, que son chispeantes, rápidos y vivaces, como es habitual en Carrigan. La trama no deja de ser una chorrada, aunque ese infierno de pacotilla, con el remate en ese Infierno Permanente de imposible nombre (¿cuándo el infierno bíblico ha sido a ratos?) que más asemeja una atracción de feria y sus torturas de festival gore están contadas siempre manteniendo ese equilibrio raro entre horror y humor que, también, es tan propio del autor. No es una de las mejores obras que he leído de Lou Carrigan, pero no deja de ser un buen y entretenido Carrigan. Solo falla el argumento, la historia que nos narra, la cual hubiera sido deseable que hubiera tenido un poco más de enjundia. No es una falta grave. Ni tampoco le podemos exigir más.


CARRIGAN, Lou. Fantasmagórico. Ilustración de portada: Sommer. Barcelona: Bruguera, 1982. 190 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror Extra; 4. ISBN 84-02-08799-X.


CARRIGAN, Lou. El reino de los infiernos. Barcelona: Bruguera, 1983. 96 p. Bolsilibros Bruguera, Selección Terror; 554. ISBN 84-02-02506-4. 

lunes, mayo 13, 2013

Joseph Berna contra los vampiros


No es Joseph Berna (José Luis Bernabéu López) uno de los mejores autores del universo de los bolsilibros. Sus historias suelen tener, por lo general, poco interés. Se le nota demasiado que parte de una idea débil que se esfuerza por alargar todo lo que puede hasta alcanzar las 94 o 96 páginas de rigor. Para ello se vale de un no estilo consistente en escribir párrafos con una frase de tres o cuatro palabras. Los continuos puntos y aparte ayudan a meter espacios y rellenar esas páginas que pareciera le cuestan sudores fríos más rápidamente que si utilizara párrafos más extensos. A veces las frases son más largas, y en un párrafo puede cometer la osadía y el atrevimiento de hasta incluir dos, pero la sensación de dejadez y prisa es la misma. Esto ofrece como resultado unas novelas que siempre dan la sensación de estar deslavazadas e hinchadas con capítulos que no aportan nada al desarrollo de la acción. Sumado todo al uso del sexo como supuesto motor creativo. Hay que alegrar esas tristes tramas con lo que sea, y Berna recurre a introducir con calzador en cualquier momento una escena subida de tono. Da igual si estás huyendo a vida o muerte o si te estás preparando para un enfrentamiento sangriento con el enemigo de turno. Siempre llega una bella joven calenturienta con ganas de marcha, utilizando su propio lenguaje. Tampoco penséis que la cosa se pone hirviendo: por lo general las situaciones son tontísimas, los diálogos parecen mascullados por adolescentes poco despiertos y el sexo en sí es el propio de película de destape española de finales de los 70, una de aquellas softcore o clasificadas S de las que se nutrió durante una buena época nuestra cinematografía. Como resultado, las novelas de Berna suelen ser mediocres cuando no rematadamente malas, pero en ocasiones, pocas por desgracia, muy divertidas por lo disparatadas y tontorronas que pueden llegar a ser. Lo normal es que la diversión falle y resulten aburridas a más no poder. Sin embargo, algún acierto aislado hay. Y cuando esto sucede, si bien no llega a reconciliarnos del todo con él, sí al menos consigue que nos resulte simpático.

Este último es el caso de Misterio en la estación WZ-2000 (1984), que si bien sigue punto por punto todos los defectos estilísticos y de forma mencionados, logra que en bastantes momentos esto nos dé igual gracias a una trama interesante y, esta vez sí, más o menos bien hilvanada.  

En el lejano planeta Drako se ha instalado una base terrestre, pero todos sus habitantes han desaparecido. Se envía una nave tripulada por una expedición de rescate para averiguar qué ha sucedido y ayudar a los supervivientes si los hay. El resultado es de nuevo el silencio: al llegar al planeta la nave de rescate deja de comunicarse por radio y no hay forma de contactar con su tripulación. Algo oscuro y misterioso está sucediendo en Drako y se impone dilucidarlo. Todo esto, manda Berna, lo descubrimos en una conversación inicial que nos sirve de introducción y presentación de los protagonistas. El capitán Geor Derwall recibe el encargo de comandar una segunda expedición. Esta será la última si también fracasa. La mitad de la tripulación a las órdenes de Derwall son mujeres, claro, y ya comienza la fiesta con el capitán y el general Pattison, el que le está encomendando la misión, haciendo bromitas y comentarios sobre las chicas de la expedición: que si esta está buena, que si la otra está mejor… Pronto Derwall se habrá cepillado a casi todas. Digo casi todas porque las que no caen bajo su irresistible encanto de macho cabrío es porque han muerto antes.

Pero bueno, descubriremos que pese a las interrupciones sexuales típicas de Berna la trama engancha. La nueva nave llega a Drako y el misterio prometido en el título se adueña de la historia vistiendo con cierto interés una novela que si bien nunca llega a alcanzar un vuelo demasiado alto, sí que mantiene al menos un poco de vuelo. No tardaremos mucho tampoco en saber qué diablos ha ocurrido en la base, lo de Berna no es mantener la tensión, y de paso sabremos que el autor también vio la película Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) y que le gustan, o igual le dan mucho asco, las serpientes. La acción deriva en una narración tomada por el gore y la casquería más básicos, lo cual la hace muy entretenida, no me importa confesarlo. Es una lástima que no mantenga por mucho tiempo el misterio, porque los paseos de los expedicionarios por la estación espacial vacía, cuando no se dedican a lanzarse piropos no muy elegantes que digamos y a meterse mano, consigue transmitir cierto aura de peligro. Todo llega a su fin mucho antes de que termine la novela, así que Berna da un giro argumental en el tramo final que rompe todo el encanto de serie B que hasta entonces había medio logrado y vulgariza el conjunto. No es una buena novela, en definitiva, pero sí es un buen Berna. Si es que esto es posible, no sé si me explico o si me entendéis… 

No sucede así con Los emisarios de Macombo (1984), un ejemplo del peor Berna. Esto es, el habitual. Los primeros capítulos se desarrollan en una playa en la cual una chica súper jamona se dedica a untarse cremas por el cuerpo y caminar insinuante por la arena. Dos gamberros la acosan y el típico héroe ultra musculado dará cuenta de ellos con un buen par de ñoños entre bromas guarris dirigidas a la bella joven. Cuando al fin termina este suplicio parece que la novela va a arrancar, pero la verdad es que nunca termina de hacerlo. La chica es la sobrina de un súper científico que está realizando los planos de una nueva nave espacial que llevará al hombre hasta los confines del espacio. Participa en un concurso gubernamental en el que se ofrece una gran recompensa a quien entregue el mejor diseño. Pero los científicos rivales comienzan a morir en curiosos accidentes. Y aquí es cuando entran en acción los emisarios de Macombo, el lejano planeta del título. Ellos son quienes en realidad están eliminando a los científicos pues no quieren que los humanos consigan desarrollar una nave que les posibilite llegar a su planeta. Los emisarios son cuatro, y cuando deciden acabar con el tío de la protagonista el macho playero dará cuenta de ellos en un santiamén. La verdad es que a los extraterrestres les va tan mal que dan una pena terrible. En fin, las páginas pasan con los extraterrestres intentando entrar en la casa del científico y este, su sobrina, el macho alfa y los dos miembros del servicio les darán para el pelo. Lo dicho: si es que los pobres visitantes no tienen ni una oportunidad. Y eso que se enfrentan con mortíferas armas capaces de volatilizar una pared y los humanos se defienden con una triste escopeta de caza. Soporífera, sosa y pobremente escrita (a Berna se le nota el piloto automático a lo bestia), defenderla se hace una tarea imposible. Y en la portada… ¡No hay quién adivine qué hace ahí ese Ming!


Pero no penséis que me detuve aquí. Me leí cuatro novelas de Berna del tirón, dos ratos, no creáis que más. Así, en el más puro estilo Berna, esto es, de una ingenuidad erótica sonrojante, El retorno del conde Hugo (1978) comienza en un local de strip-tease. Berna va describiendo las diversas actuaciones de las chicas y la consiguiente reacción del público y los músicos que las acompañan con su consabida torpeza adolescente. Todo bañado con chistes de humor grueso pero del bien gordo. Entre desnudos continuos y coitos tontuelos se va desgranando esta historia de vampiros en la que los malvados muestran poca capacidad de generar peligro. No digamos ya miedo o tensión. Estos vampiros son casi tan desgraciados y torpes como los asesinos de Macombo: los pobres no-muertos duran lo que los buenos de la historia tardan en encontrarlos. Que con el tiempo que se pasan encamándose no sé ni cómo dan con ellos. Aburrida, de una pobreza narrativa notable y carente de la más mínima imaginación, la historia del pobre Hugo se arrastra más o menos comatosa hacia un final previsible y sin interés.


¡Morded, vampiros, morded! (1980) es sin duda la más ridícula y torpe de las cuatro, que ya es decir, pero la acumulación de desatinos es tal que acaba hasta por resultar divertidilla a ratos. Como siempre, tenemos unos vampiros que si bien aquí parecen un poco más peligrosos que en la anterior, la verdad es que al final resultan tan fáciles de vencer que dan, otra vez, una pena horrible. Pero bueno, entre polvo y polvo de los protagonistas, que no paran ni a comer, las criaturas intentan acosarlos. El momento más divertido es cuando la líder de la ridícula horda vampírica es rechazada gracias a una cruz que le estampan en todo el trasero. Primero en un cachete y luego en el otro, dejándole las nalgas marcadas como a una res. Se nota que ni el mismo Berna se toma muy en serio a sí mismo pues toda la narración desprende un aire de cachondeo, consciente en esta ocasión, del que solo cabe lamentar que, una vez más, no esté alimentada con un poquito más de imaginación y aunque fuera un mínimo de interés por intentar contar la historia con menos desidia. Se hace más llevadera que las dos anteriores, pero Berna no da mucho de sí. Decir lo contrario sería desprestigiar el trabajo de otros compañeros que sí lograron demostrar que el bolsilibro podía ser un buen lugar donde desarrollar estupendas tramas. Si a una falta de estilo importante se unen unas formas torpes y unas historias infladas y convencionales, los breves detalles divertidos solo ayudan a llegar al final sin dormirnos. “Y, como se hallaban en la cama, desnuditos los dos, pocos minutos después estaban haciendo el amor.” (p. 96) Esta frase final de ¡Morded, vampiros, morded! resume a la perfección las maneras y las intenciones de Joseph Berna.


BERNA, Joseph. Misterio en la estación WZ-2000. Ilustración de portada: Lozano. Barcelona: Bruguera, 1984. 93 p. Bolsilibros Futuro, Héroes del espacio; 218. ISBN 84-02-09281-0.  

BERNA, Joseph. Los emisarios de Macombo. Ilustración de portada: García. Barcelona: Bruguera, 1984. 93 p. Bolsilibros Futuro, Héroes del espacio; 220. ISBN 84-02-09281-0. 

BERNA, Joseph. El retorno del conde Hugo. Ilustración de portada: Prieto Muriana. Pinto (Madrid): Editorial Andina, S. A., 1978. 96 p. Bolsilibros Easa, Terror; 130. ISBN 84-06-01513-6.

BERNA, Joseph. ¡Morded, vampiros, morded! Ilustración de portada: Salvador Fabá. Barcelona: Bruguera, 1980. 96 p. Bolsilibros Bruguera, selección Terror; 391. ISBN 84-02-02506-4.