Ensayo: La palabra
exacta, en la poesía de Blanca Varela
Por
mitzar brown abrisqueta
Noche
/ vieja artífice/
ve
lo que has hecho de la mentira/ otro día/
Blanca Varela
Leer
la poesía de Blanca Varela (Lima, 1926) implica un doble pero grato esfuerzo de
tener que aislarse de la realidad inmediata e introducirse a ciegas en el
universo abstracto expuesto por la artista. Doble abstracción entonces, la de
la poeta y la de su lector anónimo, en confluencia no sincrónica que el texto exige
para ser disfrutado. La noticia, hace casi dos años, de que la poeta peruana se
convertía en la primera mujer ganadora del Premio Internacional de Poesía
Ciudad de Granada Federico García Lorca, que “tiene como objetivo premiar el
conjunto de la obra poética de un autor vivo que, por su valor literario,
constituya una aportación relevante al patrimonio cultural de la literatura
hispánica” (Tapia: 2006), nos sorprendió aquella mañana del 11 de octubre.
Fidel Villar (2006) afirma que una de las alternativas —de los poetas de hoy—
frente al uso inadecuado de la palabra es el silencio, o en todo caso es la de
“(…) cuidar que el lenguaje no exprese más allá de lo que la propia palabra
contiene o también (la de) intentar transformar un género literario en
expresión pura de sí mismo. Siendo de esta forma, la poesía instaura una
realidad que no tiene más existencia que en sí misma”. En este sentido, Villar
ubica a Blanca Varela, a propósito del premio mencionado, dentro de la estirpe
de poetas como Mallarmée, Rimbaud y Lautréamont, que —afirma— dieron
preeminencia a la palabra en sí, y no a las ideas, para elaborar poesía. Así,
por hallarse la palabra “cansada de significaciones” se la debía “radicalizar
hasta sus propios límites”. A lo anterior se suma el Premio Reina Sofía, XVI
Premio de Poesía Iberoamericana, que se le otorgó en mayo de 2007 y que fue recibido,
en el mes de noviembre, por su nieta Camila de Szyszlo. Además, fue nominada
para el Premio Miguel de Cervantes, considerado premio Nobel de las letras
castellanas, y que, en esta ocasión, ganara el poeta argentino Juan Gelman.
Poeta
vinculada a la Generación del 50, su obra es —en un comienzo— considerada
poesía pura, en oposición a la poesía social, una clasificación bastante
radical que hoy tiende a desaparecer. Sobre este tema, se ha discutido mucho:
qué tanto se puede o se debe exigir a un poeta que comprometa su arte con la
realidad social, o qué tanto una obra de arte deja de serlo por carecer de una
estética aprobada por el canon vigente. Cuando Róger Neyra (2004) le pregunta al
respecto a Arturo Corcuera, este responde:
En el mundo socialista se equivocaron los que impusieron directivas en
ese sentido. En el Perú, felizmente nos nació Mariátegui, que apreciaba mucho a
José María Eguren (…). Él comprendía a los artistas, y en el ensayo que le
escribe a Eguren expresa: El arte es una evasión cuando el artista no puede
aceptar ni traducir la realidad y la época que le tocan (sic). Estos artistas
maduran y florecen extraños y contrarios al penoso sufrimiento de sus pueblos (…).
En la estética de Varela se percibe más el aprecio
por la palabra y el significado pleno que la autora selecciona y otorga desde
su mundo interior, antes que un interés frío por conservar la métrica o la
rima. El significado pleno, al que me refiero, es aquél en el que está ausente
—en la palabra— toda contaminación (Villar, 2006) producida por los excesos de
carga semántica que el uso le da y que, cuando no la desgasta, la embota, con
lo que pierde esencia.
La
autora cuenta cómo, de niña, jugaba con los significados de las palabras:
“Recuerdo claramente que no me gustaba mucho lo que me rodeaba y que, al mismo
tiempo me gustaban demasiado las palabras, su sinsentido, su música” (Varela,
2002:86). Habla también de su dificultad para integrarse —en los años cuarenta—
al mundo estudiantil mayormente masculino, dificultad que se vio aligerada por
la amistad de Sebastián Salazar Bondy y del círculo de jóvenes poetas con los
que se identificó inmediatamente para sumergirse en el mundo de todas las
artes. Destaca la influencia de Emilio Adolfo Westphalen y de José María
Arguedas, al que —cuenta— dedicó secretamente su poema Puerto Supe que, por sugerencia de Octavio Paz, cambió de nombre
por Ese puerto existe; y, señala la
importancia —para su poesía— de su posterior reencuentro con el poeta mexicano.
Dice ella: “Existen, es verdad, un instinto y un azar electivos. Solo así,
puedo explicarme también, por qué tuve la suerte de toparme durante aquel frío
y oscuro invierno de un París de la posguerra con Octavio Paz. Sin su ejemplo,
jamás hubiera perseverado en mi empeño de escribir poesía” (:88).
Podemos afirmar que su poesía es el resultado
de una concentración de significados precisos, expuestos con economía. Su obra
que, últimamente, ha sido más estudiada desde la perspectiva de una literatura de
género, me permite, sin embargo, y gracias a que la poeta reconoce —en su
entrevista con Fietta Jarque—, (2001), la influencia Zen en Canto villano, hurgar en ella, en busca
de sus coincidencias con la estética haikiana. No es solo desde el poemario Canto villano —sino desde la mayor parte
de su obra— que puede apreciarse que la estricta norma del haikú moderno:
métrica de diecisiete sílabas distribuidas en tres versos, no impide que la
autora tome, de esta perfecta poesía japonesa, lo que conviene a su poética,
como la brevedad y lo natural, al margen de la formalidad silábica. Y, como
afirma Modesta Suárez (2002: 46), sobre la poesía de Varela, “(…), las imágenes
son las que construyen paso a paso la estructura de los poemas cuyos versos no
están realmente sostenidos por los juegos verbales ni por la rima”. Por otro
lado, cuando Octavio Paz y su amigo japonés Eikichi Hayashiya deciden, en 1955,
traducir la obra Oku no Hosomichi, (Sendas de Oku) de Matsuo Basho, creador de
la forma haikiana, deben sacrificar la música al contenido —es decir— la
métrica; no hablemos de rima, pues los haikús carecen de ella. En la
Advertencia que hace Octavio Paz en la primera edición (1956) se lee: (…) y
cuyo lenguaje, poseído por un infinito respeto al objeto, no se detiene nunca
sobre las cosas, sino que se contenta con rozarlas. La traducción de los poemas,
sacrificando la música a la comprensión, no se ajusta a la métrica tradicional
del Haikú pero en muchos casos se ha procurado encontrar equivalentes en
español de la concentración poética del verso japonés y de sus medidas
silábicas. (2003:31)
Con
esto, quiero destacar que el hecho de que la métrica pueda ser obviada para
rescatar la esencia al momento de traducir me permite afirmar que el vínculo de
la poesía de Varela con la poética haitiana es la esencia de esta última: su
brevedad y la concentración de significados, no tanto lo formal.
La influencia Zen en occidente
Hagamos
aquí una pausa para una exposición sucinta sobre cómo llega a occidente la
influencia Zen. Es alrededor del siglo V d.C. que esta filosofía —gracias a los
intercambios comerciales entre los
países del oriente, y al afán imperialista chino— es introducida a Japón, por
el primer patriarca Zen japonés, Daruma, discípulo de Tamo, patriarca de la
China. El budismo Zen llega a la China desde la India, donde el patriarca es
Bodhidharma. Esta filosofía influye no solo en el pensamiento chino y japonés sino
también en su arte. El Daruma japonés se inspira en el Mahayana, que es el
budismo del gran vehículo y que afirma la doctrina del no-ego donde el yo
individual es una ilusión; tampoco hay un Dios reconocible, de teología
esclarecida. Esta negación del yo y del Dios concreto y reconocible no debe ser
confundida con una postura nihilista, ya que, como negación, es sólo un camino
para alcanzar una afirmación suprema.
Trasladada esta filosofía a la literatura, es
en el género lírico en donde tiene a su más alto representante: el japonés
Matsuo Basho (1644-1694). Él llevó la forma haikiana a su máxima expresión. Uno
de sus poemas más conocidos es: “Todo en calma; / penetra en las rocas / la voz
de la cigarra”. Vemos la brevedad de sus diecisiete sílabas. Al ser traducido,
del japonés, se hace un esfuerzo por mantener la métrica. Se ha considerado la
sinalefa para el conteo de las sílabas en español. El haikú, necesariamente,
incorpora elementos de la naturaleza que llevan implícito el tiempo o estación
del año a la que alude el sentido del poema, en este caso, el estío. Es “la
cigarra” la que oficia de elemento que convoca a la mente del lector la
estación veraniega. Este mismo poema tiene una traducción, más actual, algo
distinta –de Eikichi Hayashiya– pero que coincide mucho: “Tregua de vidrio: /
el son de la cigarra /taladra las rocas” (Basho, 2003:135). En la nota
aclaratoria correspondiente, Paz compara esta última traducción de su amigo
japonés con otra anterior, la suya: “Quietud:/los cantos de la cigarra/penetran
en las rocas” (2003: 208). Justamente, es Paz (2003:42) el que insiste en la
influencia de la “actitud Zen” en todas las artes, y que, en ellas, el Zen
alude a la vez que elude; cita a Chicamatsu, que dice: “El arte vive en las
delgadas fronteras que separan lo real de lo irreal” y “El poeta no dice: esto
es triste, sino que hace que el objeto mismo sea triste, sin necesidad de
subrayarlo”. ¿Cómo conseguir esto último si no es porque se nombra al objeto,
con exactitud, sin excesos, ni adornos?
El haikú se difunde en la literatura
occidental desde los inicios del siglo XX. En 1905, en Francia, Paul Louis
Chochoud publica un primer poemario de clara influencia Zen, y en 1906, Los epigramas líricos de Japón. En
Inglaterra, entre 1905 y 1912, varios poetas manifiestan su preferencia por
esta forma poética, entre ellos destaca Ezra Pound (1885-1972) para el que era
preferible presentar una sola imagen, en la vida, a una obra voluminosa. En
España y América, el haikú no resultó una forma ajena debido a su similitud con
la brevedad de los epigramas, las adivinanzas y las seguidillas. En México, es
introducido por José Juan Tablada (1871-1945), poeta vinculado al Modernismo y
al inicio del Vanguardismo, y que visitó Japón en 1900. Octavio Paz —poeta
influyente en el quehacer poético de la autora Varela— señala, sobre Tablada,
que: “Sus pequeñas y concentradas composiciones poéticas, además de ser el
primer trasplante al español del haikú, fueron realmente algo nuevo en su
tiempo” (2003:20-21). Aunque, como Paz recuerda, Tablada solía llamar haikai,
en vez de haikú, a sus poemas debido al contenido irónico y a la “imagen
brillante”. Quiero indicar que, tanto en los haikús como en los haikai, la
sorpresa –expuesta en imágenes– es un componente que complementa a los
elementos tiempo-espacio que son convocados también por ingeniosas imágenes. Se
puede decir que los poetas hispanos, influenciados por lo haikiano, rescatan la
brevedad y la precisión para nombrar de esta forma poética, aunque varían el
número de sílabas.
La sutil presencia de la filosofía
Zen en la poesía de Varela
Y
es, reitero, en los poemas de Canto villano donde se observa la sutil presencia
de la filosofía Zen; sobre todo, en los nueve primeros poemas, que muestran el
gusto de la autora por condensar y capturar momentos o circunstancias que
suelen pasar desapercibidas, como en “Después”, donde la breve sombra de una
rosa inquieta los sentidos: tras la rosa / sombra (Varela, 2005: 28). Economiza
significantes, pero cada uno de ellos es capaz de suscitar, en el lector,
aquello que la poeta no ha hecho explícito, en su afán de ser exacta. La
precisión —la correspondencia de la palabra con su objeto—parece ser la regla
de oro en su obra. Así, el poema “Justicia”, no carente de cierta ironía,
resume en seis versos la complejidad de la cadena (alimenticia) ecológica.
Evidencia el sentido de la continuidad a la vez que el sinsentido del hecho de
vida individual, lo fugaz y lo frágil de este, para priorizar la trascendencia
de los seres vivos como especie. Encuentro en su estética un sinsentido de lo
singular que cobra sentido en lo universal. O, como señala Paz con respecto a
la doctrina Zen:
(…) Para provocar dentro del
discípulo el estado propicio a la iluminación, los maestros acuden a las
paradojas, al absurdo, al contrasentido y, en suma, a todas aquellas formas que
tienden a destruir nuestra lógica y la perspectiva normal y limitada de las
cosas. Pero la destrucción de la lógica no tiene por objeto remitirnos al caos
y al absurdo, sino, a través de la experiencia de lo sin sentido, descubrir un
nuevo sentido. Sólo que este sentido es incomunicable por las palabras. Apenas
el humor, la poesía o la imagen puede (sic.) hacernos vislumbrar en qué
consiste la nueva visión (2003: 40)
Así
como a Matsuo Basho le es suficiente la utilización de la imagen en su poema de
la cigarra, que alude a una determinada época del año, Blanca Varela no
necesita ni busca explicar lo que, de por sí, alude su pequeña composición
poética. En “Justicia” vemos que el gusano está expuesto al apetito del pájaro
y éste, a su vez, al del hombre, que inexorablemente habrá de calmar el apetito
del gusano que se encarga de cerrar y reiniciar el ciclo, que para Edgar O’Hara
(1984: 42) transmite el sentimiento del eterno retorno. Esa ironía, a la que
aludo, podría situar al poema de Varela, no solo como haikiano, sino también
como haikai, forma que cultivó aquel otro exponente de la lírica japonesa,
Teitoku —muy inclinado a la imagen brillante— al que se acercó más la poesía
del mexicano Tablada (Paz, 2003: 20).
En
su obra, está claro que —como afirma ella— le interesa la poesía como expresión
(Prain, 2001) y no como juego verbal; la ausencia de rima y de una métrica fija
no afecta a la cadencia de sus versos. Para comprobarlo, léase en voz alta, e
incluso en silencio, el poema “Monsieur Monod no sabe cantar” (2005: 49), en
donde se aprecia el fluir de las ideas, propio del surrealismo, influencia que
recibió durante su juventud, y que —según la estética de esta corriente— tiende
a automatizar el arte, pero que en Varela, que afirma haberse sentido
identificada con los surrealistas (ver Rosas 2002: 71), no se hace radical ni
carente de lógica sino que fluye sin que la autora permita que los versos se
abran en explicaciones que podrían parecer confesionales o querer narrar una
historia, sólo deja que cada verso evoque algo y se concatene de inmediato al
verso siguiente que, a su vez, va señalando el rumbo, en una lógica peculiar.
Múltiples elementos de la realidad salen de su simplicidad: ‘agonía de mosca’,
‘la obscenidad de los geranios’, ‘la vergüenza del ajo’, ‘los gorrioncitos
cagándose’ o ‘la patita de cangrejo atrapada’, para acompañar a las
elucubraciones del Yo poético en torno al amor desvanecido. Es clara la
influencia haikiana: “Piojos y pulgas: / mean los caballos/cerca de mi
almohada” (Basho, 2003: 125). En los poemas de El libro de barro (2005: 67-89),
nuevamente, aparece una característica haikú. Es el hecho de no poner título al
poema, también ronda el tema haikiano de la creación, lo óseo es la esencia del
alma: “(…) El corazón del eclipse, el viaje y el negro esplendor de la música
carnal allí adentro, en el hueso del alma” (2005: 74). Como lo es la costilla,
del cuerpo de una Eva implícita, en: “HUNDO la mano en la arena y encuentro la
vértebra perdida. /La extravío al instante. (…)” (2005: 67). En el mismo poema,
leemos: “(…) El mar huele a vida y a muerte…” donde la vida y la muerte están
en tensión; obsérvese que son el dolor y la memoria, imbricados, en sucesión
regresiva de ecos tras lo prístino: la vértebra, el discurrir, y la muerte. O,
como afirma Bethsabé Huamán (2002: 54) “(…), como si la palabra fuera ese barro
primigenio sobre el cual se experimentó el mundo (…)”. El tema de la fugacidad
de la vida, de su fragilidad, vuelve en “Concierto animal” (2005: 93-120). Une
lo afectivo a lo sensorial, en palabras que connotan desazón, el Yo poético se
transforma en el ‘hálito de la rueda’, ‘el cencerro de la tempestad’ o en el
‘burbujeo del cieno’ para que su clamor sea oído, (2005: 100). Es el quid de la
poética haikiana mediante el cual el Yo lírico se sacrifica para transformarse
en lo observado y hablar desde su objeto. Apela a los ruidos producidos, por
aquellos elementos, para capturar la atención de su lector implícito: “Si me
escucharas…”. En sus inicios, Blanca Varela utiliza un Yo lírico masculino;
ello se observa en Ese puerto existe. Hecho que, en alguna ocasión, la autora
ha señalado se debería a la época en la que comenzó a escribir, cuando
predominaba la escritura masculina. Vemos que, en líneas generales, sacrifica
no sólo el género sino también la persona desde la que se expresa; es ambigua,
ambivalente, porque se funde con su objeto. Sobre la preeminencia de la
escritura masculina, en nuestra literatura, Marco Martos nos dice: La poesía
peruana del siglo XX, aparte del caso de Magda Portal, fue privilegio de
varones. Dos de ellos, César Vallejo y José María Eguren, copan, ellos solos,
con la calidad de sus versos, cuatro décadas de poesía en el Perú. En los años cuarenta,
dos jóvenes poetas, Jorge Eduardo Eielson y Sebastián Salazar Bondy, se reunían
en los alrededores de la Universidad de San Marcos con una incipiente
escritora, menor que ellos mismos. Blanca Varela había nacido en 1926 y tenía
una profunda vocación literaria que desarrollaría recién a partir de 1959,
cuando publicó en Veracruz, México, con un prólogo de Octavio Paz, su primer
libro Ese puerto existe. (2002:74)
Además, Martos define a la autora como “una poeta que excava en sus propias
entrañas y que establece un curioso contraste entre una dicción límpida y el
sentimiento exacerbado de estar arrojada en el mundo” (2002:77). En la poesía
de Varela, la vida, lo orgánico, y la muerte, son parte del drama interno que
sufre el Yo poético y que es transferido al lector como un cuestionamiento
sobre su destino inexorable y que la autora llama ‘impostergable ceremonia’. “En
Nadie nos dice” (:143), de El falso
teclado (2005: 127-143), el tema es el desconocimiento de cómo enfrentarse
a la muerte cuando es la propia. El eje temático del poema, donde el
comportamiento instintivo de ‘el perro de la casa’, ‘el gato’ o ‘el elefante’,
ante ella -la muerte- sirve de modelo que señala la simplicidad de un hecho
que, de ordinario, se cubre de eufemismos por su condición de incierto y
desconocido. Es eso, el misterio imposible de develar por ser alguno, el que
está planteado en este poema que consigue cuestionar la creencia de la muerte
como el paso a algo desconocido cuando es en realidad un final. Es el tema
recurrente, es el ciclo de la vida:
cambiar
el paso/
acercarse/
y
oler lo ya vivido/
y
dar la vuelta/
sencillamente/
dar
la vuelta (:142-143)
Sobre
este tópico de la muerte y de la finalidad de la vida como ser individual es
preguntado el poeta peruano Arturo Corcuera, ganador del Premio de poesía Casa
de las Américas 2006. El poeta dice: “Después de los 50 nos ronda la idea de la
muerte. A veces pienso que el verdadero descanso tal vez consista en que nadie
se acuerde de uno, que nuestro nombre resulte extraño (…) que el tiempo haga
con nuestros versos lo que los gusanos hacen con nuestro cuerpo (…)” (Neyra,
2004: 16). No es, pues, la muerte del individuo lo más importante, aunque
tampoco es presentada como vana o inútil; Varela reflexiona sobre ella, pero de
la misma manera como lo hace con respecto a lo cotidiano, que según Ina Salazar
(2002: 19) “sirven para convocar inquietudes ontológicas” y confrontar lo
“circunstancial y lo trascendente”. En su poema “Otro” (:135) retoma el hecho
de la continuidad de la existencia como fundamento, la vida en términos de
secuencia no-interrumpida, la preeminencia de la raza humana sobre la
individualidad del ser, que se torna eslabón carente de peculiaridad para
permitir con su sacrificio inexorable la regeneración de la vida, además del
equilibrio ecológico. Nuevamente constatamos la abstracción del haikú y la
presencia de la filosofía Zen, donde la individualidad desaparece, donde el
no-yo permite el hecho de la supremacía del universo como un todo vital, un
sistema. En “Otro” está implícita la descomposición de un organismo, es el Yo
que, nuevamente, se sacrifica para ser observado como el modelo de la
interminable cadena, se acepta como parte que prioriza el fin supremo de la
existencia del ser, que es biodegradable para volver en una nueva forma de
vida, cualquiera del sistema: “aleteando o mugiendo” (última línea del poema).
Las líneas iniciales condensan, con humildad del Yo lírico, su entendimiento
del rol que le toca en la vida, en la perpetuidad del hombre y de su entorno
con el que hace unidad:
carezco de raíces /
de
manos/
de
retoños /
Ni
raíces para aferrarse a la vida, ni manos para asirse a nada, ni hijos que le
den continuidad a la singularidad que le tocó vivir, toda su materia será
devuelta al todo para que vuelva en una nueva forma que convenga a la cadena.
En las siguientes líneas:
mi
frente es sólida /
como
una piedra/
que
será arrojada/
Observamos
la capacidad del Yo lírico para hablar de sí y convertirse en el no-yo, que
señalamos líneas arriba. Es el sujeto que se convierte en el objeto
contemplado, convertido en piedra arrojada al mar para ser arena –dice el final
del poema- y ser alimento de otro ser vivo. Es esa actitud Zen de la
contemplación y no de la explicación, la que prima en su poética. Ella ha
asegurado, ante la notoria presencia de la ‘muerte’ en su poesía, que: “Hay
mucho valor positivo en vivir aun a sabiendas de que se va a morir. (…). Todo
el mundo me habla de la presencia de la muerte en mi poesía, pero si la muerte
existe ¿por qué no podemos vivir con la muerte?” (Rosas: 72).
Para
entender mejor el planteamiento sobre la capacidad –del poeta- de la
contemplación de sí mismo, observemos que, según la estética del poeta Basho,
había (para el autor lírico) un primer estado, perceptivo, mediante el que
debía –el artista- participar de lo esencial de la cosa de la que deseaba
escribir –ella misma, su ser como parte de un todo superior a su propia
individualidad. Para ello debía participar de la vida de su objeto. Como se
señala en líneas anteriores, es el transformarse en aquello que es observado.
Luego de la etapa perceptiva, está la etapa expresiva mediante la que se
comparte lo vivido con el lector por medio de las palabras, que deben ser
transparentes para que la vida interior del objeto llegue a la mente del lector
tal como es percibida por el poeta: su cualidad de biodegradable. De esta
manera, puede leerse el poema citado anteriormente, donde gracias a la
experiencia “vivida” por el enunciador, la experiencia de la muerte que permite
la continuidad de la existencia, el lector asume el rol que le corresponde en
esta cadena, se ve a sí mismo como un eslabón, de la misma forma como lo
hiciera el Yo lírico. Como se ha expuesto, puede afirmarse que la poética de
Blanca Varela lleva implícita la filosofía budista Zen. Ella se manifiesta más,
a través del contenido, que su poesía convoca, que por las formas. No es, esto
último, el elemento importante de su poética. Las palabras son el medio, y,
como tales, deben mantenerse austeras, pero profundas en contenido. Por eso la
brevedad que, a su vez, exige el trabajo y el esfuerzo de su lector, que debe
abstraerse de su entorno e incorporarse a la obra poética para asumir la tarea
de desentrañar lo abstracto de sus líneas, las sensaciones condensadas en ella
-la obra- y los momentos y las circunstancias efímeras que en condiciones
normales no son percibidas en su magnitud. Doble abstracción entonces….
Referencias
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