Mostrando entradas con la etiqueta Tarobá y Naipí. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tarobá y Naipí. Mostrar todas las entradas

sábado, 17 de noviembre de 2007

Tarobá y Naipí


Tarobá y Naipi se habían levantado antes del amanecer. Habían oído hablar de unos acantilados de arcilla a orillas del río donde cientos de guacamayos y pequeños loros se reunían las primeras horas del día, y si querían ver aquel bello espectáculo tenían que llegar muy temprano.

Caminaban en la oscuridad, con sus linternas. Tarobá iba machete en mano, mirando bien el suelo que pisaba y no permitiéndose perder la atención en todos los peligros potenciales; desde que le había picado la serpiente estaba en constante alerta. Naipí aún cojeaba tras su caída persiguiendo el lagarto, pero se había propuesto no perder su buen humor; caminaba observándolo todo, cada orquídea, cada caminito de hormigas… De repente ambos oyeron un zumbido extraño, y vieron una enorme nube negra saliendo del suelo; habían pisado un avispero. Empezaron a correr tanto como podían, pero el tobillo de Naipí estaba resentido y se iba quedando atrás. Cuando Tarobá dejó de correr y se dio la vuelta vio a Naipí acercándose en la distancia con la mano en el cuello y la cara contraída; tenía dos picaduras, que trataron con un ungüento que tenían en el botiquín.

Cuando llegaron al río que tenían que cruzar a nado se quedaron sobrecogidos; era mucho más ancho de lo que esperaban. Llevaban unos flotadores hinchables para poder transportar las mochilas y que no se mojaran, de modo que lo dispusieron todo y se metieron al agua. Tarobá tuvo la precaución de atarse el flotador a la cintura para no perder el control de la mochila, y logró, aunque agotado de luchar contra la corriente que le llevaba río abajo, llegar a la otra orilla. Naipí era muy buen nadador y no vio necesaria tanta precaución. La corriente, sin embargo, era más fuerte de lo que había calculado, perdió el control de su mochila y se le escapó de las manos, así que tuvo que dejarse arrastrar por la corriente para alcanzarla; afortunadamente se quedó enganchada en unas ramas caídas en el río y la pudo recuperar. Cuando llegó a la otra orilla estaba extenuado y se había hecho varios raspones en las piernas con las ramas.

Supieron que se estaban acercando a su destino por el concierto de chillidos que cada vez oían más alto. Los primeros rayos de sol se proyectaban sobre el acantilado cuando por fin pudieron verlo; cientos de loros y guacamayos de varias especies se posaban allí y en los árboles cercanos, entre un ruido ensordecedor. Quedaron sobrecogidos por la grandiosidad del espectáculo, y durante mucho tiempo no hablaron. Después Tarobá dijo con una sonrisa de satisfacción: “Realmente... ha merecido la pena todas las vicisitudes que hemos pasado.” “Si, ha merecido la pena” -contestó Naipí. Después añadió con una sonrisa resignada: “Y ¿Sabes? Tal vez tenías razón, Tarobá, en ser tan cauto; no lo sé. Pero lo cierto es que en lo que queda de camino voy a ser cauto yo también; en este momento no me puedo permitir sufrir más heridas.”

martes, 6 de noviembre de 2007

Una expedición por la selva


Tarobá y Naipí estaban de expedición en la selva. A pesar de el calor y la humedad se sentían muy felices y privilegiados por poder disfrutar aquella experiencia. Iban caminando entre la espesa vegetación, maravillándose de cómo a pesar del sol, apenas se filtraban unos rayos entre aquel frondoso laberinto verde de ramas y hojas. Prendidos a los árboles había helechos, musgos, orquídeas… Constantemente se oían los cantos de pájaros, insectos, el croar de ranas e incluso el aullido de algún mono, que sólo en contadas ocasiones tenían la suerte de poder ver. Estaban exultantes. En su camino dieron con un árbol enorme. Tarobá se acercó y se abrazó a él. Sus brazos rodearon una parte ínfima de su circunferencia. Así se quedó un rato, disfrutando de la energía que sentía, fundiéndose con el árbol, su pecho henchido de alegría. Estaba acariciando su corteza cuando palpó algo blando; cuando se quiso dar cuenta de qué era la serpiente ya le había mordido el brazo.

Afortunadamente llevaban un botiquín que incluía un antídoto contra las picaduras de serpiente, y a pesar del dolor de la mordedura todo quedó en poco más que un susto y prosiguieron la expedición. Pero Tarobá ya no estaba de tan buen humor; andaba con extrema cautela, mirando el suelo que pisaba, siempre 
machete en mano. Ya no se atrevía a tocar los árboles o las plantas. Cualquier ruido que oía –un pájaro que levantaba el vuelo, un lagarto que huía a su paso- le sobresaltaba. No sólo tenía él cuidado, sino que constantemente reprendía a Naipí por su despreocupación.

Una tarde en que ya estaba oscureciendo, Naipi vio un lagarto muy bonito, azul y verde. El lagarto huyó y Naipí corrió detrás de un él para verlo mejor. Tarobá le gritó malhumorado“¡Ten cuidado, Naipí! ¡Deja ese lagarto en paz!” No había terminado de decir la frase cuando Naipi tropezó con una raíz. En su caída se hirió una rodilla y se torció el tobillo. “¡Te dije que tuvieras cuidado! No sé cómo puedes ser tan inconsciente!” Como tenían el botiquín Tarobá le curó la herida, le vendó el tobillo y decidieron dar por concluido el día.

A la mañana siguiente reemprendieron el camino. Naipí, aunque cojeaba, caminaba alegremente, buscando los monos con la vista cuando los oía entre las ramas, cogiendo hormigas gigantes y preciosos insectos para mirarlos de cerca… Entonces Tarobá estalló:“¡Parece mentira! ¡Es que no aprendes! No te ha bastado que a mí me mordiera una serpiente, ni siquiera caerte y herirte te ha hecho darte cuenta de lo peligroso que puede ser ir tan despreocupadamente por la selva” Naipí le respondió: “El miedo te ha hecho cauto. Lo entiendo; intentas evitar situaciones en las que podrías salir herido. Yo por mi falta de cautela puede que salga herido con más frecuencia que tú, pero quiero poder seguir disfrutando el camino.”