En el recientemente inaugurado metro de Lima, una madre de
familia saltó dentro del vagón cuando el pitido que anunciaba el cierre de
puertas ya iba a silenciarse. El hijo quedó dentro mientras que la madre fuera,
con el brazo atrapado en la puerta. Inmediatamente se armó un alboroto:
caras asustadas, gotas de nerviosismo que resbalaban por los rostros, intentos
de comunicación con el maquinista para que no acelerase. Los tres encargados de
la estación llegaron rápidamente y pusieron orden. Pero un señor dentro del
vagón, que solo Dios podría entenderlo, comenzó a echarle la culpa a los orientadores
quienes no pudieron prever que una madre no iba a hacer caso a las
indicaciones de los parlantes, los carteles dentro de la estación ni a las
indicaciones que repitieron a la llegada del tren.
¿Cuál fue el problema? Pues que en la mente de las personas que piensan
así existe el razonamiento de que siempre es otro el culpable de sus desgracias;
uno siempre es inocente. Si se acepta esta hipótesis, muchos comportamientos
del quehacer diario tienen sentido.
El Estado debe darme agua, el Estado debe darme luz, el Estado debe darme
teléfono, internet, comida, casa, muebles, educación, trabajo, diversión, papel
higiénico. El Estado, en fin, es un Dios omnipresente que debe darme
todo lo que quiero mientras yo espero sentado. Yo no tengo que hacer nada, el Estado es el responsable de darme todo.
Cuando Perú gana un partido es “ganamos” (primera persona, plural:
nosotros ganamos). Cuando pierde es “perdieron” (tercera persona, plural:
ellos/otros perdieron). Nos gusta compartir los éxitos de los demás pero
les damos la espalda cuando fracasan en su causa y los dejamos abandonas.
Es cierto que el Perú es un país que necesita más alegrías que
tristezas, pero un país lleno de reyes
dominados por su súper-yo no llega lejos socialmente.
S.B.
S.B.
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