Este año no parece haber sido tampoco el de
los éxitos para el ámbito del medio ambiente a nivel internacional. Mientras
cada vez más informes de instituciones internacionales nos confirman el
deterioro del planeta, y el avance inexpugnable del calentamiento global
causado por los gases de efecto invernadero, los líderes mundiales no están siendo
capaces de afrontar el reto.
Las pruebas son claras, y las consecuencias
no se remiten ya a un futuro más o menos lejano e incierto. A día de hoy las
catástrofes naturales consecuencia directa de este calentamiento global antropogénico
se están sucediendo cada vez con mayor frecuencia (es el caso de las severas
sequías en África subsahariana, las altas temperaturas en Rusia, o las
inundaciones fruto de lluvias torrenciales en Pakistán, India, China o Bangladesh).
Hasta hace poco, eran los países más vulnerables los que estaban teniendo que
afrontar esta realidad, pero a medio plazo no habrá rincón del planeta que no
se vea gravemente afectado. El azote del huracán Sandy en la costa
estadounidense ha sido un ejemplo de ello, y de lo que está por venir. Los que
dirigen nuestros gobiernos debieran haber tomado nota, pues con las medidas que
no están siendo capaces de tomar, están también dirigiendo nuestros destinos y los
de las generaciones futuras hacia el desastre.
Esto afectará también de una forma sin
precedentes al fenómeno migratorio. En el seno de las Naciones Unidas ya se
plantea el debate de reconocer la condición de refugiado como consecuencia de
desastres naturales, habida cuenta de la población que ya se encuentra en esta
situación y de que el número de éstos incrementará de forma exponencial en los
años venideros.
El panorama no es halagüeño, y no cabe ya
escudarse en teorías sobre la no relación del ser humano y el calentamiento
global. Una ojeada a los últimos informes mundiales la constatará con total
certeza.
Pero nuestros dirigentes son cortoplacistas,
como lo es el sistema por el que están ahí y que demasiado a menudo les guía en
su toma de decisiones. Son pocos los que están dispuestos a ceder intereses
económicos a cambio de la protección del planeta. “Yo lo hago si lo hace éste”
suele ser el planteamiento más común. Mientras que los expertos comienzan a
demandar que, habida cuenta de la imposibilidad de frenar los avances del
calentamiento global, comiencen a tomarse medidas de adaptación junto a las de
mitigación o reducción de emisiones, pocos compromisos siguen tomándose en este
frente.
Río+20.
Este año podía haber sido un año crucial para
darle un giro de timón al barco y comenzar a tomar en serio la sostenibilidad
del planeta. La Cumbre de la Tierra del pasado junio, la conocida como Río+20,
despertó no poca expectación. La sociedad civil organizada de todo el planeta
esperaba con atención los resultados de lo que prometía ser un hito en las
políticas internacionales. Pero la sensación generalizada fue de fiasco, de
acuerdos excesivamente laxos. Anteponer los intereses económicos y la preocupación por la crisis financiera
actual a la protección de un planeta que estamos deteriorando
irremediablemente, o seguir hablando de crecimiento constante o
"crecimiento económico sostenido”, aún para los países desarrollados, sin
plantearse otras fórmulas, fueron las principales críticas.
El resultado final, “El futuro que queremos”, un acuerdo con algunos compromisos
interesantes, pero claramente insuficiente para el desafío al que nos
enfrentamos, y decepcionante para la mayoría. La presidenta de Brasil, Dilma
Rousseff, definía en positivo dicho documento saliente, como era su papel al
ser anfitriona del evento: “un punto de partida, no de llegada”. El problema es
que con las bases articuladas, ya
sabemos que no llegaremos a tiempo.
Cumbre
del Clima en Doha.
Tras la decepción de Río+20, no eran muchos
los que esperaban grandes avances de la Cumbre sobre Cambio Climático anual,
finalizada a principios de diciembre en Doha. En la anterior cumbre de Durban,
en 2011, se acordó la prolongación del Protocolo de Kyoto, si bien ese “tú
primero” de Estados Unidos, Rusia, Canadá o Japón, dificultó arribar a
compromisos más serios. Al final, todo quedó en un acuerdo parcial previendo el
compromiso de mantener las metas de reducción de emisiones tóxicas contempladas
en el protocolo de Kyoto para el 2020, y el acuerdo de negociar un nuevo
tratado en 2015 para más allá del 2020. La dinámica de seguir postergando las
decisiones y de acuerdos de mínimos tampoco ha sido sorpresa.
Igualmente presente ha estado la lucha entre
países industrializados (con responsabilidad histórica en el deterioro
ambiental) pretendiendo que las economías emergentes asuman las mismas
obligaciones en pro de la salvaguarda del planeta, y la demanda de éstas al
considerar injusto que les impidan desarrollarse cuando algunos ya lo hicieron
a costa de todos. Ni unos ni otros están dispuestos a ceder.
Posición
de Europa.
En este caos, la Unión Europea parecía la más
dispuesta a asumir compromisos, e incluso, ante los vaivenes históricos y en
general poca voluntad de Estados Unidos, y las reticencias de las economías
emergentes, asumir en este terreno un liderazgo internacional tan perdido en
otros frentes.
Sin embargo, las diferencias internas no sólo
le impidieron llevar una posición común a Doha, sino que bloquearon de forma
grave las negociaciones globales durante las dos semanas que duró la cumbre. La
recia negativa de los países del antiguo bloque del Este, con Polonia al
frente, a renunciar a los derechos de emisión sobrantes del primer periodo del
Protocolo de Kyoto, fue la causante. Su intención de un compromiso de mantener
el derecho de poder comercializar esos “excedentes” se mantuvo firme hasta el
final, perjudicando seriamente el resultado final. Con lo cual, lejos de ser
capaz Europa de liderar este asunto, volvió a quedar de manifiesto su falta de
coordinación interna y su incapacidad de trasladar una posición compartida.
Conclusión.
Cuando el sistema internacional ya parte de
unas bases tan débiles, es difícil esperar que el derecho nacional vaya más
allá. Habría de ser el primero el que marcase las pautas y evaluase el
seguimiento por los estados parte. Pero si no hay acuerdos vinculantes, si se
trata tan sólo de discurso, es complicado esperar más.
Habrá que seguir reivindicando a nuestros
gobernantes (en teoría más informados pero al parecer también más ciegos), un
compromiso más que testimonial, una asunción de obligaciones que se traduzca en
políticas sostenibles y en un cambio tajante de patrones de producción y
consumo. Habrá que seguir exigiendo que sean capaces de aparcar sus
diferencias, de cegarse con la carrera hacia el desarrollo permanente, en pro
de intereses superiores.
Los datos son cada vez más desesperanzadores,
pero es ésa la mayor razón para no cejar en el intento de abrirles los ojos.
Quizá aunando estrategias de adaptación y un compromiso tajante de mitigación,
aún estemos a tiempo.