Ignacio C. era un fotógrafo de tendencias: captaba las más rutilantes tendencias mentales y las ponía de moda. Si algo salía en su blog, inmediatamente todas las muchachitas y los jóvenes preocupados por su imagen intelectual deseaban tenerlo en sus cerebros. Así fuera una dialéctica impresionante o una oratoria sublime, cuanto aparecía en sus instantáneas se convertía al momento en objeto de deseo y en blanco para los imitadores.
Precisamente esos, los imitadores, eran los peores de cuantos admiraban su trabajo. Gente de pose, de gruesas gafas -de un grosor obsceno-, de afectados gestos, que trataban de emular sin éxito un enfoque atrevido, una original línea de pensamiento,
sin saber llevarla.