Uno está en cama, con fiebre. Por la ventana se ve caer la lluvia y se intuye el frío intenso de este Madrid tan cruento y desapacible. La garganta arde en cada trago de saliva, la cabeza noqueada como la de un boxeador, el cuerpo cansado y débil como si fuese de trapo… Sería el momento perfecto para volver a las páginas de Proust o del Cuaderno gris, como hago siempre que estoy convaleciente. Pero de repente suena el timbre de la puerta. Es el cartero. Un paquete para mí, qué ilusión...
Después de forcejear un rato con las tijeras, consigo abrirlo y aparecen dos libros. Escritores que escriben sobre escritores: Galdós evocando su visita de 1889 a la casa de Shakespeare en Stratford-On-Avon y Cela glosando las maravillas de los maestros del 98. Una gozada.
Tumbado bocabajo, con el libro abierto junto a la almohada, la fiebre se deja mecer por esos párrafos de prosa lenta y delicada. Se mueve uno lánguida, gozosamente, como si el virus de la gripe se dejase hipnotizar por el ritmo de la buena literatura. Una sonrisa de placidez termina por embadurnarnos la cara.
Los párpados pesan. El cansancio. En mitad de una página cierro los ojos y me imagino perfectamente al Baroja difunto. Es como si lo tuviese delante, de cuerpo presente (nunca mejor dicho). Paseo por la habitación, observo su rostro sin vida e intercambio algunas palabras con las personas que han ido a despedirle. Todo apunta a que la lectura ha dado paso a la imaginación, y ésta al sueño. El párrafo que acababa de leer decía lo siguiente:
Baroja, muerto y entre cuatro velas humildes, en su casa; en una habitación del fondo –puerta al pasillo, ventana sobre el patio, desnudas las paredes y, en el suelo, el frío baldosín– yace en un ataúd humilde y con una palidez humilde pintada en el semblante. (…) A mí, que me ha tocado –ni para suerte ni para desgracia– ver muchos muertos de cerca, ningún muerto me ayudó más a creer en la muerte que Baroja muerto. Cuando esperábamos la mala hora de tapar la caja y llevárnoslo al cementerio, me pasó por la cabeza el antojo de comparar su cara con las de los que estábamos allí a su alrededor. (…) quien, entre todos, tenía menos cara de circunstancias era el mismo Baroja.
(Camilo J. Cela, “Recuerdos de don Pío Baroja”, Obras completas, 15).
Pío Baroja, pajarito.
Vuelvo a abrir los ojos y miro por la ventana. Sigue lloviendo a cántaros. Tiene pinta de hacer mucho frío afuera. Me noto el cuerpo muy caliente y me recorren los escalofríos. Intento cerrar la mano en un puño pero no lo consigo. No tengo fuerza. Me cubro la cabeza con las sábanas, como si fuese un turbante o una mortaja, y continúo durmiendo.