William Styron jugando al ajedrez con su melancolía. Es un juego peligroso. Quizás es lógico que el depresivo tenga interés intelectual por su enfermedad, la estudie, la analice, lea todo lo que caiga en sus manos sobre ella… ¿Para sufrirla mejor? ¿Para contrarrestarla? ¿O todo es puro morbo? —el morbo, congénito, del depresivo, que se solaza en la autocompasión... (Quizás esto sólo pueda tener sentido dicho desde fuera. Desde dentro no hay cálculo, sólo oscuridad.)
Terror, enajenación y ansiedad al final de la tarde. Semiparálisis. Confusión, desenfoque mental, lapsus de memoria. El pánico vespertino. La asfixia.
Styron recibe un premio en París pero su mente está en la primera consulta que tendrá con el psiquiatra al día siguiente, ya de vuelta en EEUU. Queda fatal con los organizadores. Pierde momentáneamente el cheque de 25.000 dólares. Ni apetito ni sonrisa ni conversación, en un París ventoso y con lluvia.
El extranjero de Camus, poco antes muerto en accidente de tráfico. La viscosa angustia existencialista que traspasa el papel y se clava adentro. La terrible pregunta fundamental de la filosofía, según él: si la vida merece o no la pena de ser vivida. El mirar inexpresivo y vacuo de Jean Seberg en Connecticut, caminando como una sonámbula, entumecida por los antidepresivos. Un año después aparecería su cadáver en un coche abandonado en un callejón de París. Causa de la muerte: sobredosis de comprimidos. Y su ex marido, Romain Gary, acabaría metiéndose una bala en los sesos.
Quizás la depresión se contagia. O es la fuerza que los junta. Depresivo llama a depresivo. No sé.
Abbie Hoffman, otro pastillero, o Randall Jarrell dejándose atropellar, o Primo Levi lanzándose por el hueco de la escalera de su casa de Milán. Levi, superviviente de tantos horrores y al final víctima de sí mismo, o de su memoria. La nómina funeral es demasiado extensa.
A los 60 años le llegó a Styron el derrumbamiento. Depresión unipolar, sin picos de euforia. Previamente, intolerancia al alcohol, que hasta entonces utilizaba como método de inspiración. El aliado se esfumó. Vulnerable a los demonios del subconsciente. Hipocondría. Ansiedad, agitación, temor difuso. El verso de Baudelaire: “He sentido el viento del ala de la locura”. Pérdida de voz y de la libido, ausencia de sueños, alimentos desprovistos de sabor… Y, por supuesto, el insomnio, la gran condena.
Miedo al abandono, a la soledad. Fotos de sonrisas llenas de angustia. Una noche tiró su diario a la basura, prolegómeno necesario del suicidio.
Algunos párrafos impresionan:
Un fenómeno que ha observado cierto número de personas al pasar por estados de depresión profunda es la sensación de hallarse uno acompañado por un segundo yo: un observador fantasmal que, no compartiendo la demencia de su doble, es capaz de mirar con desapasionada curiosidad mientras su compañero lucha contra el desastre que se le avecina o decide asumirlo. Hay algo de teatral en todo ello, y en los días que siguieron, mientras iba estólidamente de un lado para otro preparando mi eliminación, no podía quitarme de encima un sentimiento de melodrama: un melodrama en el que yo, la inminente víctima de autoasesinato, era a la vez el actor solitario y el miembro único del auditorio. Todavía no había elegido el modo de mi tránsito al otro mundo, pero sabía que ese paso vendría a continuación, y pronto, tan ineludible como la noche. Después, el cambio de idea y el ingreso voluntario en un hospital, lugar de “cautividad metódica y benigna donde la única obligación que uno tiene es la de ponerse bien”. La reclusión y el tiempo como médicos. La mejora progresiva hasta la capitulación final de la depresión. Su primer sueño en varios meses. El origen del mal, quizás, la muerte de la madre durante la infancia.
No es un libro alegre, no. Aunque termina bien.