22.8.23

Elogio de la melancolía

 A la depresión se la llamaba melancolía, que es palabra de más recio fundamento fonético. Las agudas, más si calzan un diptongo, suelen ser reacias a que se escuchen con benevolencia. Si apartamos la deriva léxica, el melancólico queda en quien añora lo perdido, el que constata a su pesar que cualquier tiempo pasado fue mejor, el que de pronto cae en la cuenta de que no hay en el gris ahora asiento en el que esté tan cómodo como el que tuvo en el luminoso ayer. En lo artístico, la melancolía es esa tristeza del ánimo que sobrecoge al creador y lo ensimisma o lo abate. El mismo arte sería una conclusión productiva de ese ensimismamiento o de ese abatimiento. La melancolía, en Aristóteles, era "enfermedad del genio". Decía que la melancolía era propia de los hombres elevados (se entiende que las mujeres se elevan con la misma eficacia) y que era afecta con más o menos fortuna a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad. Freud, tan quisquilloso el hombre, la hermanaba con el narcicismo y creía saber cómo enmendarla con el solo concurso de una terapia. En estos tiempos es una mera debilidad, una postración sobrevenida a quien, saturado, no sabe ya con qué entretener el tiempo que dispone para sí mismo. Al melancólico se le da poco asiento en lo real. Queda en una especie de espíritu herido. Hay muchos de esos. Todos, a su modo, lo son. No hay espíritu que eluda ese atributo. La melancolía es una extensión de cualquier manifestación de cualquier antónimo suyo que se nos ocurra. Para que la melancolía existe debe contarse con el corazón, que es una pieza sobre la que la nostalgia (un sinónimo no idéntico, pero adecuado al conducto del texto) construye su palacio de brumas y de evanescencias. Se está melancólico sin que esa irrupción de tristeza sostenida diga de quien la exhibe algo categórico, como si acudiese en la melancolía una residencia dulce en la tierra, como si con ella compareciese un sencillo traje de la vida, que de cuando en cuando se detiene y mira con indiferencia el trasiego de las cosas, sin intervenir en su manejo. Es placer la melancolía cuando se la conoce. Lo dejó escrito Víctor Hugo. Baudelaire la nombró con la hermosa palabra "spleen". Al afectarnos, nos hace pensar, aunque no se desee contar lo pensado. No sacude con fiereza, sino que empapa con moroso pasmo. No sé si alguna vez la melancolía ha sido considerada un bien, algo fabril, productivo, útil. Se la ha zaherido con frecuencia. Se ha dicho que es cosa de poetas y de trastornados. Se emparenta la poesía con el trastorno, que no al revés. El poeta sería un enfermo, un alma rota que mira los rotos del paisaje, que los registra y nos conmueve. Un buen melancólico sabe cómo lidiar con la melancolía. La contiene, la mira con severidad y extrae de ella cuanto de bueno pueda proporcionarle. Hasta el mismo tiempo se desprende de su condición imperativa. Habrá melancólicos más severamente perturbados que otros, imagino. Un exceso de desazón corrompe; es saludable, sin embargo, una dosis menuda. Hoy me he levantado melancólico, que no triste. Noto una pereza en el sentir, un ocaso (dulce y pasajero) en todo lo que me rodea. No es añoranza por lo que tuve y ahora no tengo o por lo que no irrumpe como antes, con aquella fuerza, ahora disminuida: es contemplación y sosiego, es la vida que de pronto se ha aquietado y me ha invitado a contenerme o a repensarme. Es uno, al final, el objeto de todas estas pesquisas morales. Hasta la música que he buscado para escribir (suelo hacerlo casi siempre con ella de por medio y dejo que me guíe en las palabras) es de una melancolía incuestionable. Ahí está casi plañideramente el alicaído Johnny Cash con su decir lánguido, con su voz ruda y sensible. La tengo para reforzar este estado mío y ver hasta dónde alcanza su influjo. No hay aventura más feliz que la de quien se propone obstáculos y los sortea en la creencia de que podrá superarlos y mirar después el camino. Soy un solipsista eventual, tengo conmigo todas las preguntas y no se me ocurre formular ninguna respuesta. No abrazo el nihilismo, aunque proceda de una melancolía. Más que pesimismo, esta melancolía mía de hoy es un tipo de optimismo que todavía no ha cegado sus ojos y entiende que su clamor en medio de la nada es baldío. Luego, cuando abra el día con sus rigores, pondré un poco de funk. El funk es lo contrario de la melancolía. 

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