Uno siempre tiene una visión contaminada de sí mismo. Dicen que para amar a los demás hay que empezar por procurarse ese amor en primera persona. No tengo en eso duda alguna. Me quise ya de pequeño y ahí ando, sin estruendo declarado, concediéndome los placeres que puedo (tengo pocos, por muchos que tenga) y cuidando de que nada malo ni nada de lo que pueda arrepentirme me pase. No sé si me conozco porque las cosas van cambiando y lo que ahora se ataja y se domina mañana es una sustancia huidiza a la que apenas sabemos dar nombre. A pesar de todo este lecho de fragilidad con el que sirvo mi persona sé bastante de mí y sé algo de los demás. La paradoja con la que me he levantado esta mañana es que no conozco casi nada al yo que escribe. Al que fabula. El que cae por aquí y teclea por la mañana tras el café. De ése no tengo información fiable. Incluso sospecho que es otro y que ahora mismo no tengo claro quién de los dos está a la vista, pero suele pasar que pierde mi parte rutinaria, la que va al pan y sale de paseo, la que se viste para ir al trabajo o guarda las cosas de la compra en la alacena. Gana el capitán Ahab a la caza de su bestia blanca. Gana el letraherido, el enviciado de historias, el que expresa a veces su sencillo deseo de no dejar de escribir nunca o, en ocasiones, considerar la posibilidad de dejar de hacerlo. La cabeza ociosa liba donde no debe. La idea de escribir un texto al día hasta que concluya el año sigue firme con algún día impertinente en que he deseado también con firmeza zanjar ese anhelo absurdo de acudir rutinariamente y consignar el qué.
10.3.21
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