14.8.16

Alcoehlizados


Ayer por la noche, en uno de esos programas de radio que amenizan el ingreso lento en el sueño, escuché una entrevista a alguien que decía no perder oportunidad de fustigar a Coelho cuando la ocasión se lo permitía. Decía la mujer, una mujer anónima, sin relevancia mediática, que merecía la pena. Que si conseguía disuadir a un solo posible lector, daba por buena la conversación. Reconocía pasarse de vez en cuando, pero que la edad -no joven- le hacía desoír lo que la apartara de esa especie de misión.
Me fui durmiendo con la cara de Coelho en la cabeza. Quizá por eso tardé en conciliar el sueño y también por eso me he levantado con un mal sabor de boca. O de pensamiento, no sé. De verdad que no tengo nada contra Paulo Coelho. Pudiera extraerse eso a partir de algunos escritos míos, entra en lo posible que hubiera alguna manifestación vertida por mí que diera a entender que el tal Coelho es un vendedor de humo o de enciclopedias, de lo que iban de puerta en puerta sanando nuestra ignorancia y haciendo ver a las visitas que éramos cultos por tener los 24 tomos de la Espasa. Coelho sana, bien, no hay objeciones. Sana a quien le solicita que le procure alivio, estupendo, de verdad. Cada uno aplica a su beneficios los bálsamos que más le convienen, los que ha comprobado o de los que tiene noticia de su eficacia. Por eso insisto en que da lo mismo que uno se meta en vena las clarividencias cósmicos del tal Coelho o los salmos de algún apóstol de los primeros tiempos. Incluso es posible rebajar el dolor (el físico juntamente con el del alma) con el yoga, el jamón de uñita negra o la cerveza belga de abadía. No me manejo bien en las cosas que me conciernen como para aspirar a razonar los apaños de los demás para gobernar las suyas.
A lo mejor es ya un vicio eso de tirar de Coelho de cuando en cuando. Hay hasta quien te jalea, te dan el me gusta en el Facebook o brindan contigo en la barra del bar cuando sueltas una ocurrencia en la que el autoayudista (le concederemos ese título) no sale laureado precisamente. Una vez alguien me preguntó si lo había leído a fondo. No es posible leer a fondo a Coelho, creo que le dije. Se aborta esa voluntad (como si fuésemos un comando en plena contienda bélica) cuando lo que lees chirría. No cuadra lo pensado, no hace asiento en una cabeza razonablemente instruida para acomodar el pensamiento peregrino de este sanador express, de esta especie de filósofo de bazar. Lo que me hace pensar en lo irreflexivo de mi furibundia: no hay final para este desgaste mío. ¿Qué más dará si tiene más o menos adeptos, si el amigo cercano pone un post-it en su frigorífico con una cita alquímica o deja caer en su twitter que el universo conspira para que tu voluntad triunfe? ¿De verdad que el universo piensa en mí? El panteísmo ha tenido valedores de fuste, gente de mucho pensar que creía de verdad en el concurso necesario de la divinidad para que ahora entre la luz por mi ventana o la noche suceda al día y la vigilia feliz al más oscuro de los sueños.
Coelho es consecuencia de la absoluta pérdida de valores que sufre la humanidad. Ha muerto la lentitud, la morosidad, la tranquilidad. No interesa que el tiempo vaya más despacio. Lo que cuenta es que todo vaya deprisa. En la velocidad está la ceguera, ese no caer en la cuenta de cosas que sólo se descubren si se les aplica el tiempo que merece. Cuanto más lee uno, menos se cree a Coelho y a todos los que hacen lo que él. Acepto que alguien con ideas propias admire las de Coelho. Yo no sabría ahora razonar el porqué de mi devoción por Canetti o por Pessoa o por Marco Aurelio. Esos tres eran los coelhos de ayer. Uno puede leerlos con la seguridad de que algo provechoso va a extraer de esa lectura. No hace falta aplicarlo inmediatamente; es posible que no tengas que llevarlo nunca a la práctica, pero esas ideas (esas frases) se hospedan en tu cabeza y están siempre a mano, por si conviene deshacer con ellas algún quijotesco entuerto. Tengo la impresión de que los que leen a Coelho (incluso fieramente leído) lo hacen como si fuese una posología. Se administran la medicación y esperan a que surta el efecto deseado. Se receta a Coelho como si fuese tranquimazín o ibuprofeno. Lo que alarma es que no haya otros medicamentos que rivalicen con éstos. Que no haya deseo de ver si hay algo más un poco más allá, si la verdad no es sólo el aforismo que sale en los azucarillos del bar o en los textos que nos enviamos por whattsap. Mientras Coelho siga concitando ese favor popular no iremos mucho más lejos del lugar (mediocre, a poco que se piense) en el que estamos. Somos un país que lee poco o no lee casi nada, pero buscamos libros de autoayuda en más cantidad que otros países que leen mucho más que nosotros. Si de verdad leyésemos, escritores como Coelho no escribirían. Ni los bucays del mundo. No olvidamos al tal Bucay, por favor. Si al menos los dos vistieran su liturgia con literatura, pero no es ése el caso. Conferencian, se ponen a escribir libritos de ensayo, hacen que el negocio de los post-it no quede sólo como recurso de oficina.
Ya lo dejó escrito Unamuno: cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee. Da igual que esté en un azucarillo. Excusen ese instrumento.

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