29.8.16
Ropas
Hay maneras de vestir que no cuadran con el contexto. Lo emborronan, hacen que parezca irreal incluso. Dicho de una manera resolutiva, el ojo no mira el escenario, sólo se esmera en los personajes que lo ocupan. Puede extenderse este argumento a la idea contraria: la del indigente o quien se viste pobremente que pasea una habitación lujosa y hace que no nos fijemos en ella, en la habitación, y sólo prestemos atención a su ropa. En el extremo, la desnudez también funciona como punctum máximo. La foto, extremadamente significativa, es de Ramón Masats. Yo sólo he tomado una idea. Hay muchas a las que arrimarse.
24.8.16
El que piensa, pierde
Que no, que no es cara, nunca es cara. Incluso siéndolo, en cierto modo, no puedo aceptar que digan que es cara. Porque a veces es cara, claro que sí, muy cara en ocasiones, pero al final resulta barata. Todo es ponerse a echar cuentas, a pensar un poco. Por cara que sea, la cultura sale bien de precio. Un disco de Britten despachado en diez euros, piezas dirigidas por el propio autor. El otro vi en una gran superficie una caja de tres compactos de Bill Evans en París. Doce euros, de verdad. Barata. Cuatro euros el compacto y un libreto interior con fotografías. Sé eso porque lo tengo en casa. A mí me costó más, pero nunca he pensado en eso. Más cuentas: con un euro tienes 10 minutos de Bill Evans. Yo tardo en tomarme un café en un bar esos diez minutos. Un poco más si hay conversación y puedo echar un cigarrillo mientras lo consumo. Con la literatura pasa lo mismo. ¿A cuánto sale el minuto de Javier Marías en Así empezó lo malo? Sale a tres céntimos la página. Acepto quien no convenga conmigo este razonamiento estrictamente económico. A lo que he visto, no dejo de comprobar que quien no escatima gasto en librerías, cines o tiendas de música, por no decir museos, catedrales o conciertos, es más feliz y exhibe esa felicidad de un modo más apreciable que quien no ha hecho ninguna de esas cosas y, pudiendo, teniendo con qué pagar, no ha pisado una librería, un cine o una pinacoteca. Lo que duele es que, aun barato, no lo sea más. Porque hay quien no puede gastar tres céntimos en Marías o cinco en Nabokov. Gente que privilegia otros asuntos que probablemente desbanquen a la cultura en ese concepto difuso llamado primera necesidad. ¿Lo es leer a diario? ¿Es posible que algún día las librerías sean de verdad lugares rentables? ¿Lo son las tiendas de discos o los videoclubs o los museos? ¿Es caro el cine? ¿Por qué lo abaratan una vez al año en la muy publicitada Fiesta del Cine, ven que funciona de maravilla y luego vuelvan a poner los precios que suelen? Quizá ahí dé mi brazo a torcer y sostenga que ir al cine es caro. A lo mejor resulta que los 6 céntimos el minuto (por ahí puede ir la cosa) no induce a volver. O el regreso es al mes. No hay gobierno que le ponga el cascabel al gato del IVA. La cultura no puede difundirse si hay lucro con ella. La rentabilidad de la cultura, el lugar en donde confluyen arte y negocio, inteligencia y mercado, belleza y caja registradora, es uno de los asuntos a los que el ejecutivo de turno (nosotros llevamos el tiempo suficiente sin gobierno como para dudar de que a este paso lo haya en alguna ocasión) debería dedicarle tiempo. Quizá un pueblo más culto, más leído, de más querencia por la ópera o por el ballet o por el teatro griego, por pensar en algo, sea también un pueblo más sensible, con mayor inclinación a la responsabilidad y a la eficacia, al placer de dejarse fascinar por todo lo que la cultura ofrece. Nos conformamos con ser entretenidos: hay quien se esmera en que ese entretenimiento de baja gama (Telecinco me viene a la cabeza) impida que deseemos indagar y acceder a contenidos de más fuste. Cuánto más ve uno bazofia, más la anhela. La solución no está en las cadenas privadas: hacen bien en ofrecer los productos de éxito asegurado, los que no precisan una formación intelectual (o moral) alta. Gastar dinero en cultura es una inversión. Lo es en muchos sentidos. Me moriré sin ver a nuestra bendita televisión (da igual el canal) ofreciendo cine en versión original, convenientemente subtitulado. Pequeños pasos. Logros no inmediatos. Pero vamos deprisa. Es la velocidad la que hace caja. La lentitud no es rentable. El que piensa, como decían Les Luthiers, pierde.
18.8.16
El espejo de los sueños cumple 10 años
En estos días, uno arriba o abajo, mi blog cumple 10 años. Me impuse entonces escribir a diario y casi lo he cumplido. He publicado 2702 entradas a día de hoy y han recibido 632.000 visitas. Lo mejor no son las estadísticas, sino la satisfacción enorme, la de todos los amigos que entran a ver qué se me ha ocurrido. Empezó como un blog de cine y terminó siendo un cajón grande en el que meter de todo. No sé cómo agradecer esa voluntad vuestra de visitarme. El espejo de los sueños, a su manera, es una casa. No se me ocurre cerrarla. Tiene siempre abiertas las puertas anchas que le puse.
15.8.16
Stranger things / Nostalgia y bucle
Si uno no sabe de qué va Dragones y Mazmorras, no ha leído a fondo al Stephen King de It o no ha salido temblando de emoción del cine al ver películas de Steven Spielberg o John Carpenter, Stranger things no es su serie. No lo es, de verdad, no hay que buscar tres pies a este gato. Se la puede disfrutar de un modo placentero, se puede apreciar su notable sentido del ritmo, la mixtura de géneros que propone (ciencia-ficción, terror, aventuras, comedia, romance) pero se escapan detalles que la hacen sumamente disfrutable. La música que suena de fondo (The Clash, Jefferson Airplane, Bangles, Toto, New Order, Joy Division, Peter Gabriel, Foreigner) es la que escucha quien haya nacido poco antes de los setenta o poco después y es a ese espectador al que le complacerá revivir esa época. Casi nada de ella se les escapa a los hermanos Duffer, los ideólogos de esta serie de Netflix. Stranger things es una carta de amor a una época y a unos autores (King a la cabeza, sobre todo). Es también un recopilatorio (bien ensamblado) de los mejores momentos de decenas de películas. Quien disponga de buena memoria irá cayendo en cada una de ellas conforme avance la trama y se adentre en la cuidadísima iconografía que exhibe. Ahí está E.T., el extraterrestre; Encuentros en la Tercera Fase, It, Poltergeist, Los cazafantasmas, Alien, La cosa, Los goonies, Cuenta conmigo o Pesadilla en Elm Street, que ahora recuerde. Esa voluntad de incorporar las referencias de un modo natural, incluso reverencial, ocupa buena parte del metraje y se cuida al punto de que no incomoda ni tuerce el sentido propio del argumento de la serie. Por eso hay un policía que lee Cujo, la novela de Stephen King, o en los dormitorios de algunos de los protagonistas aparezcan pósters de algunas de las películas antes citadas. Luego está la literatura de los cómics de superhéroes, de la que no se separa en casi ningún capítulo. Es casi imposible manejar todas referencias culturales de las que toma partido.
Stranger things es una batidora en movimiento. Si se mira con detenimiento se advierte a qué pertenece cada grumo. Ese descaro de los guionistas (muchos, como en casi todas las series recientes, conducidos por los hermanos Duffer para que no se desquicie la idea) no malogra del todo su notable creatividad. No importa que haya que convenir cierta credulidad para aceptar su osadía narrativa (universos paralelos, portales tridimensionales, niñas con poderes, monstruos del espacio exterior); tampoco que mucho de lo visto sea ya conocido. Se desoye la amenaza de lo previsible (que suena a veces más de lo conveniente) y se deja uno llevar por el bosque negro, por laa criaturas del inframundo o cree sin resquicios que es posible derrotar al mal con un tirachinas y unas clases elementales de física y que la verdad está ahí afuera (como decían Mulder y Scully en la fundamental Expediente X), en algún lugar, en las sombras. Se echa en falta que indague algo más en lo oscuro. Los Duffer escatiman esa ración dramática porque hacen que prime el tributo: prefieren bordear antes que ahondar, ofrecer una visión adolescente del mal (en el hilo de los maestros a los que adoran, como hace Guillermo del Toro en también aquí entrevista El laberinto del fauno) y no dar una sesión de cine gore, más adulto, de menor peso sentimental. Porque lo que fascina de Stranger things es su sencillez, esa liviandad a la que se ha dado de lado en otras propuestas y a la que aquí se le confía éxitosamente todo la responsabilidad. Un poco lo que le pasaba a Fringe en sus primeras temporadas.J.J. Abrams, hijo de tantos, padre de tantos, sabe bien de qué va Strangers things. De eso, de mirar la parte fantástica, la que todavía es crédula, saben mucho Joe Dante, John Landis, Robert Zemeckis o el propio Steven Spielberg, en el plano cinematográfico. De Stephen King se elige lo iniciático, el rito con el que se deja atrás una etapa (la crédula, la que asume riesgos y en la que reina el juego puro) y se entra en otra (la de la pesadumbre, la que no admite en modo alguno que la realidad esconda monstruos y los saque a pasear de cuando en cuando). De todo eso (que no es poco) habla Stranger Things, embutido en un formato deleitable de modo absoluto. En su contra, pues no es producto redondo, la serie abusa de todo lo bueno a lo que antes se ha referenciado. El guiño, al amplificarse, hace que el ojo bizquee y que la mirada se pierda. Es posible que su falta de originalidad lastre el conjunto, salvo que en 1983 (cuando sucede) tuvieses la edad de los cuatro amigos (cinco en realidad) que los protagonistas. Todo lo demás, el aroma a mercancía susceptible de convertirse en jugosa franquicia, la puede convertir en un bucle, en un remedo del remedo que es en realidad. De resultas de ese tributo enorme viene una resolución facilona, en ocasiones. No importa, se excusa, se da por bueno ese aligeramiento. Ese el roto por el que hará aguas. No es bueno el halago continuo que está recibiendo por parte de espectadores y de crítica. El entusiasmo que suscita es legítimo. Los ocho episodios me los he despachado en dos noches (cuatro capítulos cada uno) y me han resultado altamente satisfactorios. El insomnio estival se combate de maravilla con la nostalgia, vale, sí, lleváis razón. Veremos cómo va la segunda, si induce a trasnochar.
14.8.16
Alcoehlizados
Ayer por la noche, en uno de esos programas de radio que amenizan el ingreso lento en el sueño, escuché una entrevista a alguien que decía no perder oportunidad de fustigar a Coelho cuando la ocasión se lo permitía. Decía la mujer, una mujer anónima, sin relevancia mediática, que merecía la pena. Que si conseguía disuadir a un solo posible lector, daba por buena la conversación. Reconocía pasarse de vez en cuando, pero que la edad -no joven- le hacía desoír lo que la apartara de esa especie de misión.
Me fui durmiendo con la cara de Coelho en la cabeza. Quizá por eso tardé en conciliar el sueño y también por eso me he levantado con un mal sabor de boca. O de pensamiento, no sé. De verdad que no tengo nada contra Paulo Coelho. Pudiera extraerse eso a partir de algunos escritos míos, entra en lo posible que hubiera alguna manifestación vertida por mí que diera a entender que el tal Coelho es un vendedor de humo o de enciclopedias, de lo que iban de puerta en puerta sanando nuestra ignorancia y haciendo ver a las visitas que éramos cultos por tener los 24 tomos de la Espasa. Coelho sana, bien, no hay objeciones. Sana a quien le solicita que le procure alivio, estupendo, de verdad. Cada uno aplica a su beneficios los bálsamos que más le convienen, los que ha comprobado o de los que tiene noticia de su eficacia. Por eso insisto en que da lo mismo que uno se meta en vena las clarividencias cósmicos del tal Coelho o los salmos de algún apóstol de los primeros tiempos. Incluso es posible rebajar el dolor (el físico juntamente con el del alma) con el yoga, el jamón de uñita negra o la cerveza belga de abadía. No me manejo bien en las cosas que me conciernen como para aspirar a razonar los apaños de los demás para gobernar las suyas.
A lo mejor es ya un vicio eso de tirar de Coelho de cuando en cuando. Hay hasta quien te jalea, te dan el me gusta en el Facebook o brindan contigo en la barra del bar cuando sueltas una ocurrencia en la que el autoayudista (le concederemos ese título) no sale laureado precisamente. Una vez alguien me preguntó si lo había leído a fondo. No es posible leer a fondo a Coelho, creo que le dije. Se aborta esa voluntad (como si fuésemos un comando en plena contienda bélica) cuando lo que lees chirría. No cuadra lo pensado, no hace asiento en una cabeza razonablemente instruida para acomodar el pensamiento peregrino de este sanador express, de esta especie de filósofo de bazar. Lo que me hace pensar en lo irreflexivo de mi furibundia: no hay final para este desgaste mío. ¿Qué más dará si tiene más o menos adeptos, si el amigo cercano pone un post-it en su frigorífico con una cita alquímica o deja caer en su twitter que el universo conspira para que tu voluntad triunfe? ¿De verdad que el universo piensa en mí? El panteísmo ha tenido valedores de fuste, gente de mucho pensar que creía de verdad en el concurso necesario de la divinidad para que ahora entre la luz por mi ventana o la noche suceda al día y la vigilia feliz al más oscuro de los sueños.
Coelho es consecuencia de la absoluta pérdida de valores que sufre la humanidad. Ha muerto la lentitud, la morosidad, la tranquilidad. No interesa que el tiempo vaya más despacio. Lo que cuenta es que todo vaya deprisa. En la velocidad está la ceguera, ese no caer en la cuenta de cosas que sólo se descubren si se les aplica el tiempo que merece. Cuanto más lee uno, menos se cree a Coelho y a todos los que hacen lo que él. Acepto que alguien con ideas propias admire las de Coelho. Yo no sabría ahora razonar el porqué de mi devoción por Canetti o por Pessoa o por Marco Aurelio. Esos tres eran los coelhos de ayer. Uno puede leerlos con la seguridad de que algo provechoso va a extraer de esa lectura. No hace falta aplicarlo inmediatamente; es posible que no tengas que llevarlo nunca a la práctica, pero esas ideas (esas frases) se hospedan en tu cabeza y están siempre a mano, por si conviene deshacer con ellas algún quijotesco entuerto. Tengo la impresión de que los que leen a Coelho (incluso fieramente leído) lo hacen como si fuese una posología. Se administran la medicación y esperan a que surta el efecto deseado. Se receta a Coelho como si fuese tranquimazín o ibuprofeno. Lo que alarma es que no haya otros medicamentos que rivalicen con éstos. Que no haya deseo de ver si hay algo más un poco más allá, si la verdad no es sólo el aforismo que sale en los azucarillos del bar o en los textos que nos enviamos por whattsap. Mientras Coelho siga concitando ese favor popular no iremos mucho más lejos del lugar (mediocre, a poco que se piense) en el que estamos. Somos un país que lee poco o no lee casi nada, pero buscamos libros de autoayuda en más cantidad que otros países que leen mucho más que nosotros. Si de verdad leyésemos, escritores como Coelho no escribirían. Ni los bucays del mundo. No olvidamos al tal Bucay, por favor. Si al menos los dos vistieran su liturgia con literatura, pero no es ése el caso. Conferencian, se ponen a escribir libritos de ensayo, hacen que el negocio de los post-it no quede sólo como recurso de oficina.
Ya lo dejó escrito Unamuno: cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee. Da igual que esté en un azucarillo. Excusen ese instrumento.
7.8.16
Escuadrón suicida / Desidia, ruido, cansancio
Siempre fui más de la Marvel que de DC Comics. Hoy, al salir del cine, pensé en ese bipartidismo y en la leal oposición (nunca hiriente) que se han ido haciendo estas nobles franquicias nacidas en los años treinta del siglo pasado. No soy imparcial, me pueden los colores, lo avanzo: ser de la Marvel es fácil; lo que cuesta es que Batman o Superman (los iconos de DC) te conmuevan igual, que sus hazañas calen con la misma hondura. Todo depende de lo que te alimentó cuando pequeño. Si fue el Capitán América o La Masa o la Patrulla X, lo normal es que en la edad provecta (salvo renuncias y olvidos) sigas en esa mitología, y no te encandile Clark Kent (nunca me gustó toda esa gomina en el pelo) o Bruce Wayne (hecho a sí mismo, desarmado si se le esconde el traje o se le pone enfermo el mayordomo) En mi caso no tiene nada que ver la avalancha estajanovista de películas con las que Marvel ha desbancado a DC. Tampoco que aprendiese a leer (como quien dice) leyendo los cómics de Spiderman y que el nombre de Stan Lee es familiar como lo son los nombres de todos las criaturas con las que entretuvo mi infancia y mi adolescencia. El renacer de DC (empezando con la estupenda Guardianes de la galaxia, El Hombre de Acero o la reciente Batman vs Superman de la mano de Zack Snyder) hace que los afectos por las buenas historias (o el apego a ciertos personajes que no han dejado de acompañarnos) prospere y uno vaya con ilusión al cine y salga (a pesar de ciertos desengaños) razonablemente feliz, convencido de que habrá más leña y arderá con más entusiasmo la chimenea. Lo de hoy ha sido frío. Ayer no da con la tecla, se pierde en aturrullarnos con luces de colores sin que en ningún momento exista una verdadera historia que contar. La mitad de la cinta se pierde en contarnos quiénes son los miembros del escuadrón y la otra se pierde en solucionar el embrollo en el que los meten. No se explica quiénes son los malos, que en este caso son unos malos de bajo rango. Si el héroe es fascinante es porque el malvado que lo perfila es igual de fascinante. Si hay Dios es porque hay un Diablo que tiene líneas que interpretar en la trama. Para contar bien una película como Escuadrón Suicida hace falta que el metraje se meta en las tres horas. No creo que el buen aficionado se escandalice. Christopher Nolan (el que trajo de vuelta a Batman al escenario) mostró que las historias largas sirven para que los matices se pulan con más fineza, para que nada quede sin hilvanar y el gourmet salga del cine con muchas respuestas y con algunas preguntas.
No se le pide a Ayer que sea Nolan. Tal vez impregnar de dramatismo hunda más la cinta,haga que definitivamente no funcione. El tono crepuscular no le conviene. Es un blockbuster de tránsito; uno al que no le importa en demasía que se le zumbe bien porque su vocación es la de ocuparse de la taquilla veraniega, a falta de otra oferta superheroica que le haga compeencia. La película de Ayer (que no es Nolan) es pop cuando quería ser un poco indie o un poco punk, no sé. Se busca en Deadpool y se refleja en las malas entregas de la Marvel (algún capítulo de Thor o de Los 4 fantásticos) Le falta la mordiente de la cinta de Tim Miller. Tampoco hace falta que metamos a Shakespeare en el script. De eso, de hacer que una película de superhéroes parezca un montaje de un drama clásico, se han valido las franquicias (las dos) para que el público adulto, el sospechosamente culto, acuda al cine y disimule que lo que en realidad le pone es que haya combates épicos. Yo sigo echando de menos a Peter Parker, de verdad, pero hay cientos de héroes y de villanos a los que aferrarse. No es éste mi Joker. Jared Lato se esfuerza (es un enorme actor, no lo dudo) pero el histrionismo requiere un recitado de frases a la altura de las circunstancias y éstas que le han preparado son de poco fuste, la verdad. Todo lo que le concierne es adorno, maquillaje, gestos de una teatralidad con la que el actor trata de enmendar la poca chicha que tiene su parlamento. En todo lo demás, una especie de tedio soportable. Escuadrón suicida se pierde de la cabeza conforme te alejas del cine. Deja escenas sueltas. Cabriolas de la doctora Quinn, a la que da infunde un poco de humor una entregada Margot Robbie. Gana Doce del patíbulo, la película de Robert Aldrich del 67, la referencia de la que se parte en este batiburrillo ruidoso. El cine tiene estas cosas: una película te lleva a otra, te hace ver lo bueno que fue, aunque únicamente sea constatar que la nostalgia sigue siendo un valor en alza.
6.8.16
Lo que se dice, lo que no
Prefiero la dulzura semántica de la palabra oblea a la contundencia de hostia. Yo soy de preguntarme mucho y de ir aplazando las respuestas, pero hay asuntos que recaban toda la convicción de la que soy capaz. Uno de ellos es la belleza de la palabra. Creo que somos palabras. Somos las que decimos y las que no decimos. En lo callado, en lo que se formula en la cabeza y luego no se verbaliza también está una parte de lo que somos. Quizá se esté más en lo que se censura que en lo aireado, en lo que adquiere volumen y se entrega a los otros. Escribir es una manera de decir lo que no se expresa por medio del habla. Ahora, por ejemplo, estoy entablando cierto diálogo que, de no transmitirse por esta vía de la escritura, es posible que no se hubiese transmitido nunca. En el fondo (me lo decía un buen amigo al que ya no veo) soy un incontinente. Lo decía así, no sé si arrimado a un halago o dejando caer la palabra con su pequeña cuota de pecado, que también la tiene. Hay días en que pienso en las obleas y en las hostias, en cómo el elegir una u otra me ocupa un tiempo que bien podría aplicar a menesteres de más preciso uso, pero es ahí, en ese litigio irrelevante para algunos, en donde encuentro alivio. Se trata de que las palabras nos conforten. Tienen muchos oficios, pero ése es uno que ahora me parece irreemplazable. Anoche, escuchando algo en televisión, terminé más intrigado por la manera en que el locutor hilvanaba las palabras y emitía su comentario que del comentario en sí, del que perdí el sustrato, el contenido fiable y significativo. Miré la poesía, su parte alada y su misión mágica. Vi la conveniencia de que algunas palabras fuesen usadas, cuando no otras. Desistí de comprometerme con la información y sólo se esmeró mi atención en el traje con el que se me presentaba. No siempre ocurre así, afortunadamente. A veces desoigo esa llamada de la lírica y me concentro en lo que se me dice, pero no siempre extraigo el mismo placer por ese trabajo. Soy de preguntarme mucho y de ir viendo si las respuestas convienen o se puede vivir más tiempo en la intriga, en ese suspense hermoso de no tener las cosas enteramente claras. Acepto que una oblea no es una hostia, aunque una lleva a la otra. Hasta ahí llego.
4.8.16
Whiplash / El magisterio salvaje
Whiplash es una película que habla sobre las limitaciones y sobre el modo de superarlas. También es un elaborado discurso de cuyas líneas es posible extraer muchas conclusiones útiles. Una de ellas es la vigencia de la voluntad. No hay nada que no se consiga a base de esfuerzo, parece gritar cada poro de la piel de esta historia. Nada que no se franquee si se le aplica el trabajo y la motivación adecuadas. Otra lectura es si se puede pagar cualquier peaje en ese adiestramiento salvaje, si se pueden dejar por el camino asuntos más trascendentes que el mero hecho de dominar una disciplina, sea la de ser batería de jazz o escritor de novelas de misterio. Quien entre en serio en Whiplash va a encontrar frases sueltas que hablan de todo esto. No teman si abundan; si el guionista y director, Damien Chazelle, se empecina en repetir la misma escena las veces suficientes como para que puedan invitar al cansancio. Whiplash nos adiestra también a nosotros: va modelando nuestra paciencia, aparta la neblina que produce la repetición y termina por convertirnos en espectadores agradecidos por esa pedagogía que se ha desplegado a nuestro beneficio.
El genio, en jazz, en la cocina o al mando de un coche de carreras, se pule si se trabaja. Eso viene a decir Chazelle: no hay talento que no se reblandezca si no se practica, no hay oficio que no se ennoblezca y perfeccione cuando se le procura tiempo y empeño. La sangre en las manos de Andrew Neiman, el heroico protagonista (un muchacho que quiere ser un grande en la historia del jazz en su instrumento, la batería) o el hielo en donde las introduce cuando el dolor las atenaza son el icono forzado (creo que un poco forzado, la verdad) con el que se introduce gráficamente esa idea de esfuerzo absoluto, de fanatismo aplicado a la consecución de un objetivo. En ese ensayo continuo no se advierte si Neiman ama la música, el jazz que toca, o si únicamente se sirve de ella para alcanzar ese rango épico que le mueve a diario y hace que su vida no tenga otro aliciente. Ejecutar una pieza de modo magistral no evidencia que se ame esa pieza de un modo pasional. Siempre hay un precio que pagar, no obstante: el de Neiman es altísimo. La sangre, el sudor y las lágrimas famosas, las que ilustran siempre la adquisición de cualquier saber, son aquí literales, se ven, se huelen casi. Es ahí, en ese hilo moral del argumento, en donde Whiplash cobra su fuerza: en la constatación de que todo está permitido en la didáctica que moldea al genio. Si se puede vender el alma al diablo para tocar como los ángeles. Si se puede sacrificar todo (en esta trama hay renuncias por todos lados) por ser sublime en algo.
Mención aparte, la más enfatizable, es la del trabajo de J.K. Simmons en el papel de Fletcher, el profesor estajanovista, obsesionado por la perfección,. Simmons es un actor enorme que todavía no está en donde debería, al que aún no se le ha valorado con justicia. Lo que hace es asombroso: un actor en absoluto estado de gracia, una recreación majestuosa del profesor cabrón que sólo tiene un anhelo: el de hacer alumnos brillantes, aunque algunos se queden en el camino y lastren sus vidas y las malogren de un modo a veces irrecuperable. Cada gesto que hace, cada frase que pronuncia subraya esa idea de magisterio salvaje. Fletcher ocupa toda la pantalla, acapara toda la atención de un espectador nublado a ratos por la dureza de su comportamiento y enternecido en otros al ver asomar un corazón detrás del escudo protector. El clímax final (apoteósico, créanme) cierra el tour de force entre profesor y alumno y lo hace de una manera convincente, espléndida, iluminadora. Y si alguien se arredra por la presencia continua del jazz y no es muy aficionado al género, que transija, que eche el cerrojo al prejuicio y se acomode lo mejor que pueda y deje que el cine (el bueno) le cuente una historia sobre el alma humana. Es de eso de lo que trata, no es una película sobre jazz, aunque el jazz (y bueno también) lo impregne todo y todo lo engrandezca.
Al acabar de verla anoche, me lancé a escuchar a Buddy Rich. No podía censurarme ese capricho. Hubiese querido poner también a Charlie Parker o a Duke Ellington, del que suena una maravillosa versión de su inmortal Caravan, pero era tarde y hay que obedecer ciertas reglas. No todo es admisible, ésa es una de las enseñanzas (imagino que entre otras igual de notorias) en Whiplash. Le debo a mi buen amigo Rafa Roldán que me pusiera otra vez en la pista. Es una de las charlas (muchas pendientes) que tendremos cuando hagamos un nebraska con un par de cervezas.
2.8.16
Las cosas que se hacen ricas y me dejan a mí pobre
No sé en qué poema leí que se puede vivir sin casi todo. A casi todo se le puede vetar el paso. Bastan algunas sencillas cosas. Las mismas que esgrime el animal para no flaquear y evitar que vivir sea una aventura breve y más o menos gozosa. Prescindir es uno de esos verbos incómodos que nos ponen de frente al dolor. A lo que uno aspira es a no tener que prescindir de nada. Ojalá el cuerpo tuviese la voluntad que le falta. El problema reside en lo ingenuos que somos. Creemos que la vida está a nuestro servicio y mandamos sobre ella y la gobernamos. ¿La renuncia es, sin embargo, una aventura sostenible, como dicen ahora? Se puede vivir sin escribir en facebook o sin leer a Proust o sin tomar croquetas de espinacas. También es fácil no depender de los paseos a media tarde o del café tras el almuerzo o incluso del sexo al clarear el día. El jazz de los cincuenta no es necesario. Tampoco el cine de la Hammer en un cine de verano o la cerveza de abadía. Ni estar al día en los asuntos políticos, ni llevar cuentas a diario de cómo nos funciona el corazón. De verdad que se puede vivir sin casi todo. A casi todo se le puede oponer resistencia, franquear el acceso. Basta una rutina, cierta disciplina. Duele al principio, pero después no hace falta sal en la sopa ni la prensa con el desayuno. La vida siempre se abre paso. Da lo mismo lo que le rebajes. Ella avanza, impone su criterio, nos obliga a ceder a sus manías. Anoche, una vez ya acostado, y no temprano, me pilló sin batería el móvil que uso para escuchar la radio. La decisión de levantarme y buscar el cargador y acoplárselo me pareció inabordable. Me desvelaría, acabaría por estar toda la noche con los ojos como monedas de euro. Dejé que el sueño me fuese venciendo. Lo hizo al poco rato. El cuerpo (como la vida) también posee su coreografía y no se salta un paso. Lo que soñé es lo que me ha hecho pensar esta mañana en lo esclavos que somos de ciertas cosas. No sé si esa esclavitud es mala del todo. La elige uno, al fin y al cabo. Yo me declaro felizmente esclavo de una barbaridad de vicios. Los tengo todos a mano, me dejo administrar por lo que dicen porque es muy grande el placer que esa obediencia me regala. Soñé con todo lo que amo. Vi pasar con absoluta precisión las cosas a las que me entrego, aunque me dejen pobre, como decía Rilke. Todas ellas, en comandita, como burlándose de mí, espectador inútil.
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