viernes, 26 de mayo de 2017

362. La muerte de la rima



Hoy día es ya casi imposible hallar un poeta que versifique haciendo uso de la rima. Esto no es ni bueno ni malo. Prescindir de la rima y de los moldes métricos ha contribuido a la libertad expresiva liberando a la inspiración de los corsés formales. Bien mirado, resulta absurdo que aquella palabra insustituible que dice exactamente lo que queremos manifestar, tenga que suplantarse por otra menos precisa sólo porque no encaja en el cómputo silábico de la estrofa o porque no se ajusta a la rima. Y, no obstante, hasta los románticos con toda su exaltación de la libertad creativa, no quisieron desprenderse de ella.
Hace poco escuché decir al reputado poeta Antonio Méndez Rubio que hay quien concibe la poesía como una especie de performance donde lo importante es el efectismo. Sólo esa puesta en escena, relacionada con la pompa y aparato de la recitación declamatoria, justificaría el sometimiento al yugo de la rima. Efectivamente, el poema no tiene la obligación de estar concebido para ser recitado; del mismo modo, hay poemas sin rima que suenan maravillosamente en voz alta.
Sin embargo, la desaparición de la rima y de las sílabas contadas, cuyo dominio resulta tan difícil, ha abonado el terreno a toda suerte de poetastros que, de un tiempo a esta parte, mancillan el sagrado territorio de la poesía, convencidos de que eso de hacer versos está chupado. Cuando el difícil magisterio de la métrica y la rima servían para distinguir al verdadero poeta de aquel otro que sólo hacía ripios, los poetastros eran menos osados, conscientes de su inferioridad. Ahora que no hace falta dominar ese arte para envanecerse con la publicación de un libro, cualquiera se apunta a escribir versos. Hay poemarios a los que sólo otorgamos ese nombre por la disposición espacial de los supuestos versos, pero podrían leerse perfectamente como un texto en prosa. Aunque siempre habrá quien me reproche que eso de distinguir entre verso y prosa a estas alturas resulta un ejercicio un tanto retrógrado. Signo de los tiempos donde uno ya no sabe cómo debe llamar a las cosas.
Y, no obstante, el verso libre sigue siendo el menos libre de los versos y eso no pasa inadvertido al lector avezado, para desgracia de quienes buscan medrar con el subterfugio del “todo vale”. Las cadencias, la eufonía, la musicalidad, las rimas internas, la disposición de los acentos, el ritmo, siguen ejerciendo como indicadores de la calidad de un poema. Y, claro, la enjundia de lo que sus versos digan, hoy que la banalidad lo inunda todo, bajo la mentira del relativismo.
A mí, qué quieren que les diga, me gusta la buena poesía rimada. Nada en poesía me produce mayor placer que disfrutar de la noble perfección de un soneto, aun a riesgo de que me llamen trasnochado. Si yo fuera poeta, escribiría un libro lleno de sonetos, lo inundaría de endecasílabos enfáticos con que reivindicarlos; o melódicos para mecerme en ellos; o heroicos, que es lo que mejor se aviene contra la trivialidad de los poetas timoratos y apocados. Un libro de sonetos como a la antigua usanza, con sus cuartetos abonando con su semilla sugestiva la explosión floral de los tercetos encadenados. Un libro de sonetos, de esos que se recitan de pie, porque hay que ponerse en pie cuando se lee un soneto, acompañado de la batuta reverencial del brazo libre que no sujeta el papel. Un libro de sonetos. Pero, ¡ay!, que yo no soy poeta, y aunque lo fuera, jamás me atrevería a escribirlos andando como anda por el mundo don Antonio Carvajal.

viernes, 19 de mayo de 2017

361. 'Lady Macbeth'



El debut cinematográfico de William Oldroyd no ha podido soslayar la veta teatral del director británico, no sólo por el tema elegido, una nueva reformulación de la mítica Macbeth, sino por la factura escénica, tan reconocible en sus resortes dramáticos. En cualquier caso, la transmigración de género de todo ese lenguaje se ha realizado con pasmoso magisterio.
Para esta nueva Lady Macbeth, Oldroyd ha confiado en la adaptación que Alice Birch ha realizado del relato corto, casi homónimo, de Nikolai Leskov, Una Lady Macbeth de Mtsensk, escrita por el novelista en 1865, y que entronca con el gusto de algunos narradores rusos decimonónicos por los temas shakespearianos (Turguéniev, por citar un ejemplo más o menos conocido, escribió otro cuento titulado Un rey Lear en la estepa en 1870).
Es precisamente en el origen literario de la película donde hallamos el mayor mérito de la cinta. Sin esa génesis literaria, el producto cinematográfico habría resultado un trabajo correcto sin más, con un excelente tratamiento técnico, quizás demasiado perfecto en su ensimismamiento y autocomplacencia formal, pero cuya pulcritud innegociable le arrebata algo de alma. Sin embargo, al comparar el libro con la película, toca rendirse ante la inteligencia de Birch a la hora de ejecutar la adaptación del texto de Leskov, atreviéndonos a afirmar (¡oh, anatema!) que la película mejora el original literario. Así como Disney edulcoró los cuentos de los hermanos Grimm, Birch ha hecho justamente lo contrario con el libro de Leskov, imprimiendo una versión más oscura, telúrica y despiadada, que carga las tintas sobre el personaje de Katherine. Baste como ejemplo la terrible e impactante escena del asesinato por envenenamiento de Boris, el suegro de Katherine, que en el relato de Leskov queda apenas insinuado. En general, toda la película es una subyugante intensificación de la historia escrita por Leskov, de la que se poda muy acertadamente su parte final, pues, efectivamente, su lectura produce la sensación de un enojoso y prescindible epílogo. En cambio, hay partes del cuento de Leskov que habrían sido muy útiles a la película, como son todas las imágenes oníricas que simbolizan la punzada de la culpa y los remordimientos ante las atrocidades que comete Katherine; éstas son extirpadas en la película, lo que resta humanidad al personaje femenino para convertirlo prácticamente en una alegoría del mal. Las dudas morales, en cambio, pasan a Sebastian, el amante de Katherine, justo al contrario que ocurre en el libro de Leskov. Al poner el énfasis en la capacidad manipuladora de Katherine y en su frialdad ante las muertes que produce, este personaje queda más cerca de su modelo shakespeariano (algo adulterado en Leskov) y homenajea, como sólo sabe hacerlo el cine británico al genio de Stratford, como ya quedó demostrado con la imprescindible Macbeth, de Justin Kurzel (2015), por nombrar la adaptación más reciente. Quizás, ya, puestos a intensificar el relato de Leskov, el guión de la película podría haber atendido mejor a la tensión erótica inicial entre Katherine y su amante, que se soluciona, como en el libro, sin la necesaria morosidad. Hay que destacar también la interpretación de Florence Pugh, que encarna el perfecto prototipo de la inocencia hecha perfidia.

En definitiva, el mérito de Lady Macbeth reside en su portentosa ejecución técnica y en su inteligentísima adaptación. Se echa en falta, en cambio, que en sus sugestivos silencios, se oiga el grito desgarrador del alma de unos personajes demasiado impolutos.

viernes, 5 de mayo de 2017

360. 'Incendios'



En un momento donde la banalización de las palabras nos ha llevado a leer en las contraportadas de los libros, adjetivos como “imprescindible” u “obra maestra” aplicados a cualquier novelucha del tres al cuarto, es hora de devolverles a esos atributos su verdadera naturaleza semántica. Vayan a ver Incendios y sabrán de verdad lo que es imprescindible y lo que es una obra maestra para sonrojo de esas fraudulentas contraportadas.
Incendios es una de esas obras que deben pasar a los anales del teatro contemporáneo porque compendia a la perfección todo lo que se le pide a un montaje teatral: texto, técnica, ética, estética, tradición, modernidad, catarsis. Mouawad narra la historia de Nawal, una mujer sumergida en un mutismo impenetrable que, tras morir, deja a sus dos hijos sendos sobres testamentarios donde se les conmina a buscar a su padre, al que creían muerto, y a un hermano cuya existencia ignoraban. Al acatar la voluntad de su madre, Jeanne y Simon se enfrentarán en su viaje al horror de la guerra y a la terrible verdad sobre sus propios orígenes.
La obra entronca con el fatum de la tragedia griega llevando los designios del destino y las casualidades a su grado máximo de patetismo, desgarro y crueldad. El desarrollo de la acción, paralelo a la investigación de los hijos, se produce mediante frecuentes flasbacks bien dosificados que, a veces, se solapan con el presente integrándose en él de manera muy natural, algo que ocurre también con el tratamiento de los espacios. Ese hilo argumental confiere a la obra un marcado carácter narrativo, casi novelesco, no demasiado habitual en el endogámico discurso teatral, que jalonado por el simbolismo lírico de las escenas y el sufrimiento interior de los personajes, convierten a la obra en un producto total. Aunque el contexto histórico de la obra remite a la guerra civil libanesa, ésta se reduce a meras vaguedades que trascienden el carácter local del conflicto para universalizar el sinsentido y la barbarie de cualquier guerra. Es importante, por su simbolismo, la escena en la que Jeanne, profesora de matemáticas, explica a sus alumnos la teoría de los grafos, según la cual, los diferentes vértices de un polígono dado no pueden comunicarse todos entre sí. Jeanne tiene que llegar al corazón de su polígono que le permitirá descubrir la verdad sobre su origen pero la teoría de los grafos es también el trasunto del mundo occidental, aislado en su vértice de indiferencia, ante los problemas de Oriente Próximo. Es también fundamental el relieve que se da a la cultura y a la alfabetización como únicas armas ante el silencio del horror. Mouawad se postula, además, en su obra, en el más contundente extremo del amor como redención, casi imposible de aceptar por el espectador, debido a su bellísima pero inasumible radicalidad.

Los actores (con una Nuria Espert algo dosificada en el tiempo de sus intervenciones en una función de tres horas; el eficaz contrapunto del albacea, interpretado por Ramón Barea; y los guiños de dicción de Laia Marull representando a la Nawal joven, que trata de remedar a Nuria Espert en su papel de Nawal mayor –quizás un homenaje de la joven actriz); los silencios, el tempo narrativo, el juego de luces, la sencilla, delicada y, a veces, cruda escenografía, la mano maestra de Mario Gas, todo contribuye a engrandecer el trabajo de Mouawad que, esta vez sí, con todas las de la ley y sin enredadores de palabras de por medio, es una obra imprescindible. Una obra maestra.

viernes, 28 de abril de 2017

359. Stefan Zweig: adiós a Europa



Aunque hace ya varios días que he visto la película, todavía soy incapaz de concluir si el homenaje cinematográfico a Stefan Zweig es el biopic más frío de la historia del cine o si, por el contrario, se ajusta perfectamente al perfil del escritor.

Hay dos maneras de acercarse a la película de Maria Schrader. Una, desde el apasionamiento que suscita la figura de Stefan Zweig, autor que para muchos, entre los que me incluyo, constituye un referente imprescindible en la historia de la literatura europea del siglo XX. Y la otra, desde una visión más aséptica, menos emocional,  donde el espectador sea capaz de domar la emotividad que implica la grandeza humana del escritor austríaco, su admirable inteligencia, su incorruptible sentido ético y estético y las terribles circunstancias de su exilio y posterior suicidio. Yo acudi a verla con la primera de esas premisas, con la del arrebatamiento nacido de la admiración y del dolor. Ese fue mi error. ¿Pero cómo sostener la brida de la exaltación? La primera vez que me acerqué a Stefan Zweig fue a través de su libro de memorias, El mundo de ayer. Yo no sabía nada de Zweig y tampoco conocía el trágico desenlace de Petrópolis. De manera que leía su ensayo con el arrobo que produce su prosa luminosa y, sobre todo, su optimismo inquebrantable, basado en la fe en los hombres y en su gozosa comunión colectiva al amparo del arte y la cultura, más allá de las lenguas y de las fronteras. Su vehemencia eran tan avasalladora y entusiasta que poco podía imaginar yo que acabaría devastada por la abdicación del suicidio. Cuando, profundizando en su biografía, hallé por casualidad la sobrecogedora fotografía en la que el cadáver de Zweig yace en la cama de su residencia de Petrópolis, las manos entrelazadas con las de su inseparable Lotte, sentí una punzada estremecedora de la que aún no me he repuesto. ¿Cómo era posible que aquella ilusión fuerte y esperanzada fuera derrotada de esa manera? El contraste resultaba terriblemente atroz. ¿Cómo no acudir al cine, pues, con los sentimientos a flor de piel y esperar de la película un homenaje grandioso y épico? Sin embargo, Maria Schrader ha optado por la mesura más contenida. Y nada hay, quizás, que reprocharle. La película se ajusta al carácter discreto de Zweig, a su humildad y rechazo del protagonismo. En una secuencia de la cinta, cuando Zweig es apremiado para que condene el régimen de Hitler en el Congreso de Escritores de Argentina de 1936, el autor austríaco se niega porque considera que condenar lo obvio ante un auditorio donde todo el mundo opina lo mismo, es un acto de vanagloria y exhibicionismo. La película recorre las vivencias del exilio de Zweig y del paulatino desmoronamiento de su alma de manera fragmentaria, casi impresionista, sin cargar las tintas en el sentimentalismo, o utilizando espléndidas secuencias simbólicas como la mala interpretación del Danubio Azul por parte de la orquesta en el acto de recepción brasileña, trasunto de la decadencia de su mundo. También se aborda su sentimiento de culpa por el privilegio que su condición de escritor afamado le proporciona a la hora de obtener los salvoconductos para el exilio mientras otras personas sufren o mueren. Pero todo se hace con una contención tan conscientemente epidérmica, que el espectador es incapaz de involucrarse en la tragedia del personaje. La misma escena de la muerte de Zweig, inopinada también en la película por lo repentino de la misma, se muestra a través del juego de espejos del armario y de la mirada triste de los circunspectos, entre los que se halla Gabriela Mistral. La sensación tras los créditos finales es la de no haber llenado el molde de sus gigantesca figura ni el de su muerte. Pero quizás Zweig habría suscrito esa sigilosa semblanza.

viernes, 21 de abril de 2017

358. Buenismo educativo



Cada día que pasa me resulta más difícil encontrarle un sentido a mi labor como docente. La última patochada la publicó el Ministerio de Educación en su página web el pasado 17 de abril, donde ratificaba que los alumnos de la ESO podrán titular con dos asignaturas suspensas, siempre que éstas no sean, simultáneamente, Lengua y Matemáticas. Además de la evidente discriminación a otras áreas del saber, que choca hipócritamente con la tan traída educación integral del alumno, las implicaciones derivadas de esta normativa son muchas otras. El mensaje que se envía a los estudiantes es, básicamente, que uno puede llevar a cabo sus obligaciones a medias; se trata del chapucerismo patrio elevado a decreto oficial. Pero es, además, una estafa para los propios alumnos, porque aquellos que finalmente hagan un bachillerato y emprendan luego una carrera universitaria, no comprenderán por qué no han podido acceder a los estudios superiores que deseaban por estar sólo una décima por debajo de la nota de corte, o por qué la universidad les niega su licenciatura (ahora le llaman grado), al no superar todas las asignaturas correspondientes, o por qué en una oposición no obtienen plaza pese a haber aprobado los exámenes o, más probablemente, por qué nadie les va a pagar la birria de alicatado que han hecho en el cuarto de baño. Es decir, se les está vendiendo y acostumbrando a una realidad que no existe. ¿Pero por qué nos extrañamos? Yo mismo he recibido llamadas de atención de inspectores educativos (la mayoría de los cuales no son más que desertores del aula, que salieron por patas de las trincheras incapaces de controlar a una clase pero que luego se permiten el lujo de darte lecciones sobre eficiencia didáctica), reprochándome el alto número de alumnos suspensos en mi asignatura. Pero nunca les vi acercarse a los profesores enrollados, esos que ponen un 10 a todo quisque porque, al parecer, eso no les parece una anomalía del sistema. Esos profesores no han pegado chapa en todo el curso ni se han pasado innumerables horas corrigiendo exámenes con el rigor que se les presupone, pero son unos aliados del sistema porque, con ellos, claro, no existe el fracaso escolar y podemos darnos la palmadita en la espalda congratulándonos de lo bien que funciona todo. ¿De qué nos extrañamos sin en las juntas de evaluación se presiona a los profesores para que aprueben a un cupo mínimo de alumnos para evitar la masificación de repetidores en las aulas el curso próximo o por la buena imagen del centro? ¿De qué nos sorprendemos si esa infame raza de psicopedagogos, orientadores y demás ralea del buenismo pedagógico de nuevo cuño (con felices excepciones), le miran a uno como a un criminal sin entrañas por no aprobar al pobre chico que no ha pegado un palo al agua porque, aseguran, tiene un conflicto emocional que debe de ser determinante para saber distinguir una palabra aguda de otra esdrújula? Y, total, ¿para qué sirve eso de poner tildes, no? Si lo importante es que el chaval sea feliz y tal y pascual.  Oigan, a mí díganme a cuántos tengo que aprobar y acabamos antes; y así me evito la tortura de leer los exámenes de algunos alumnos y me dedico a otra cosa, yo qué sé, a pasearme, a leer novelas, o a reflexionar para qué narices me levanto cada mañana empeñado en hacer de mis alumnos ciudadanos responsables, educados en el espíritu del sacrificio, cívicos y cultos si luego la psicopedagoga, que lo mismo se hernia por tener a dos alumnos en el búnker que ella llama despacho, menosprecia tu trabajo y te llama retrógrado sin escrúpulos ni empatía. Qué razón tenía Elvira Roca Barea, cuando dijo que analfabetos los ha habido siempre pero que nunca habían salido de la universidad. 

viernes, 7 de abril de 2017

357. Parnaso Balompié




Bienvenidos al estadio Benito Pérez Galdós donde esta noche se enfrentan el Parnaso Balompié y el Incultural Borreguil, choque a todas luces desigual, ya que el Incultural Borreguil lidera holgadamente la clasificación y está a punto de cantar el alirón. Para el choque, los técnicos del Parnaso Balompié, Menéndez Pidal y Martínez Ruiz “Azorín”, han dispuesto una táctica clásica, como no podía ser de otra manera, con un 4-4-2 canónico. ¡Pero, atención, porque el Parnaso Balompié acaba de saltar al terreno de juego entre los vítores salmantinos del respetable, y sus once jugadores posan ya ante los fotógrafos como un endecasílabo heroico! Repasemos la alineación del equipo local. Defenderá la portería del Parnaso, Miguel Hernández, que en la pasada jornada salvó la derrota de su equipo deteniendo un disparo que ya se colaba por los altos andamios de las flores; emocionado, declaró luego que dedicaba su parada a su amigo Ramón Sijé, tristemente desaparecido. La aguerrida pareja de centrales la forman Blas de Otero y Octavio Paz, famosos por su juego comprometido, expeditivo y sin medias tintas. El defensa mexicano aseguró en la rueda de prensa previa al partido que esta noche los delanteros rivales “no pasarán”. El lateral derecho lo ocupará Miguel Delibes, experto en el arte cinegético de apresar a los extremos que se internen por su banda; el lateral opuesto es hoy para Pablo Neruda, que de eso de ser carrilero sabe un rato, o si no que le pregunten a Delia, que ha sufrido su férreo marcaje durante muchas temporadas. El medio centro es para Antonio Muñoz Molina que soba y magrea el balón para extenuación de los rivales y deleite de la afición. En el extremo derecho se situará Agustín de Foxá, injustamente criticado por la hinchada porque dicen que la izquierda la tiene sólo para apoyarse y, sin embargo, su juego combinativo le permite asociarse con cualquier buen jugador; en el extremo izquierdo estará Rafael Alberti que, aunque juega como los ángeles, todavía colea sobre él la polémica sobre la cesión surrealista que dejó vendido a Miguel Hernández en el último partido. “Creí que se la pasaba a Platko”, ha declarado el gaditano. La media punta pide un jugador sorprendente e imaginativo y por eso hoy el entrenador alineará a Federico García Lorca, sustituyendo al lesionado Ramón Gómez de la Serna, que sufre un esguince en la greguería derecha. Desde la enfermería, el jugador madrileño declaró contrariado que “lo más difícil de digerir en un banquete es la pata de la mesa que nos ha tocado en suerte” y que “el Coliseo en ruinas es como una taza rota del desayuno de los siglos”. Lorca confía en su debut y ha apelado al llanto de la guitarra para ganar este partido; la afición le pide hoy camelias blancas y que meta la luna en la fragua. Finalmente, en la punta de ataque, dos arietes de excepción: Valle-Inclán, que tratará de hacer del portero rival un esperpento, y Juan Marsé, que buscará revolverse en el área cual Pijoaparte en los palacetes de San Gervasio. ¡Todo listo para el inicio del encuentro! Suena el himno del Parnaso Balompié, con el son dulce, acordado, del plectro sabiamente meneado de la lira apolínea. Berrea el público rival. Dirige el partido el colegiado Cansinos-Assens, magnánimo y justo. El choque se antoja difícil pero Pidal, desde la banda, da las últimas instrucciones en su arenga y contagia de entusiasmo a sus jugadores. Él, más que nadie, conoce el valor de las gestas. ¡Pita Cansinos y el balón echa a rodar en el Benito Pérez Galdós! El graderío se llena de versos volanderos y la afición vocea, y hay en esos gritos un algo desesperado, como de agónica pugna contra el abismo y la intemperie.

viernes, 31 de marzo de 2017

356. Cines viejos (epitafio)



Hay en los cines antiguos el rubor de las viejas meretrices. Ajada ya su belleza, recuerdan en su trato y en su atavío el porte distinguido de la casa, otrora selecta y exquisita, y ofrecen al fiel cliente, que acude contumaz a engañarse, las novedades de la semana. Ellas son jóvenes y extranjeras y casan mal con la vetustez de la pieza, que no puede disimular su ruina ni aún con los nuevos afeites de la farmacopea tecnológica. Sólo cuando se apaga la luz, en la penumbra tibia de la estancia, la sábana blanca de las fantasías envuelve el mismo tálamo que en cualquier otra parte. Los sentidos se envician entonces en la belleza desnuda de la doncella y ya la ornamentación trasnochada de la alcoba deja de tener importancia.
Sólo en la oscuridad, los viejos cines sienten a salvo su dignidad. Porque entre las sombras no se aprecian los muñones de las butacas, ni el pellejo rasgado de las arpilleras, que vomitan su esponja amarillenta, ni los números borrosos de los respaldos, como lápidas anónimas erosionadas por la intemperie. Aunque ya no huelen a zotal  no pueden evitar impregnarse del olor rancio de las moquetas desgastadas. Al pasillo central lo bordean sendas láminas de neón que apenas orientan al incauto espectador impuntual y cuyo tenue haz de luz azulada languidece por momentos o parpadea en la pugna fosforescente de un último estertor. Sólo en la oscuridad, los apliques circulares adosados a las paredes, pueden encubrir los cadáveres de moscas y mosquitos atrapados durante años tras el sucio cristal amarillento como fósiles ambarinos expuestos en un museo abandonado. Las cortinas de terciopelo rojo, sobadas y descoloridas, ocultan puertas secretas que quizás conduzcan a otro tiempo. El sonido monótono del proyector anestesia la conciencia y amenaza con apresarnos, también a nosotros, en la dimensión fantasmal de un tiempo detenido, como un despojo más de la desolación general. Desde la pequeña sala de proyección, apenas un pequeño altar demiúrgico sobre nuestras cabezas que huele a celuloide caliente, el polvo en suspensión hace su epifanía como una vía láctea perdida en una galaxia errante. Todo el espacio se sumerge en un frágil y falaz ensueño.

Pero al encenderse las luces, tras los últimos créditos, el cine se duele de la mirada compasiva e indulgente de los espectadores que desfilan callados, los pasos amortiguados por el tapiz del suelo, hasta la salida. Queda entonces la sala en su silencio sordo de panteón irreal, presidido por la mortaja blanca de la pantalla. Queda el vestíbulo desierto, con su escalera sinuosa, su balaustre y su pasamanos bruñido por la caricia de cientos de personas. Quedan los carteles de las películas, como estelas funerarias. Fuera, junto a la acera, la diminuta taquilla semicircular donde aún se expiden pequeñas entradas de cartón barato con sus esquinas redondeadas, cierra la ventanilla. Quizás esa misma ventana aparezca mañana ya tapiada con yeso y ladrillo como un nicho a medio terminar y hagan nido en su interior las telarañas. Los viandantes y los coches pasarán a su lado indiferentes. La arrogancia de la modernidad mirará con altivez los vestigios del pasado y sólo algún transeúnte nostálgico se detendrá ante la fachada decadente para saberse, él también, como las películas, producto del sueño de algún dios inmisericorde que algún día nos archivará en la caprichosa filmoteca de la vida.

(En memoria del Cine Palace, de Reus, que hoy viernes, 31 de abril de 2017, cierra sus puertas tras 40 años).

viernes, 24 de marzo de 2017

355. Tramp, Tromp, Trump



Doy gracias al destino por no haberme convertido en politólogo o contertulio de televisión. De esta manera he evitado tener que dibujar con la boca esos escorzos imposibles que algunos adoptan para pronunciar el apellido del nuevo presidente de los Estados Unidos. Porque desde que Donald Trump irrumpió en la palestra informativa, no hay experto en política que no haya intentado adaptarse a la fonética yanqui para nombrarlo. Y ahí es de ver el denodado esfuerzo de nuestros ilustrados debatientes para producir la dicción perfecta de un auténtico nativo de la América profunda. Alguien les ha debido de decir que la “u” de “Trump” se pronuncia a medio camino entre la “a” y la “o”, y claro, acostumbrados aquí a decirle al pan pan y al vino vino, eso de que una “u” no sea una “u”  o de que existan vocales hermafroditas o con transtornos bipolares de personalidad, pues como que no. De tal manera que uno ya no sabe si el insigne tertuliano con ínfulas de políglota está pronunciando el apellido del presidente o se está comiendo un bocadillo de panceta (para él bacon). Para colmo de males, alguien les ha debido de decir, también, que la pronunciación oclusiva de la “t” de “Trump” es algo más intensa que la nuestra, así que el sufrido cámara de televisión está todo el día limpiando el objetivo de los perdigonazos del bocadillo de panceta que el aspirante a Hemingway esputa cada vez que demuestra su intachable dominio del inglés.
No es reprochable que alguien intente pronunciar correctamente el inglés, aunque yo soy más de la cofradía de Manolete. Lo que resulta sonrojante es cuando se percibe en ese intento, más que la noble intención de pulir la fonética, la ridícula impostura de quien desea  exhibir una formación o un falso bagaje de persona de mundo. No pasa nada si uno pronuncia “Trump”, como “Tramp”, sin más aditivo. Miguel de Unamuno hasta aceptaría que se pronunciara a la castellana, tal como se escribe. Es ya clásica aquella anécdota que gustaba recordar al escritor vasco según la cual, durante una conferencia sobre Shakesperare, el autor de Niebla pronunció el apellido del inmortal dramaturgo siguiendo la literalidad española. Algún oyente engreído le corrigió la pronunciación y, acto seguido, Unamuno continuó su conferencia íntegramente en inglés. La anécdota demuestra que un uso relajado de la fonética no implica necesariamente una mala formación académica. Hay quien, en esta suerte de competición para ver quién es más licenciado en Oxford, comete errores de ultracorrección. Yo pensaba que un partido de fútbol lo integraban 22 jugadores pero si hacemos caso a los locutores deportivos salen muchos más. Luego uno descubre que es que al jugador extranjero de turno, lo ha llamado de cinco formas diferentes; al jugador canario de Las Palmas, Jesé, ya nadie le pronuncia la “j”, y es sustituida por la  pronunciación inglesa, de tal manera que ahora lo han rebautizado como “Yesé”. Y una antigua conocida mía, paseando por el centro comercial, no entendía por qué no hallaba productos del hogar en una sección de una tienda presidida por el cartel “Home”. Había confundido el vocablo inglés con el catalán (“Hombre”).
Si tenemos estos lapsus con nuestro propio idioma, ya se pueden poner en marcha todos los planes plurilingües que se quieran en las escuelas. No se nos da bien el inglés, es un hecho. Y tampoco queremos aprender, no nos engañemos. ¿Qué salas de cine españolas se llenan para ver las películas en versión original como ocurre en gran parte de Europa? Podremos pronunciar “Trump” con todo aparato de exquisiteces fonéticas. Pero al final, a Clint Eastwood sólo lo reconocemos si es con la voz de Constantino Romero.

viernes, 17 de marzo de 2017

354. 'En la orilla' del teatro.




Hace un par de semanas se produjo en el Teatro Principal de Alicante el estreno nacional de En la orilla, la adaptación para las tablas de la novela homónima de Rafael Chirbes.
El problema de adaptar para el teatro una novela de Chirbes es que Chirbes es mucho Chirbes. La densidad narrativa de sus novelas, su prosa torrencial y envolvente, exigen una purga dolorosa que acaba por ofrecer un producto necesariamente desvaído. Y todo esto, a pesar de las buenas intenciones, que lo son, de las adaptaciones de Adolfo Fernández y Ángel Solo. Una poda implica una selección y una renuncia, y no estoy seguro de que las selecciones hayan sido mejores que los pasajes descartados. Todo esto, claro está, desde el prisma de alguien que ha leído la novela. Sin ese ejercicio previo, la adaptación resulta correcta sin más, pero con la lectura en la retina, el resultado puede ser más lacerante.
Si secundamos, como lo hacemos,  la afirmación de José María Pozuelo Yvancos que coloca a Rafael Chirbes como “el cronista moral de la realidad española reciente”, se entenderá que condensar en una hora y media un texto que inspira tales atribuciones, dejará la empresa en un sucedáneo. Se podrá aducir que ese problema lo tienen todas las adaptaciones y tendrá razón quien así razone pero con Chirbes esa dificultad es exponencial dada la naturaleza de su prosa.
Como se sabe, el libro de Chirbes empieza con el hallazgo de un cadáver en el pantano de Olba. A Esteban, el protagonista, le han embargado su carpintería al endeudarse en un proyecto que tenia a medias con Pedrós, quien ha desaparecido del mapa. A su condición de víctima se le suma, a su vez, la de verdugo, pues sobre él carga la responsabilidad de los trabajadores que ha dejado en el paro. Además, Esteban debe cuidar de su padre, enfermo terminal, con quien mantiene una relación de amor-odio, y soportar la hipocresía de Justino y Francisco, triunfadores durante la época de las vacas gordas y ahora venidos a menos desde el estallido de la crisis. El recuerdo de una hiriente historia de amor con Leonor, que acabó casándose con Francisco, completa las tribulaciones del personaje. Chirbes desgrana con exhaustiva exactitud y corrosiva sinceridad la corruptela de aquellos años de la burbuja pero, además, resulta interesantísima la introspección en los debates morales y existenciales del protagonista, que en la obra de teatro quedan prácticamente fuera del discurso y que, sin embargo, son contenidos de un gran potencial dramático.
Tampoco resulta demasiado convincente el actor que representa a Esteban (César Sarachu), que bascula entre el narrador y el intérprete sin acabar de ser del todo ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo, la interpretación de la asistenta Liliana (Yoima Valdés) parece sobreactuada y hay momentos en que resulta rayana en lo histriónico. Mucho mejor están Rafael Calatayud y Marcial Álvarez en sus papeles de Francisco y Justino, respectivamente, que dan la medida justa de la bravuconería altanera e impune de aquellos que se sintieron durante la época de la burbuja por encima del bien y del mal.
El espacio del pantano, tan simbólico en el libro, con su atmósfera asfixiante de naturaleza corrompida, trasunto de la corrupción de los hombres, que tanto recuerda a Blasco Ibáñez, aunque aparece constantemente en la adaptación teatral, no consigue convertirse en ese lugar casi cosmogónico que lo inunda todo. Con todo, la secuenciación de los pasajes del libro elegidos están bien ensamblados y tienen una coherencia dramática.

Como homenaje a Chirbes, la intención resulta noble y necesaria. Como producto artístico, en cambio, la adaptación pide algo más.

viernes, 10 de marzo de 2017

353. El whatsapp de Pepe Carvalho



Somos hijos de nuestro tiempo. Y nuestro tiempo transita bajo el imperio del hombre digital. También en literatura. A todo novelista que desee ubicar su trama argumental en el siglo XXI le debe de costar dios y ayuda sustraerse a las innovaciones tecnológicas que dominan nuestras vidas y prescindir de todo aquello que se nos ha vuelto cotidiano. Es como si a Galdós se le pidiese que evitara las calesas en sus novelas. Y, sin embargo, cada vez entiendo mejor a los escritores que huyen de ésta nuestra era electrónica, y no porque no les atraiga convertirse en cronistas de una época la suya propia, sino porque la integración de todo ese endemoniado aparato de novedades digitales en una obra artística les debe de chirriar tanto como una mala ortografía.
Sólo detenerse en los meros significantes de toda esa verborrea tecnológica y ya siente uno cómo la libido literaria se va a hacer puñetas. Chat, whatsapp, twitter, facebook, instagram, wifi…, son palabras horribles desde el punto de vista estético. O la tiranía de la sigla, donde uno en lugar de hablar, parece que esté todo el día deletreando, 3g, sms, usb, mp3, jpg, gps. No digamos si alguno de esos palabrejos mancilla algún verso en un poema (que los hay).
Pero ya no es sólo por una cuestión de belleza formal. Es que con las tecnologías se ha perdido por completo el encanto de algunas novelas, sobre todo de las policíacas. Ya no se investigan los crímenes como antes, sin ese arrimo constante a lo digital, a la solución fácil, cómoda y casi sobrenatural de la informática, cuyo ascendente apenas deja margen a la pericia del investigador. ¿Dónde quedó aquella investigación artesanal, basada en la intuición genial del detective, en la acumulación de indicios que van componiendo el rompecabezas del crimen, en los avatares azarosos que alumbran una nueva pista? ¿Se imaginan al comisario Maigret escudriñando el perfil de facebook de su víctima? ¿O a Pepe Carvalho pidiéndole por whatsapp a Biscuter que le envíe el informe del forense? ¿O a Moriarty dejando sus pullas en twitter a Sherlock Holmes? ¿Y qué me dicen de las novelas de aventuras? Ya no hay aventurero que no tenga a mano el gps del móvil para no extraviarse en mitad de la selva. ¿Pero qué birria de aventurero ese ése? Robison Crusoe cazando pokemons en su isla para superar el tedio; Phileas Fogg trazando su itinerario en google maps; Gullivert usando el traductor automático para entenderse con los Houyhnhnms; Segismundo enfadado porque a su cueva no le llega el wifi que le permita ver en su tablet la serie de HBO, Prison break en full HD.

Cuando la imaginación de Julio Verne se adelantó a su tiempo, incorporando a sus novelas todos aquellos artilugios que acabaron por convertir al autor francés en un visionario, lo tecnológico era aún una posibilidad, una fantasía sugestiva. Del mismo modo, las novelas distópicas ambientadas en un futuro aún lejano, nos permiten jugar con los imposibles gadgets de un mundo nuevo y apasionante. En ambos casos, la tecnología tiene su punto de fascinación. ¿Por qué no entonces en la novela ambientada en nuestros días? Quizás no sea, en último término culpa de la tecnología misma, sino de esa necesidad de distanciarnos de nuestra cotidianeidad que, a la postre, ha sido desde siempre una de las funciones fundamentales de la literatura. Por eso, de entre toda la terminología electrónica que nos inunda, sólo incluiría una en una novela. La de la nube.