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lunes, 29 de julio de 2024

659. Que bien sé yo la fuente...

 


Dice María Belmonte que las fuentes son “paisajes sonoros” capaces de comunicarse con nuestro subconsciente, de modo que el agua está íntimamente ligada a la historia de la humanidad. Por ello, en El murmullo del agua nos presenta un interesantísimo viaje desde la Antigüedad grecolatina hasta el Barroco desgranando qué concepto se tenía del agua y la importancia que se le otorgaba a este elemento fundamental. Lejos de una visión pesimista o catastrofista (que sería legítima si tenemos en cuenta lo poco valorado que suele ser en la actualidad un bien tan necesario como el agua), la autora ofrece una visión celebratoria del agua y de todos los elementos relacionados con ella: las fuentes, los jardines, los ríos, los mares y las divinidades acuáticas.

De su mano, buceamos por la veneración que Grecia hacía al agua, considerada un regalo de los dioses con propiedades mágicas, fecundativas y regenerativas que vertebraba toda la vida cotidiana de la población. Así, la literatura da buena cuenta de ello y han quedado para la posteridad mitos relacionados con el agua y lugares cargados de magia como la fuente Castalia o el manantial Hipocrene. Especialmente interesante es el capítulo dedicado a las ninfas, moradoras del agua, portadoras de un aura de sensualidad y de sexualidad que podían llegar a producir ninfolepsia.

La travesía continúa por Roma, donde se seguía venerando el agua pero se desarrolló la idea de que dominar el agua era símbolo de poder y prestigio. Por ello, será esta la época de la construcción de acueductos, ninfeos, termas y fuentes. La autora ofrece enriquecedoras explicaciones sobre la construcción de estos elementos de ingeniería hidráulica y sugestivas historias, como la de la fuente Pliniana, misteriosa porque su caudal crece y decrece tres veces al día.

El murmullo del agua nos permite sumergirnos en el fascinante mundo del Renacimiento italiano. Por las páginas de este capítulo desfilan personajes como Lorenzo de Médicis, Botticelli, M. Ángel, Rafael o Ficino que nos sirven de cicerones para adentrarnos en la Academia Platónica Florentina y comprender que el arte era concebido como una vía para elevar el alma y recordarle su origen divino. Esta teoría neoplatónica se trasladó también a los parques y jardines, lugares propicios para purificar el alma a través de un viaje iniciático con el agua como guía. Por ello, serán lugares plagados de interesantes símbolos que la autora comenta con detalle y que ejemplifica con espacios tan maravillosos como los Jardines de Boboli o la Villa de Castedo.

La corriente de agua nos lleva hasta el Barroco, momento en que el poder papal utilizó el arte para difundir la doctrina de la Contrarreforma. Belmonte detalla la transformación de Roma que ideó Sixto V y cómo resolvió el problema del suministro del agua. Siguiendo la estela de este Papa, las fuentes se convertirían en símbolo de la iconografía cristiana. El binomio Roma más fuentes nos lleva inevitablemente a Bernini, “l’amico dell’ acqua”, a quien la autora dedica un capítulo en el que desgrana detalles de su vida y, por supuesto, de sus principales obras, para terminar con un sugestivo paseo por las calles de la ciudad eterna.

La obra de María Belmonte no es solo un interesante tratado teórico sobre la concepción del agua en distintas épocas, muy bien documentado y de amena lectura, sino que constituye una obra total, trufada con experiencias personales, con referencias a disciplinas artísticas como la pintura, la arquitectura, la literatura o el cine que coquetea, además, con la literatura de viajes pues este “murmullo” despierta, sin duda, la necesidad de conocer in situ esos lugares tan sugestivos, tan cargados de historia y de belleza.

Cuenta la escritora que el germen de El murmullo del agua fue la lectura de Delight, de J. B. Priestley, obra en la que el autor enumeraba placeres de la vida que le reportaban felicidad y uno de ellos eran las fuentes. Si yo tuviera que preparar un listado similar, incluiría, sin duda, la lectura de este libro de María Belmonte que, al igual que las fuentes, constituye toda una experiencia sensorial para el lector pues es una lectura que se oye, que se ve, que se saborea, que desprende aroma a agua, a bosque, a mitología, a épocas pretéritas y que, con todo, acaricia el alma.

lunes, 11 de diciembre de 2023

632. Mil y uno seguirán siendo mil y uno

 


Miguel de Unamuno acuñó el término “intrahistoria” para referirse a las peripecias de personas anónimas que vivieron los grandes acontecimientos históricos pero que han tendido a quedar en la sombra. Seres de los que nunca se hablará en los libros de texto porque forman parte de la historia en minúsculas que ha sido eclipsada por la Historia en mayúsculas y por sus protagonistas, de nombre conocido para la posteridad.

Recuperar la intrahistoria, a grandes rasgos, es el objetivo principal de 14 de abril, obra escrita por Paco Cerdà que ha merecido numerosos reconocimientos -como el Premio de Ensayo de la Crítica Valenciana 2023 o el II Premio de No Ficción Libros del Asteroide- que avalan, con absoluta certeza, la valía de este libro. Esta crónica literaria aúna el rigor periodístico, pues es innegable el arduo y minucioso proceso de investigación y documentación del autor, con una calidad literaria y una forma de narrar que permiten que la obra sea leída como una novela que amasa los hechos reales como único material de trabajo. Lejos de un estilo plano y burocrático, Cerdà ha impregnado su texto de una belleza literaria en la que no faltan hermosas o duras metáforas y comparaciones y guiños poéticos a Lorca o Miguel Hernández, entre otros.

 Cerdà relata lo que ocurrió en España con la llegada de la II República y se centra en un único día: desde el amanecer del 14 de abril, cuando se izó la primera bandera republicana en Eibar, hasta el anochecer, cuando la monarquía vivió su total ocaso. 24 horas en las que tienen cabida las dos caras de la moneda: las historias de personajes conocidos -Alfonso XIII, la reina, Franco, Margarita Xirgú, Unamuno, Gregorio Marañón, Sanjurjo y todo un rosario de ministros, militares y aristócratas- se entremezclan con las vivencias de personajes anónimos que son ahora recordados, homenajeados y “nombrados” por Paco Cerdà: Emilio, un encuadernador que se topó con una manifestación y que perdió la vida por las cargas del gobierno de Alfonso XIII; la anarquista Teresa; la pescadera Cándida, que murió por los incidentes que se produjeron en las Minas de La Unión; el telegrafista Pàmies; el manifestante Francisco; Eduardo, un militar cuyo cadáver nadie supo reconocer, etc. 14 de abril se presenta ante el lector como un crisol que abarca todas las sensibilidades que entraron en juego aquel día: los monárquicos, los republicanos, los anarquistas y los comunistas, de nombre conocido y desconocido, que son tratados con respeto y neutralidad. Incluso hay una tendencia a humanizar la imagen de algunos de ellos, como los reyes cuyo Palacio Real se convirtió en un nido de miedo y ellos, en seres llenos de dudas y de incertidumbre.

Muy original es la estructura de la obra. Las horas canónicas que marcaban el inicio de los rezos (Prima, Vísperas, Tercia, Sexta, Nona, Maitines, Laudes) dan nombre a cada una de las partes del libro que incluyen estampas, de extensión generalmente breve. La elección de estas franjas horarias abre la posibilidad de interpretaciones variadas, desde la importancia que la iglesia tendría en el devenir de la II República hasta que el autor ha escrito una oración laica por estos seres anónimos que se han ganado, por derecho propio, el conocimiento de sus experiencias vitales.  Cada parte, además, comienza con el nombre de uno de estos personajes anónimos para devolverles, así, la relevancia que tuvieron en uno de los días más importantes de nuestra Historia reciente. Destacable es también el uso de la segunda persona del singular con el que Cerdà se dirige a los personajes muertos, un “tú” que los actualiza y que confiere al relato un tono que roza lo elegíaco (“Acabas de morir. Nadie lo sabe, Emilio, pero tú estás muerto”). Y son estos fallecidos los elegidos para abrir las primeras estampas de cada bloque, reivindicando así que este día no solo estuvo caracterizado por la alegría popular y por la valentía de los republicanos que pudieron hacerse con el poder, sino también por el llanto de tantas familias que perdieron a un ser querido de forma injusta. Todos los sentimientos que se vivieron ese día quedan plasmados en la obra: alegría, emoción, nerviosismo, ambición de poder, esperanza, desolación, venganza… He aquí uno de los grandes logros de la obra de Cerdà: su capacidad para impregnar al lector de las distintas emociones de aquel día. Leer 14 de abril es viajar a ese día y ser capaz de vivir, en primera persona, aquellas horas que cambiaron el devenir de nuestra Historia.

“La historia redondea los esqueletos por decenas. Mil y uno siguen siendo mil. Ese uno es como si no existiera”, se afirma en uno de los capítulos de la obra. Pero gracias a Paco Cerdà y a esta obra necesaria, justa y hermosa, “mil y uno seguirán siendo mil y uno”.

lunes, 13 de febrero de 2023

597. Cuevas de las maravillas

 


Ya el título, tomado de Paul Theraux, es una declaración de intenciones. Rosa Cuadrado nos invita a un viaje por diferentes ciudades europeas para hacer un muy especial estudio cartográfico, nos coge de la mano para trazar junto hermosos mapas literarios que tienen marcados como puntos de interés esos refugios que son las librerías.

Quienes, como yo, sean lectores empedernidos y viajeros infatigables sabrán que el algoritmo «viajar + libros» incluye inevitablemente la variable «librerías». Cómo no visitar, además de los monumentos turísticos de rigor, esas «cuevas de las maravillas», para dar cobijo a las desnortadas almas que a veces somos. Cruzar el umbral de una librería siempre tiene efectos balsámicos.

En cualquier otra parte (Ediciones Menguantes)  no incurre en el error de ser un mero catálogo de librerías ni la aséptica descripción de una guía de viajes al uso. Su autora ha sabido crear un texto sugestivo, con una voz narrativa, perfecta cicerone , que nos descubre historias fascinantes sobre librerías, libreros, autores, hechos históricos, sucesos políticos…

Rosa Cuadrado tiene la capacidad de crear atmósferas envolventes que permiten al lector ver y sentir aquello que está leyendo. Así, paseamos por París con Hemingway, quien nos presenta la icónica Shakespeare and Co., y a su librera Sylvia Beach, madrina del Ulises de Joyce; conocemos la historia de los beaterios belgas, esos centros que acabaron ejerciendo una importante labor social, educativa y sanitaria en época medieval (¿y acaso no son eso también las librerías, lugares de encuentro, de aprendizaje y de sanación a través de la palabra y de la belleza que se esconde en ellos?); nos refugiamos del frío en hermosas librerías-cafeterías en Holanda, en Viena o en Londres y leemos, a través de los ojos de la autora, poemas que ella también leyó en esos lugares, en un bisbiseo a dos voces acompasado por el olor a café, a té humeante, a chocolate caliente y a lignina. Siguiendo los pasos de Pessoa recorremos Lisboa, una ciudad en la que el mar y la saudade invitan a la lectura sosegada en librerías tan icónicas como Bertrand. Nos adentramos en episodios de la historia como la operación Market Garden en la librería de Arnhem; deambulamos por librerías de viejo, por puestos callejeros con libros de segunda mano,  como el del Tío Turgut en  Ankara, que parecen implorar a los posibles compradores una segunda vida en otras manos amorosas; descubrimos que una librería también puede dar cobijo a un árbol, el famoso «eje del mundo» de la librería Dost, símbolo de la conexión entre cielo  y tierra (¿y no son las librerías también lugares de conexión con otras vidas, con  otros mundos, con otros yoes?).

Página a página recorremos la ruta del Ulises en Dublín y peregrinamos por librerías con impresionantes escaleras de caracol, por las más antiguas de las ciudades, por librerías especializadas en todo tipo de literaturas, por las más arriesgadas que han creado su propio sello editorial, convirtiéndose así en adalides de primer orden en la defensa de la cultura, por librerías que son en sí mismas obras de arte, como la Taschen de Milán… Este paseo también nos permite conocer la historia del icónico Grupo de Bloomsbury o a personajes como Aspasia de Mileto, en el último capítulo dedicado a Grecia, un homenaje a la cuna de la cultura europea que no podía faltar.

En cualquier otra parte se puede definir como un libro interdisciplinar por el que desfilan en perfecta simbiosis nombres de escritores, músicos, pintores, escultores… y en el que todo lo descrito forma parte de la experiencia personal de su autora, quien consigue un equilibrio entre la parte informativa y su propia intrahistoria personal. El libro fusiona las cualidades de ambos registros para convertirse, al igual que las librerías que nos descubre, en un «puente de la palabra» que nos hermana a quienes sentimos la necesidad, en ocasiones, de estar en cualquier otra parte, pero con la sempiterna compañía de los libros, «esas pequeñas promesas de felicidad».

lunes, 4 de octubre de 2021

545. Literatura contra el monstruo

 


Afirmar que el nuevo libro de Eduardo Boix es un espeluznante catálogo de la abyección humana resulta tan cierto como simplificador. Efectivamente, por las páginas de La estirpe (Ediciones del Viento), desfilan algunos de los personajes más abominables del crimen moderno, un atroz inventario de la monstruosidad a cuya infame nómina se adscriben nombres y apellidos que en el imaginario colectivo han perdido ya su motivación onomástica para convertirse, con solo invocarlos, en alegorías del mal. Pero con ser cierto todo eso, pronto descubrimos que el autor trasciende su objetivo inicial para regalarnos una suerte de miscelánea literaria en consonancia con ese desdibujamiento del género narrativo, tan en boga en la literatura actual, donde el hibridismo es piedra angular. Así, el libro resulta un conglomerado edificado desde el ensayo, la crónica periodística y la evocación lírica, sin olvidarse de los recursos narrativos al servicio de una psuedotrama argumental –la búsqueda de la esencia de la monstruosidad– en la que Boix, con el oficio del novelista, va retrasando la revelación de su monstruo personal, a quien conoceremos ya al final de la lectura. Las continuas digresiones, que a veces parecen apartarse del tema central, adentran al lector en un laberinto aparentemente caótico donde una idea alimenta a otra construyendo una prosa orgánica que crece como un bosque silvestre hasta que hallamos de nuevo las migas de pan que nos conducen al claro. El lector, sin embargo, acepta con gusto el envite y se deja llevar por el flujo de las palabras sin importarle el zarandeo con que Boix nos gobierna.

El primer capítulo está dedicado a la madre como generadora de vida, alma nutricia y protectora. Boix realiza un repaso antropológico por las manifestaciones culturales de la idea de madre y así aparecen la Venus de Willendorf, la Amalurra vasca, las clásicas Isis, Gea y Cibeles; la Mama Pacha andina o el ritual del tamezcal. Pareciera que en este prefacio del libro, Boix hubiera querido conjurar la protección de estas divinidades tutelares para contrarrestar la amenaza ominosa de los monstruos que van a aparecer ya en el segundo capítulo. Algo así como aquellas invocaciones de los poetas homéricos. Pero ni siquiera las madres pueden contra los leviatanes del mal y pronto recorren el libro los primeros monstruos, los representantes de la violencia vicaria, ese marbete que desgraciadamente hemos tenido que aprender. Preciosa es la imagen de la abuela de Boix al descubrir la Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano: «una piedad enfrente de otra», madres reconociéndose en el dolor de un hijo violentamente arrebatado por un sanedrín, pero también por un José Bretón o un Romand. Otros monstruos completarán la galería de los horrores y se imbricarán en la vida del autor: Ricardo Barreda, a cuyos familiares Boix llega a conocer durante una convalecencia en el hospital y que le permite una sugestiva reflexión sobre la carga de los apellidos, esa «poética del arraigo» que marca para bien o para mal a sus descendientes;  o los criminales de guerra nazis afincados en España, como Otto Skorzeny, con el que el autor cree haber coincidido en Denia. Quizás ese coqueteo con el monstruo es que le condujo al suyo propio, a quien no nombraremos aquí porque «las cosas que no nombras no existen». Y así es también que la modernidad de unas Olimpiadas nada pueden en Alcàsser o Puerto Hurraco, residuos de una España negra obstinada en no desaparecer.

El libro está lleno de consideraciones trufadas de referencias literarias y cinematográficas. Especialmente interesante es aquella que coloca a la oralidad y el cuento tradicional como depositarios del monstruo universal y también de su advertencia. En el aberrante catálogo caben asimismo los monstruos incorpóreos. Primo Levi –especula el autor– se suicidó quizás porque se sentía culpable por sobrevivir a los campos de exterminio. La culpa y el suicidio, monstruos también, y como descubrirá el lector, muy vinculados a las vicisitudes vitales del propio Boix. Y una inquietante coda final: « Mi monstruo soy yo», remata el autor en la última frase del libro. Pero, afortunadamente, la Literatura nos salva de nosotros mismos. Y yo espero y deseo que también haya salvado a Eduardo Boix.

lunes, 28 de junio de 2021

536. El Bodhisattva es Patricia



 

Patricia Almarcegui acaba de publicar con Candaya sus Cuadernos perdidos de Japón, donde se recogen fragmentos de cuatro diarios escritos por la autora durante dos viajes al país nipón. El fragmentarismo del libro, no obstante, es aparente. En primer lugar porque el tono y la atmósfera de cada uno de los textos otorga a la obra una unidad que basa su cohesión, no solamente en la isotopía japonesista sino, sobre todo, en la capacidad evocadora y sugestiva de aquellos, no exenta de momentos de lirismo de altos vuelos; y en segundo lugar, porque la estructura queda hilada por una urdimbre invisible de correferencialidades que Patricia propicia con sus sutiles «pistas», a modo de migas de pan, y que actualizan o reformulan algunos de sus temas. El libro de Patricia es, entonces, una quebrada porcelana literaria donde los espacios entre las esquirlas resultan tanto o más interesantes que las piezas mismas, a la manera en que el arte del Kintsugi repara con oro la cerámica rota y son las costuras doradas las que embellecen el conjunto.

Una declaración de intenciones se halla ya en la página 11 del libro: «Tengo unos veinte cuadernos de viaje […]. No sé cuándo fue pero un día dejé de tener uno para la vida y otro para el viaje. Los cuadernos se convirtieron en diarios». En el libro, efectivamente, se imbrican vida y viaje como dos caras de una misma moneda y esta premisa es importante para el lector que quiera acercarse a estos Cuadernos porque más allá del catálogo cultural, importa la mirada de la autora, a través de cuyo cedazo, queda la estampa o la reflexión tamizadas. Eso sí, Patricia no pontifica nunca y evita que esa mirada se contamine con el tradicional prejuicio del viajero occidental; más aún, desmitifica algunas de esas ideas preconcebidas y, junto a la filosofía zen o la floración de los cerezos, por las páginas del libro desfilan también la pobreza, el consumismo, los ciervos alicaídos de Nara o las miradas enajenadas de los que entran y salen de los locales de Panchiko. «Tras el terremoto y el tsunami de 2011 de Fukushima, muchas personas sin techo se instalaron en el parque Ueno», dice la autora, en un significativo ejercicio de contraste. Junto a ello, hay también una posición amarga ante cierto tipo de turismo. Así, los norteamericanos obsesos bebiendo cerveza junto a las ruinas de la cúpula de la bomba atómica de Hiroshima, o el grupo de diez españoles al acecho de las geishas en Gion, aunque solo hayan visto a dos mujeres paseando un domingo con sus trajes tradicionales. El «siniestro carnaval turístico» del que hablaba García Baena.

Sería ocioso repasar ahora algunas de las jugosísimas informaciones que Patricia Almarcegui ofrece sobre la cultura japonesa. Al confeccionar este artículo había anotado yo algunas que me habían llamado la atención, desde referencias al manga, al cine, a la literatura, a la arquitectura o a la pintura pasando por la religión, la geopolítica o las costumbres sociales. De todo ello hallará el lector un tesoro de contento y una fe de lecturas que cierra la obra.

Pero este libro es también un libro sobre la pérdida, sobre los cuadernos extraviados durante los viajes de la autora y sobre las personas que ya no están. Aunque también sobre la recuperación y el reencuentro. En la página 42, la autora dice haber acudido a la ciudad de Ise por error. Seducida por los Ise Monogatori (Cantares de Ise), había confundido la ciudad con el nombre de la poetisa clásica Ise, a la que, en realidad, hace referencia el título de la obra. Sin embargo, en otro momento, Patricia compra casualmente una postal con una ilustración de una bella mujer en quimono y, ya de vuelta en el hotel, descubre en el anverso de la misma que se trata de «Lady Ise. La poeta clásica». Se ha obrado el reencuentro, como también hará con el recuerdo de su madre.

Y así es que este viaje por Japón es mucho más que un viaje. Y que, guiados por Patricia, también los lectores inician su reencuentro particular con las esencias que nos constituyen. En el itinerario, velan por nosotros las palabras de Patricia. Porque Patricia es el Bodhisattva.

lunes, 27 de julio de 2020

494. La redención del impuro



Cuenta Sergio del Molino en su último libro que cuando su hijo se relaciona con otros compañeros del colegio, las diferencias raciales no condicionan la percepción de aquel en sus interacciones. El niño negro es antes niño que negro; es más, el color de la piel ni siquiera es un factor tasable, simplemente no existe. Desde la inocencia infantil, el niño es, pues, niño. Y nada más. Del mismo modo, el libro de Sergio del Molino es antes libro que otra cosa. Retrocedamos a una visión adánica de los géneros literarios y ya tenemos solucionado el engorroso asunto de las taxonomías, sin necesidad de baldosas de von Luschan que determinen la «raza» de La piel (editorial Alfaguara). Así, solo resta dejarse llevar por las palabras del autor para gozar de una deliciosa miscelánea, entretenida, a ratos divertida, siempre edificante, sazonada de un sustancioso anecdotario y, sobre todo, honesta.
Entre toda esa mezcolanza, un hilo conductor que vertebra la obra: el testimonio personal de la relación del autor con su enfermedad, la psoriasis. Asume entonces del Molino la condición metafórica del «monstruo» y emparenta su monstruosidad con otros personajes de la Historia que han sufrido también la enfermedad. Así, desfilan por el libro Stalin, Pablo Escobar, los escritores Updike y Nabokov o la cantante Cindy Lauper, Y aparecen, a colación, el negro de Banyoles, los antropólogos von Luschan y Westerman o los judíos de Qumrán en Jerusalén entre otras muchas alusiones que enriquecen el relato. Las semblanzas no son, sin embargo, meros catálogos descriptivos, sino que sus historias se entremezclan con las vivencias del autor y con reflexiones de gran calado en un ensamblaje natural en el que las soldaduras no se aprecian porque no las hay: la vida se amalgama en un todo unitario que trasciende la mera casuística personal para situarse en la esfera de los grandes temas universales, entre ellos, fundamentalmente, el de la fragilidad. Por si acaso la estructura miscelánea pudiera preocupar a su autor (preocupación baldía porque en ningún momento estorba), del Molino pergeña una ligazón muy sutil que se sustenta en la metáfora del cuento sobre monstruos que el escritor cuenta al hijo adulto desde el tiempo del hijo niño, en una suerte de fusión temporal que rompe los vórtices de la cronología.
Detrás de La piel hay un escritor con oficio, un lector curioso y voraz, un excelente contador de historias, una mente lúcida e instruida, capaz de desdoblarse con la objetividad necesaria para analizar sus tribulaciones sin caer en el patetismo, pero sin renunciar tampoco al propio testimonio que individualiza el dolor, lo hace humano y lo preña de sensibilidad. Sustituyamos aquel tópico del libro escrito a «a corazón abierto» por el del autor que lo que nos abre es su piel castigada, porque la piel es aquí una ontología, por más que esté en la superficie. Por eso mismo, porque la piel explica ella misma la vida, del Molino reivindica sus cicatrices, su jubilosa imperfección, su rebelde impureza, y abomina del cosmético o de la ortodoxia de los judíos de Qumrán, que jamás le dejarían ingresar en su secta de pieles satinadas. Porque él es un impuro, y a mucha honra, y la asunción de su impureza entregada al ara de la literatura es también su redención.

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lunes, 23 de marzo de 2020

478. El efecto Vallejo



Hallábame una tarde leyendo en el sofá, en uno de esos escorzos imposibles de triclinio que adopta el lector hedonista, cuando un pasaje del libro en cuestión acicateó mi curiosidad y quise aclarar una información acudiendo al teléfono móvil. El escorzo se complicó algo, pues ahora sujetaba el libro abierto, de considerable volumen, con una sola mano, mientras que con la otra navegaba con impericia de manco por el proceloso piélago digital. Y pasó lo que tenía que pasar, que el barco zozobró y el difícil funambulismo de libro y móvil se vino abajo. Así que, en décimas de segundo, tuve que decidir cuál de los dos objetos iba a tener que salvar del descalabro en el suelo del comedor. Apenas lo pensé, fue casi una reacción instintiva: el móvil cayó con estrépito sobre el piso, mientras el libro reposaba sobre mi pecho, como esas damas de las películas que el héroe acaba de salvar del precipicio. El libro era El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El móvil… ¿qué diantres importa el destino del móvil cuando uno está leyendo a Irene Vallejo?
La anécdota no es baladí. Yo la llamo «el efecto Vallejo». En El infinito en un junco se desprende tal amor por los libros, tal pasión por su historia de heroicidad y resistencia, que su lectura inocula en el lector ese mismo virus bibliofílico. ¿Cómo iba, pues, a dejarlo caer al suelo? El libro de Vallejo es una inagotable fuente de contento tanto para los amantes consumados como para los advenedizos. Con un lenguaje que evita premeditadamente la erudición sesuda para trasladarse, sin menoscabo alguno, al tono divulgativo (en ocasiones me pareció estar ante uno de esos estupendos ensayos históricos de Isaac Asimov), Vallejo traza la historia del libro desde la Antigüedad, preñando su épica gesta de un jugosísimo anecdotario, deliciosos hallazgos etimológicos y, sobre todo, jalonando la narración con toda esa nómina de indómitos paladines –muchos de ellos anónimos– que han escrito los grandes hitos de la odisea libresca. El ensayo, además, alterna su necesaria hilazón cronológica con saltos al presente, tendiendo un puente que rompe los vórtices del tiempo en una solución de continuidad que nos convierte en contemporáneos de egipcios, griegos y romanos. En esos remansos narrativos del presente, aparece la Vallejo más personal, la que legitima el carácter ensayístico de su obra tomando del género la esencia de su origen montaignesco, y entonces sus apreciaciones adoptan un tono lírico donde emerge la creadora, la novelista, la poeta. Y como los libros siempre llaman a otros libros, El infinito en un junco es también una sugestiva invitación a adentrarse en las muchas obras citadas entre sus páginas, una preciosa y entrañable antología de futuras lecturas que enhebrarán la sinapsis de ese maravilloso ejercicio de la intertextualidad.
Observo el teléfono móvil descoyuntado en el suelo, su batería de litio fuera del armazón, como el corazón de un despojo homérico. Su acceso a Internet, que me permitía viajar por el infinito de la red, se ha cerrado tras el golpe, como una puerta encasquillada en su marco. Por ahora, no me importa perder ese infinito. Porque el infinito está –siempre lo ha estado– en aquel primer junco.

lunes, 9 de abril de 2018

399. ¿Existe Portbou?



Los últimos días de Walter Benjamin en Portbou y su misteriosa muerte siguen constituyendo motivo de inspiración para literatos y centinelas de la memoria, si es que acaso no son la misma cosa. Álex Chico engrosa con un Un final para Benjamin Walter publicado por la editorial Candaya, la dilatada lista de quienes han sentido el magnetismo por una figura y un paisaje, imbricados tan íntimamente entre sí, que cuesta separar la orografía de la piel del filósofo, marcada por las cicatrices del exiliado, de la de los accidentados valles ampurdaneses, que parecen, ellos también, residir en una suerte de ostracismo geográfico en tierra de nadie.
Es justo esa fantasmagoría de la ausencia la que empapa todo el relato del escritor extremeño. Su prosa demorada y lírica, llena de sugestivas evocaciones, mece la lectura hasta generar una atmósfera envolvente y narcótica que envicia los pulmones lectores de melancolía. La descripción de lugares abandonados o poco frecuentados, como la antigua estación de tren, la playa, el cementerio, los hoteles vacíos, los obsoletos puestos aduaneros, los bastiones militares, el monumento de Caravan, el promontorio desde donde se divisa Cervère, todo contribuye a predisponer al espíritu a la ensoñación, pero también a la reflexión sobre la memoria, a su salvaguarda y a la denuncia de su postración interesada. Un final para Benjamin Walter es una epopeya de la desolación, un no-libro para un no-sitio y casi para un no-hombre (significativo el trueque que sufre el nombre del pensador alemán al ingresar en España) y hasta el autor, que visitaba Portbou para investigar esas últimas horas del autor de El libro de los pasajes, parece olvidarse por momentos de su empresa inicial para realizar él también una suerte de viaje iniciático hacia los intersticios de la propia escritura como ontología. Diríase que Álex Chico es un Juan Preciado y Portbou una nueva Comala, donde los muertos se aparecen y conversan con él, el propio Álex Chico otro espectro sincretizado con el paisaje.
Por supuesto, hay en el libro un recorrido documental y sentimental sobre Walter Benjamin, jalonado en ocasiones por jugosas anécdotas como aquella que describe el azaroso viaje del cuadro de Paul Klee, el Angelus novus, adquirido en su día por Benjamin y que hoy cuelga significativamente en el Museo de Israel, en Jerusalén. O la magia de la intertextualidad, que pone en liza a inesperados compañeros de viaje literarios. Pero hasta todo eso acaba poniéndose al servicio de reflexiones sobre la escritura o la memoria, como demuestra esa especie de coda final en la que el autor se centra en los cuadernos de Sílvia Monferrer, habitante de Portbou que acoge a Chico en sus últimos días en el pueblo, de vida también errabunda, casi ficticia, otro fantasma más.
Un final para Benjamin Walter, a medio camino entre la novela, el ensayo y la crónica de viajes, es un libro con aura, como tiene aura Portbou. Ese poso que dejan algunas lecturas de las que olvidamos su argumento, sus personajes y hasta sus títulos pero que quedan sedimentados en alguna parte de nosotros para siempre. Quizás sea esa la paradójica máxima expresión de la literatura: los libros donde las palabras se desintegraron pero son polvo en los bolsillos del viajero. Por eso no hace falta un cadáver de Walter Benjamin ni una tumba para sus despojos. Porque existen epitafios como el de Álex Chico.

domingo, 22 de enero de 2017

349. Miguel Hernández y José Luis Ferris (compañeros del alma)



Acaba de empezar el Año Miguel Hernández, que conmemorará el 75 aniversario de la muerte del poeta oriolano, y no se me ocurre mejor pórtico para penetrar en el atrio de tan emocionante efeméride que la biografía que del poeta cabrero nos regala José Luis Ferris, recientemente publicada por la Fundación José Manuel Lara. En realidad se trata de una reedición revisada y remozada de aquella otra que el escritor alicantino publicara en 2002 y 2010, con las ampliaciones pertinentes que la siempre inagotable figura del autor de Perito en lunas ha generado desde entonces. Porque con Miguel Hernández, nunca nada está cerrado. Una fotografía hasta hace poco inédita del poeta, tomada en Valencia en 1937 durante el II Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura  por el excelente fotógrafo Guillermo Fernández Zúñiga (cuya vida daría también para otra biografía) muestra a Miguel saliendo altivo del edificio del ayuntamiento –la altivez orgullosa de su recia convicción y compromiso con la justicia–, y prueba que, cada cierto tiempo, el fondo documental sobre Miguel Hernández se topa con nuevos hallazgos. De ahí la necesidad de José Luis Ferris de actualizar el trabajo ya hecho.
Hay académicos, estudiosos o especialistas, que se creen con el derecho de apropiarse de las figuras señeras de nuestra Historia y que rechazan recelosos cualquier intromisión que pueda arrebatarles esa exclusividad. Como si esos prohombres fueran sólo suyos y no, como lo son, patrimonio de todos. José Luis Ferris, que es de natural humilde y que despliega allá donde va su bonhomía machadiana, no pertenece a ese grupo. Y, sin embargo, con toda justicia podría concedérsele el título de Embajador de Miguel Hernández, remedando aquellos diplomas que el poeta obtuviera en sus años de estudiante en Santo Domingo –Emperador en Gramática–, porque a mí, aunque estoy seguro de que Ferris rechazaría esta afirmación de plano, se me hacen ya indisociables la figura de Miguel Hernández y la de su más excelso biógrafo. Si hasta la universidad de Elche donde ejerce la docencia Ferris se llama Miguel Hernández…
Hay en el libro de Ferris un entusiasmo contagioso e inspirador que sólo es posible concebir en alguien que ama lo que está haciendo. Existen pasajes donde ese amor, literalmente se le desborda. Y, no obstante, el libro es un ejemplo de rigor y acopio documental cuidado hasta el más mínimo detalle. Esa combinación de pasión y disciplina académica es el gran acierto del libro, que como dice el maestro Prieto de Paula, puede leerse como una novela, aunque “lamentablemente, lo que aquí se nos relata no es una novela”. Lejos de la aridez de otras biografías –pienso, por ejemplo, en algunos capítulos de la vida de Machado escrita por Gibson, que encalla por su frío catálogo de datos–, Ferris dosifica la documentación insertándola con natural maestría en un formato esencialmente narrativo y en ocasiones lírico, en cuyos resortes aparece el Ferris novelista y poeta. Y, claro, así da gusto. Hay, además, algunas sugestivas audacias, como aquella que establece paralelismos entre las pinturas de Maruja Mallo (de la que también es biógrafo) y algunos poemas de El rayo que no cesa, tradicionalmente atribuidos a su mujer, Josefina Manresa, que por aquel entonces se le moría de “casta y de sencilla”, concomitancias verdaderamente sorprendentes.

Otros tesoros hallará el lector en esta biografía que, como casi todas, no puede ser definitiva. Tampoco sé si es la más completa. Pero, aunque no lo fuera, si una biografía trata de explicar una vida, el libro de Ferris es vida, con todas sus exultantes y dolorosas consecuencias. Pero vida. Tanto es así que el subtítulo del libro, “muerte de un poeta”, parece desdecirse. Y se desdice. 



domingo, 18 de diciembre de 2016

345. 'Box8'



Hay libros que atesoran la virtud –y aquí la virtud es necesidad– de sacudirnos la muelle tibieza ante el mundo, de pellizcarnos la conciencia, de obligarnos a despertar de la anestesia voluntaria con que hemos sido inoculados, de despegarnos de un tirón  la tirita con que ocultamos torpemente la llaga que somos para dejarla así, en carne viva, palpitante en el escozor de su vergüenza. Box8: contra el silencio, obstinadamente (Fundamentos), de Marisol Sánchez Gómez, es uno de esos libros contra la alienación. El libro transita por los angostos ribazos de las escarpaduras periféricas, allí por donde la maquinaria del discurso oficial y oficioso es incapaz de hollar los caminos sin caer en el abismo. La autora da su voz, la voz de “una mujer blanca, occidental, feminista y con estudios universitarios […] que pertenece al teórico mundo de los privilegiados por raza, por cultura, y por haber nacido por pura casualidad y buena suerte, en el momento adecuado en el lugar adecuado”, a los que no la tienen, y esa voz que es grito, multiplica su eco hasta llegar a los lugares más inhóspitos de la Tierra, en los que no habríamos pensado ni una sola vez en nuestra vida, y penetra también en los intersticios más sutiles del individuo mismo, en sus contradicciones y aspiraciones frustradas.
Box8 es un libro de los márgenes. Todo en él está en la frontera de todo (magníficos los capítulos dedicados a las fronteras interiores y exteriores). Su apasionamiento no es panfletario; la defensa de los invisibles (mujeres, negros, pobres, homosexuales, presos y demás desahuciados por la sociedad patriarcal capitalista) no se realiza mediante la frase ingeniosa hecha para el eslogan o para el aplauso fácil. Bien al contrario, todo el argumentario de Marisol Sánchez se alimenta de diferentes disciplinas que convergen en su común misión, como la Sociología, la Psicología, la Antropología, la Política, la Economía, la Filosofía, la Ética o la Literatura, el cine y el arte en general. Hallamos entonces un corpus científico que legitima la necesaria radicalidad de su discurso, sin la habitual servidumbre de apelar sólo a la sensibilidad de los lectores. Porque Marisol Sánchez apela también a nuestra inteligencia y este posicionamiento ante el lector certifica una honestidad que pondera sin trucos nuestro compromiso ante las tesis defendidas. 
Particular presencia tiene el ideario feminista, catalizado en muchas ocasiones por las teorías de la pensadora y poeta Adrienne Rich (1929-2012), que se erige en la figura central del libro. Especialmente interesantes son la desmitificación del falso empoderamiento de la mujer y su necesidad de la otredad, como falacia para su afirmación vital, entre otros postulados.
Son también muy interesantes las reflexiones de la autora sobre el lenguaje. Éste aparece en el libro como una suerte de ontología, cuya naturaleza demiúrgica da cuerpo a los desheredados del mundo. Sólo existe lo que se puede nombrar y es precisamente el silencio que sobre ellos se cierne, el que perpetúa su desalojo y olvido.

El libro puede leerse también como una excelente antología miscelánea de textos científicos y literarios, labor esta, la de antóloga, que no nos sorprende si pensamos en la excelente vocación antologizadora que jalona la trayectoria editorial de la autora y cuyo último brillante exponente ha sido la publicación de 20 con 20 (Huerga y Fierro) donde se recogen las propuestas de veinte poetas españolas actuales sin sumisiones a los cánones establecidos por los gurús del cortijo literario. No podía ser de otro modo. Porque Marisol Sánchez también se mueve, como los desamparados de su libro, en los márgenes. Benditos, incómodos, disidentes márgenes.

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[Enlazo también la magnífica reseña que sobre este mismo libro ha escrito el poeta Ramón Bascuñana en su excelente blog El alma de la piel]

viernes, 15 de julio de 2016

329. 'El fantasma en el libro'




De todos los oficios literarios, tal vez ninguno reporte al profesional tantas satisfacciones y frustraciones a partes iguales como el de traductor. Volcar un texto original a un nuevo idioma –trasladarlo, que diría Alfonso el Sabio– es tanto como perpetuar la vida de un libro y multiplicarlo; es alumbrar allí donde las palabras se vuelven abisales para el lector que desea caminarlas; es hacer dichosos a muchos para quienes la felicidad se hallaba en el límite de aquellos renglones incomprensibles y aún no lo sabían; es convertirse en adalid universal de la cultura y servir a su apostolado, aunque hagan falta para ello otros atavíos. Y, sin embargo, son esos otros ropajes con los que se visten los textos traducidos los que dan quebranto a quienes se dedican a la noble tarea de hacérnoslos entender. Porque nunca un texto traducido respeta al cien por cien la esencia del original, por mucho que se hayan esforzado los partidarios de la literalidad más radical, como Vladimir Nabokov. Y en aquello que se pierde por el camino, en la desazón que le produce al traductor pensar “no era esto, no era esto”, se cifra la frustración incurable de esta profesión impagable y, no obstante, mal pagada.
De esto y de  mucho más  habla el espléndido ensayo del prestigioso traductor Javier Calvo, El fantasma en el libro (Seix Barral). Sólo por la preciosa introducción que precede a la obra, habrá valido la pena acercarse al libro de Calvo. En ella, el autor alude a la invisibilidad del traductor –“pregúntenle a algún apasionado de la literatura por el nombre de tres traductores actuales. Prácticamente ninguno sabrá contestar”, –nos advierte. Y, sin embargo, Javier Calvo defiende esa invisibilidad como requisito necesario y deseable: “Queremos no estar ahí. Incrustarnos tan adentro de la página que no se note que estamos. Somos camaleones paradójicos. Para desaparecer de la página tenemos que llenarla”.
Aunque existen tratados, ya clásicos, sobre la traducción, este libro de Javier Calvo aspira a convertirse en una obra imprescindible sobre el tema, porque no sólo se aúnan en él el rigor académico y la amenidad, sino también la verdad humana de su trabajo, vertida con amoroso entusiasmo y sana voluntad divulgativa. El libro traza una historia de la traducción, repasando sus principales hitos, y demostrando que la reputación de los traductores ha ido decreciendo desde aquella edad heroica en que el traductor, era poco menos que un mediador de los dioses hasta la devaluación de su trabajo auspiciada por el pragmatismo y la velocidad vertiginosa de los nuevos tiempos. La obra reflexiona sobre multitud de matices en el arte de traducir, desde los defensores de la ya mencionada literalidad hasta los que conciben la traducción como una nueva obra donde es lícito modificar y hasta mejorar el original, como hiciera Borges (las llamadas “bellas infieles” de la tradición dieciochesca francesa). Jalonan el texto multitud de anécdotas y vicisitudes, como los traductores asesinados, la labor de éstos durante la dictadura franquista, los juegos de las  falsas traducciones, el español canónico fijado para las mismas y los problemas derivados frente la diversidad del español de América, la limitadora supremacía de las traducciones vertidas del inglés, el fenómeno de los fantraductores, los trabajos afines de los intérpretes y de la subtitulación cinematográfica y, en definitiva, toda suerte de matices que ofrecen una panorámica de la profesión verdaderamente interesante. Muy recomendable ¡Y en versión original!

martes, 21 de abril de 2015

283. Patria chica




Las azoteas eran el mirador de nuestro mundo de extrarradio, horizonte de cemento, antenas y ropa tendida. El lugar desde cuyas alturas uno aprendía a amar a su barrio y a la vida. Bajo los cables eléctricos y la luz cegadora que reverberaba de las sábanas blancas, Bonavista palpitaba en la honrada pulsión de sus gentes humildes y trabajadoras, a quienes la miseria o la promesa de un porvenir les habían arrancado de sus lugares de origen, trayendo entre los dedos la polvareda perpetua de sus desahucios y en la boca, el tesoro de una lengua tamizada por el cedazo múltiple del castellano. Andaluces, valencianos, extremeños, murcianos, aragoneses, castellanos, que educaban con esfuerzo y abnegación a sus hijos, la primera generación de nuevos catalanes para quienes la capital era sólo una quimera y el pueblo de sus padres el lugar que se visitaba en los veranos, ni andaluces ni extremeños ni catalanes ni nada, herederos sólo de una patria chica entre las lindes de una barriada de periferia rodeada de chimeneas.
Parte de la razón de ser de Bonavista se halla en esas fábricas. El barrio nació como una extensión de ellas, asentamiento que, al abrigo incierto de su señor feudal, recogía a los vasallos proletarios. Y como a todo señor feudal, pagábamos también nuestro tributo a cambio de la protección del jornal. Soportábamos la polución y los olores nauseabundos. El azul de nuestro cielo enfermo adoptaba los tintes purulentos de los gases amarillos. A veces, una fuga accidental de etileno explotaba con estrépito tal que la onda expansiva quebraba los cristales de las viviendas o bufaba las persianas de las cocheras. Mientras tanto, los señoritos de la ciudad acudían al barrio los domingos para comprar en el mercado y tapear en El Paraíso, o se divertían en la Feria de Abril, como aquellos nobles del Renacimiento que se disfrazaban de pastores para sus fiestas bucólicas. Pero al igual que éstos volvían luego a sus palacetes, las gentes de la capital regresaban también a sus pisos de la Rambla y se llevaban el pintoresquismo del barrio y su folclore para la tertulia del café. Nosotros, los charnegos, nos quedábamos con nuestras calles sin asfaltar y las otras viejas demandas urbanísticas; con la contaminación y el miedo a un nuevo reventón industrial a dos pasos de nuestras casas. Y con el orgullo de nuestro mercado, lleno de basura y fruta podrida tras la barahúnda comercial. Las fábricas y el mercado, el segundo más grande de Europa, eran dos de los principales activos económicos de Tarragona. Pero de Bonavista, cuyo concurso resultaba clave, sólo se acordaban para el paseo dominguero, para relatar el crimen del hacha o para constatar que el barrio era el último bastión que resistía los nobles embates del catalanismo “integrador”.

Ahora Bonavista ya tiene su libro. Federico Bardají, junto a Salvador Serrano, Josué Navarro y Ana Tere Nula, presentó el pasado sábado Bonavista. Una biografía social, publicada por Silva, la editorial de Manuel Rivera, a quien nunca podremos agradecer lo suficiente la encomiable labor de mecenazgo que lleva a cabo en nuestra ciudad. Pasear por sus páginas supone, para muchos de los que hemos sido anulados por las banderas, reencontrarnos con algo lo más parecido posible a eso que llaman identidad. El exhaustivo volumen de documentación convierte a la obra en un excelente friso histórico y social que trasciende los límites de su localismo para explicarnos realidades tan significativas como la inmigración y el instinto de supervivencia cultural, de ahí su valor científico. Pero es, sobre todo, una biografía sentimental, un himno de papel que vale para todos los que hemos crecido y vivido en Bonavista. En Bonavista o en cualquier otro barrio, porque ser de barrio es universal. Y aunque un libro no pueda explicar nunca del todo lo que significa ser de barrio, hay barrios que merecen ser explicados en un libro.  



domingo, 2 de marzo de 2014

241. El guía de Saint Paul



Cuando a la religión le asisten los presupuestos de la razón, dejamos de ser el hombre de la caverna que adora al tótem. Cuando entre ella y la diversidad, media la empatía, la religión abandona el dogmatismo intransigente. Cuando su misterio se avala en el testimonio de garantes que no son sospechosos de la extravagancia gratuita, la religión se humaniza. Cuando su discurso críptico se ilustra en la plácida amenidad de quien domina el arte de contar llanamente los más altos conceptos, la teología se hace calle. Cuando la fe se mezcla con la cultura y la Historia -¿acaso no son la misma cosa?-, entendemos el mundo y entendemos también a esa criatura que en él habita, llena de certidumbre en su incertidumbre, a quien llamamos hombre.
De todo eso hallará el lector que se acerque a El guía de Saint Paul, de Antoni Coll Gilabert. A través de un guía jubilado que acompaña a los turistas en su visita a la catedral anglicana de Londres, Antoni Coll esculpe un entretenidísimo friso de la historia de Inglaterra. Las ilustres personalidades que se hallan enterradas en el interior del celebérrimo templo londinense, le sirven al escritor de Ivars para hilvanar ese recorrido sabrosísimo de anécdotas y de vidas irrepetibles. Así, desfilan por el libro el presidente Churchill, Christopher Wren (arquitecto de Saint Paul), el almirante Nelson o el poeta John Donne, entre otros. Pero la nómina se agranda ampliamente cuando los entresijos de la Historia así lo requieren, salvando cronologías y etapas estancas para ofrecernos una visión poliédrica y miscelánea de la misma, aunque siempre con un hilo conductor bien definido. La lista de personajes ilustres es tal, (aunque algunos aparezcan sólo tangencialmente), que echo de menos un índice onomástico al final del libro, pese a que éste no cuenta con más de 110 páginas; tal es la labor de síntesis del autor cuyo ejercicio de dosificación convierte a la obra en un delicioso menú degustación, con la erudición justa para no abrumar al lector y el valor de una amenidad que no olvida el rigor.

Pero la figura en la que más se detiene Antoni Coll es la de William Holman Hunt, pintor prerrafaelita también enterrado en Saint Paul, que pasó ciego los últimos años de su vida leyendo, con ayuda de su mujer, el Quijote. Y, concretamente, se centra en uno de sus cuadros, expuesto en la propia catedral: The Light of the World (1853). La riqueza alegórica de este cuadro, donde se representa a Cristo llamando a una puerta, le sirve al autor para abordar profundos pilares de la fe cristiana: la doble corona de Jesús, la de espinas y la de su majestad; el candil que sujeta, símbolo de la fe; la maleza que crece en la puerta a la que llama; la propia puerta, sin manecilla exterior porque sólo se abre desde dentro; la túnica sin costuras; las tinieblas del segundo plano del cuadro… El lector podrá realizar un estudio iconográfico que hará las delicias de los amantes del arte pictórico, además de reflexionar sobre aspectos muy relevantes del fenómeno religioso. Por eso es importante que el lector, sobre todo el no creyente, acuda al libro sin esos tontos prejuicios que rechazan la lectura de una obra cuando ésta aborda asuntos de la fe, por temor al tono doctrinal. Es parecido a esa moda igual de absurda de no acudir al cine si la película es española. Es cierto que Antoni Coll, sobre todo en el último tercio del libro, dedicado a las grandes y sonadas conversiones, no renuncia a la convicción de sus ideas (entre otras cosas, porque no tiene por qué hacerlo) pero junto a su legítimo proselitismo, existe una verdadera e impagable vocación por la divulgación cultural. Con su prosa, siempre serena y elegante, cómplice en su dialéctica cercana, la lectura de El guía de Saint Paul nos regala un pasatiempo no exento de profundidad, apto para espíritus abiertos y exigentes.

William Holman Hunt: The Light of the World (1853)