Nadie tomó café esta mañana.
La primera cerveza estaba muy helada, en manos de la misteriosa señora que se despacha diariamente unos cinco litros de dorado veneno.
Pero nunca es tan generosa la vida para apartarnos de sus disgustos y ocasos.
La tapa, que había sido repuesta con un golpe para evitar la pérdida de gas, ahora se negaba a salir. El ceño fruncido y un mohín de bronca en la boca en trompa marcaron la angustia temprana en un rostro que prefería no despertar. Apenas quedar adormecido bajo el efecto anestesiante de la dosis cotidiana de alcohol. No importaba que la lluvia ahogara los desvelos de los bañistas por meterse al mar. La doña elegía la galería, con sol o tormenta, para esas horas aletargadas por el regular estallido de las olas. La musiquita del Nintendo, y las risitas programadas de su hijo y el otro crío, disonaban en el paisaje tranquilo de esa villa de pescadores.
Probó con la mano. Con el encendedor. Pero la tapita se resistía a abandonar el pico de la botella. El vaso manchado de resabios de espuma atestiguaba la sed no saciada.
Agarró el envase por el cuello, y haciendo palanca en el borde la ventana, le dio un golpe seco en la punta. Notó que había marcado la madera del marco del ventanal. La tapa aflojó, aunque con la yema de los dedos comprobó que el vidrio se había mellado, y era posible que algo de ese ocre polvo filoso estuviera nadando en el líquido dorado. Dudó si servirse el contenido.
Antes consultó en el celular si había llegado algún mensaje. Nada.
¿Era peor arriesgarse a tomar la cerveza o seguir esperando ese llamado?
Supo que ese sería otro día sin paz.
- Cría cuervos –dijo en su portugués de lengua pastosa- y te sacarán los ojos.
El niño no la escuchó, como sucedía la mayoría de las veces cuando su madre hablaba frente a la botella.
Se sirvió el vaso petiso hasta el tope. Miró a trasluz la bebida como buscando pececitos de colores y se tragó de un solo saque el mar de su desdicha, sabiendo que nunca se vaciaría.
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sábado, enero 31, 2009
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