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domingo, julio 12, 2009
diario de Cura - episodio 1
En la pieza las cabezas de los Cure colgaban de la pared con un extraño efecto fluorescente. Cuando apagaba la luz sus ojos brillaban y pocas veces resistía la tentación de poner el casete cuya tapa reproducía el poster, envolviendo densamente el aire viciado con Particulares, el misterio se agigantaba con Kyoto Song hasta terminar sumergido en el sueño de Sinking.
Por entonces capitaneaba una empresa fantasma llamada Gusano Records que se dedicaba a copiar en un doble casetera las cintas que comprábamos a precios importados en el Perro Musnack y las vendíamos en prolijos TDK con diseño casero de tapa. Guita no hacíamos, pero permitía recuperar la inversión y seguir acumulando música de bandas inglesas que aparecían comentadas en Pelo o Rock and Pop.
Queríamos entrar en un mundo que sonaba lejano e inaudito, pero que nos identificaba en esa oscura sintonía adolescente de los 80s.
Compre una Stratocaster y un amplificador, y me sumé a los NN, y después a los Señores de la Corte. Mi corta carrera como guitarrista pasó desapercibida para las mayorías, aunque alcanzamos a tocar en un par de lugares poco aptos para nuestro darkismo mediterráneo y alguna chica me besó jugando a la grupie.
Cuando me enteré, por algún programa trasnochado de la AM porteña, que The Cure llegaba a Argentina, creí que los planetas se alineaban en la cosmogonía perfecta para mis 15 años.
Convencí a mis viejos de hacer el viaje porque el hermano mayor de un amigo de la secundaría nos acompañaba y finalmente mi hermana nos esperaría en su casa de San Miguel.
El viaje sería en tren. Partimos de la Estación Mitre. No eramos muchos. Algunas caras reconocidas por los guiños de pelos parados, jeans rotos y sacos negros.
Cuando el convoy de pasajeros se metió en Rosario, el último vagón se llenó con cientos de personajes con pinta de chicos malos. Todos habíamos elegido el mismo. Tenía miedo y admiración por esa fauna que olió el punk tardíamente y entro de lleno en el dark y el pos y la new wave y el heavy y otras tantas esquirlas de una cultura rockera que explotaba secreta pero poderosamente.
Un gordo gritó: ¡Cierren la puerta que acá no entra ni el chancho! Miré con pánico al hermano de mi amigo que seguía atentamente los movimientos de unos rosarinos que sacaron una bolsa con un polvo blanco. Era cocaína, por supuesto. Pero para mi, vírgen tóxico, podía ser heroína o puloy. Un pibe se sentó frente a nosotros y empezó a hablar contra Rosario Central que había salido campeón ese año, mientras disparaba una multitud incesante de tics nerviosos, que según el big brother se debían a las anfetas. Recordé que alguna vez me había bajado de un saque un tira de aspirinetas y me sentí más cercano a esa cofradía de drogones. Tal como anunciaron, nadie entró a ese vagón, ni nadie pidió boletos hasta Retiro.
Tampoco tardó mucho en aparecer el primer porro. El hermano hizo punta y aceptó el convite. Dudé, pero mi compañero no, y me sentí aliviado para seguirlo. El primero te lo regalan, el segundo te lo venden, decían los Twist, y era cierto. Pero también aquello de que el primero no te pega salvo que te mueras de ganas de que te pegue. Ahora no sé si afectó mi organismo realmente, pero el viaje era tan lisérgico que salí hasta el fuelle y empecé a volar agarrado de la manija, con un pie y un brazo colgando del tren.
De ahí en más, blow up, espacio en blanco, silencio in-con-consecuencias.
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