Nunca paraban de repetirme que no mirara a los ojos de la gente, y me dieron muchos golpes bajos para quitarme la costumbre. Pero a pesar de todo a veces me olvido y levanto la vista. Y siempre me doy cuenta tarde de lo peligroso que es.
Hoy me ha pasado de nuevo. Esta misma tarde, en el paseo marítimo. Gente caminando, corriendo, mirando el mar sin entender nada; músicos callejeros que solo tocan para ellos, para darse una tregua y no escuchar la voz que desde dentro les recuerda sus fracasos. Lo de siempre. Y sentada en una mesa de una terraza, sola, una niña. Pequeña, no más de 7 años, muy interesada en un vaso lleno de helado de vainilla que remueve con un barquillo. De pronto me ha mirado fijamente, con la constancia e imprudencia que solo se tiene a esa edad, y la certeza me ha arrollado sin dejar tiempo para que me apartara, como un tren, como una horda de hunos desquiciados. La certeza de que he llegado 20 años pronto para enamorarme de ella, de que nunca llego a ninguna parte cuando tengo que hacerlo y que la relatividad del tiempo solo sirve para ver en los ojos de ciertas personas la que serán algún día o la que dejaron de ser hace años. Y que las has perdido sin llegar a tenerlas.
He echado a andar espantado, a punto de correr, notando como la suela de esparto se iba deshaciendo bajo mis pies. Pero para nada. No hace falta escuchar tangos para saber que es inútil marcharse. En una plaza miserable, arrancada a la fuerza de entre las casas, con tres o cuatro de esas palmeras que se agitan como riéndose de todo, una viejecita sentada en un banco, dejando caer al suelo migas de pan duro para animales que no estaban allí aún. Esta vez vi las luces, escuché los caballos venir, pero no me molesté en apartarme. Sabía que iba a mirarme, sabía lo que iba a ver en sus ojos. La tristeza de saber que ella tampoco había llegado a tiempo, el mismo desconsuelo que llevaba yo todavía cosido en las pestañas.
Hizo ademán de levantarse, pero negué con la cabeza. Yo todavía podía correr, así que huiría por ella. Era lo menos que podía hacer. Además, quizás fuera yo el que llegaba tarde…
Siempre que se topan cuatro pupilas evidencian que lo existente es un soplo de vida a destiempo; antes-después-durante, de igual, la sincronía es una utopía (perdón por la rima, me dan mucha desconfianza las rimas).
ResponderEliminarSublime texto de universos desencontrados, formando así El Universo.
Un fuerte abrazo desde La Frutilla Paranoica.
No es que llegues tarde, es que llegaste temprano o infortunadamente fuera de época los dos. Y es que es peligroso mirar a los ojos porque ves el alma. ¿Y quién no se enamora de lo puro? Por una vez, sólo por una vez, no ardes, sino que estás en su vaso, deshaciéndote lentamente.
ResponderEliminarA mí me encanta mirar a los ojos de la gente, me parece maravilloso.
ResponderEliminarSólo espero que no me pase lo que a ti, prefiero no ver lo que quieren ser y no son, lo que no pueden ser, prefiero no salir corriendo...mejor sentadita y con una manta.
1 beso.
Se te han ido con colores...como a un gato mojado! Necesitas soñar más, te lo digo yo, que de colores y sueños entiendo. Miau.
ResponderEliminarMe miraste a los ojos cuando me encontraste en la estación de trenes. Tal vez porque te sorprendió que cruzara la estación corriendo para lanzarme a tus brazos. Tienes que entender, volverte a ver, estar contigo, era un anhelo forjado durante muchos años.
ResponderEliminarYo también llegué tarde con Oscar , asi que te puedo entender.
ResponderEliminarY tambien me encanta la vainilla.
Yo aún sigo corriendo. Mirando hacia delante, pero sin ver.
ResponderEliminarme ha gustado la historia. la reflexión es si llegamos a veces muy temprano y otras veces pienso que llegamos tarde. en fin, es relativo.
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