CAPITULO 3. BOLIVIA Y CHILE: LA PAZ - SAN PEDRO DE ATACAMA

POR EL ALTIPLANO, ALTO PERO NO PLANO


Los días en La Paz pasan volando, nadando en la abundancia de sus esquizofrénicos mercados callejeros, donde lo fresco y no procesado tiene precios irrisorios, y lo empaquetado también, siempre que tenga la orgullosa etiqueta tricolor. No es algo exclusivo de Bolivia, todos los países vecinos imprimen en sus productos lemas similares: "Producto Peruano", "Hecho por Chilenos", "Industria Argentina"...


Pero como no nos podemos quedar eternamente comiendo fruta como chimpancés en las calles de La Paz, las tormentas estivales nos pisan los talones y la ruidera de esta locura urbana, de este agujero relleno de ladrillos y contaminación, resulta ya un dolor, toca ya empaquetar y salir de este cráter inmundo.


No resulta fácil escapar del hormiguero de La Paz, donde los conductores son sin duda los más cafres de todas las ciudades con las que hasta ahora nos ha tocado lidiar, a pesar de que traten de afinar sus sentidos mascando coca sin parar. Conductores y labradores, niños y abuelos, en el campo y en la ciudad, la gente de Bolivia mantiene ininterrumpidamente una bolita de hojas de coca pegada a la encía. La mágica hojita, de mil propiedades medicinales (aunque, personalmente, pésimo sabor), cuenta incluso con un ministerio en la nueva Bolivia, que con su política de "coca sí, cocaína no" está haciendo verdaderamente de rabiar a la Agencia Antidrogas de EE.UU. (quizá porque demuestra su total inutilidad en Sudamérica).


Y así, aprovechando que a la hora del almuerzo el tráfico de las arterias de La Paz se calma bastante, escapamos al altiplano tras tomar resuello en el pueblo de Viacha.


Aquí en las aldeas se puede nuevamente volver a dejar las bicis desatendidas, pues el robo está así como mal visto. En medio del chaparrón nos encontramos también con una vieja conocida, una pequeña población de Puya raimondii, casi tan expresiva como la población humana local (que tienen su corazoncito y son amables, pero una comunicación tan sencilla como saber dónde diablos conseguir agua resulta una ardua tarea).


Pasado el pueblo minero de Corocoro desaparece el asfalto, algo que al principio hasta se agradece, pues prácticamente desaparece todo tráfico.


Dejamos atrás Calacoto tras encontrar por suerte una vieja pasarela peatonal para cruzar el río Mauri. Y menos mal, porque según los lugareños sería un sencillísimo vadeo en el que quizá apenas nos mojásemos un poquito los pies nomás... en fin, si nos llegamos a atrever nos hundimos en el fango hasta la cintura.


Ya van llegando las lluvias, alguna semana antes de que es habitual según nos dicen, y con ellas los flamencos.


Sería demasiado desafío a la estadística librarnos una vez más de la tormenta: esta vez, nos pilló cruzando un pequeño salar. Con gran despliegue de luz y sonido, la tormenta paralizó temporalmente el normal funcionamiento neuromuscular de la Princesa Pedales, y envolvió nuestras monturas en un pesado cemento de arena, sal y fango. Las estrictas normas del protocolo antirrayos impuestas por decreto urgente al intendente de cocina le impidieron sacar la cámara hasta no ver un arcoiris en el horizonte...


En el pueblo de Ulloma, cuya plaza aspira a ser la más triste y carente de vida del mundo después de la de Chernobyl, nos ofrecieron amablemente pasar la noche en la sala de reuniones del ayuntamiento.



A lo lejos asoma ya el hocico el gigantesco Sajama, techo de Bolivia, mientras el camino alterna estepas y valles con pastos húmedos llenos de alpacas felices.


La lana y la carne de estos simpatiquísimos bichos cotiza mucho, pero son más exigentes que las llamas y únicamente se ven ya en estas zonas donde los ganaderos obstaculizan los riachuelos para inundar los valles y mantener los pastos verdes y frescos.


Continuamos por la antigua carretera internacional que discurría por el norte del volcán Sajama hacia Chile, hoy día en desuso por existir una nueva carretera asfaltada por el sur.

  
Los pocos poblados a lo largo del camino están casi deshabitados, aunque las típicas iglesias andinas de piedra, cal y barro y techos de paja están siempre bastante bien cuidaditas y resultan un lugar agradable para almorzar algo a resguardo del viento.





Acampados tras los muros de la iglesia del pueblo de Tomarapi, somos sorprendidos de noche por el guardaparques, que nos informa de que recientemente han subido la tasa de entrada al parque nacional del Sajama un escalofriante 200% para los extranjeros... sin distinción del vehículo en el que lleguen. En Bolivia, como en tantos otros países, los parques nacionales son meros sacaperras, y ante semejante injusticia, habrá que andar más listos la próxima vez que entremos en zonas marcadas en verde en los mapas...



Asoman ya los volcanes fronerizos Parinacota y Pomerape con sus seismil y pico metros. En la laguna Huañacota, gracias a la colaboración desinteresada de los flamencos, logramos por fin sacar alguna foto un poco decente.



Tras aprovisionarnos para varios días en Tambo Quemado, pasamos el puerto y llegamos a los puestos fronterizos de Chungará. Las normas chilenas son estrictas y prohíben pasar cualquier fruta, verdura, etc., no vaya a ser que una plaga de moscas de la fruta arruinen las manzanas que inundan nuestros Eroskis. Sin saber que ni nos registrarían ni nos preguntarían nada, fuimos buenos chicos y más o menos obedecimos las restricciones; los aduaneros chilenos están demasiado ocupados tocando las pelotas a los cientos de camiones bolivianos que hacen cola para ir o para volver del puerto de Arica. Sin embargo, los carabineros chilenos hacen gala de su primera, que no última, muestra de simpatía y generosidad con nosotros: dejamos atrás el asfalto con una gran bolsa de tomates, cebollas y zanahorias.



La calamina, ese diabólico engendro que la física crea en los caminos al paso de vehículos medianamente pesados y que puede descoyuntar tanto bicicletas como esqueletos de ciclistas, y lo que es peor, la arena, vuelven a ser compañeros de viaje en estos caminos del altiplano chileno.


Pero la estrella que llevamos en el culo sigue brillando: aparecemos en la cabaña termal de Chirigualla. Taponamos la salida del agua con una botella y en media hora tenemos para nosotros solitos, a tantos kilómetros del lugar habitado más cercano y a cuatromil metros largos de altitud, una piscinita con agua tan caliente que casi quema. La vida es una maravilla.


Como no podía ser de otra manera en el Parque Nacional de las Vicuñas, la visión de estos camélidos salvajes se hace habitual.


De vez en cuando se ven pasar también velocísimos ñandúes, grandes aves corredoras emparentadas con las avestruces.


Dejamos atrás la vigilancia del gigante Parinacota para pasar a la de otro volcán, esta vez activo, el humeante Guallatiri. El pueblo del mismo nombre es el único núcleo permanentemente habitado de toda la zona, aunque no vimos a nadie aparte de los carabineros del retén. Igual que en casa, y al contrario de Bolivia, los pueblos remotos están abandonados. Las casas se van cayendo con la puerta cerrada con llave, y los pocos habitantes son aymaras del lado boliviano emigrados como pastores a sueldo.


A partir de media tarde el viento arrecia sin piedad, y la carretera (muy transitada por camiones cargados de borax de la mina cercana) es ancha pero horriblemente bacheada de calamina. Pero cierto día juntamos dos golpes de suerte en pocas horas: de repente aparece en el horizonte cual ángel salvador una niveladora, tras la cual estrenamos un camino lisito y duro por unos pocos kilómetros, y cuando ya empieza a crecer la preocupación por no encontrar un sitio mínimamente resguardado del viento para acampar, aparece una minúscula chabolita con espacio justo para montar la parte interior de la tienda de campaña en su interior.



Llegamos por fin al salar de Surire, algo que nuestros pulmones agradecen muchísimo por la polvareda que levantan los camiones que llevan el borato del salar. En la época de Pinochet se recortó convenientemente una islita en el mapa del parque nacional para dar cabida a la mina.



Las vizcachas, algo así como conejos-ardillas, acechan desvergonzadamente a todo humano que pase por el refugio del Conaf, pues significa comida fácil. En este caso, esos extraños humanos sobre ruedas las hicieron huir a pedrada limpia. No hay cosa peor para una especie animal que perder la condición salvaje...


La piscina termal natural de Polloquese es otra agradable sorpresa del camino, sobre todo porque mientras chapoteamos en el agüita caliente llega una cuadrilla de amigos, descendientes de los antiguos habitantes que han vuelto al pueblo de visita por Todos los Santos, y nos invitan a unas cervezas y a sacar fotos a una de ellas, que vuelve de un festival de bailes típicos.



El camino que seguimos hace un extraño en la muga, entrando en territorio boliviano y volviendo a Chile a los pocos kilómetros. Un bonito atajo que las habladurías de contrabandistas y otros fantasmas mantienen totalmente libre de tráfico.


Uno de los pocos arbustos que sobrevive a las condiciones de estos parajes es la llareta (curiosamente es una apiácea), que forma unos compactísimos tapetes verdes, duros como piedras, que los pastores de llamas rompen con picos para usar como leña.


Alguno de esos pastores debe ser el que ocasionalmente ocupe la pequeña chabolita junto a la que acampamos una tarde, cerca de las ruinas de la aldea de Mucomucone, y que tan bien nos vino para poder cenar y desayunar a todo lujo y confort.




Los verdes bofedales le dan un pequeño toque de variedad a estas inmensidades que empiezan a parecer a veces bastante repetitivas...



Antes de llegar a la frontera de Colchane, hay aún una nueva sorpresita termal bajo el volcán Isluga, cerca del pueblo de Enquelga.


De vuelta en territorio boliviano, decretamos un día de descanso en el desangelado pueblo fronterizo de Pisiga, donde pasamos horas agachados encima del mapa del ejército que compramos en La Paz antes de adentrarnos en nuestro primer gran salar rumbo al pueblo de Coipasa. El viento acompaña pero a menudo resulta confuso elegir qué rodadas nos llevarán por el rumbo correcto y cuáles nos atascarán en una imposible harina de fango y sal. Obviamente escogemos siempre la buena: siendo de cerca de Salinas de Añana, los salares no tienen secretos para el abnegado intendente de cocina, autoproclamado también intendente de navegación en estos ambientes.


Basta alejarse de la costa para que el salar se convierta en una superficie lisa y dura, donde pedalear es un verdadero placer. Al menos por la mañana, antes de que se levante el viento (se le ve llegar por las tormentas de arena a lo lejos). Días más tarde conoceremos a unos ciclistas a los que el viento les partió la tienda cuando acampaban a orillas del salar.



El pequeño trozo de tierra firme entre el Salar de Coipasa y el de Uyuni se hace arduo por la arena del camino y el calor, por lo que la llegada al pueblo de Llica es una fiesta. El pueblecillo tiene innumerables tiendecitas, bastante mejor abastecidas que lo que esperábamos, por lo que volvemos a decretar día de descanso para quitar un poco la sal de las bicis y comer como desalmados. Conocimos allí a Danny y Tamara, yankis, y otra pareja de alemanes. Todos ellos en bici desde Alaska, los segundos van poniendo ya rumbo a casa con ganas de asentarse mientras que los primeros siguen con ganas hacia la Patagonia; volveremos a tener el placer de encontrarlos a todos ellos en los próximos días.


La navegación por el salar resulta bastante menos épica de lo que podíamos pensar, pues lo más cómodo es seguir las pistas hechas por los 4x4 de turistas que cruzan el salar y así evitar las costras de sal de los característicos polígonos de evaporación.


El glorioso y mundialmente celebrado Aniversario de la Princesa Pedales nos pilla acampados en la Isla del Pescado, una de las mayores islas del salar, por supuesto deshabitada y felizmente poco visitada por los tours turísticos.


No se puede decir lo mismo de la Isla Incahuasi, parada obligada de todos los jeeps de guiris, un auténtico show. Paramos brevemente para hablar con los conductores, siempre amables y bien dispuestos a responder a nuestros interrogatorios viales, y continuamos hacia el sur.


A los pocos centímetros, la inmensa masa de sal está saturada de agua, pero la superficie se mantiene lisa y durísima hasta la llegada de las lluvias del verano austral; una maravilla dar pedales por este cristal, sobre todo cuando sopla de cola y volamos a 25 km/h sin apenas pedalear.


Se acabaron los aymaras; al sur del Salar de Uyuni volvemos a encontrarnos con población quechua, por primera vez desde que llegamos al Titikaka. Los caminos son a veces tan arenosos como nos temíamos.


En estos semidesiertos que tanta grima dan se cultiva ese grano tan rico y que tanto cotiza, la quinua. La quinua de producción ecológica del altiplano boliviano, sorprendentemente la más nutritiva y apreciada. Estos altiplanos desolados darían la impresión de ser lo más pobre de Bolivia, pero camionetas y tractores nuevecitos los delatan (las casas chapuceras son en gran medida solo eso: chapucerismo). Y es que el quintal de quinua se lo están pagando a menudo a 900 pesos bolivianos (2,5 euros el kilo) y dicen que suelen sacar más de dos toneladas por hectárea. Pocos querrían vivir y trabajar en estos yermos pero al menos está bien pagado.




Por suerte los duros arenales dan de vez en cuando lugar a parajes más bonitos donde las acampadas son infinitamente más agradables, como la zona de San Agustín.


Un simpático pastor de llamas, de conversación amena y sorprendentemente coherente, nos indicó un buen txoko al abrigo de las rocas para acampar a resguardo del viento antes de llegar al pueblo de San Agustín y tomarnos un día de descanso. El pueblecito cuenta con una especie de hostal municipal que está en perfectas condiciones, pero no hay nadie al parecer que quiera trabajar allí, por lo que el lugar está totalmente vacío y abierto. Una vez más las gentes dan muestras de gran hospitalidad "colectiva", es decir, se vuelcan en ayudar al forastero para que se aloje en la escuela, el ayuntamiento, etc. Por fin encuentran al corregidor, que parece nervioso e incómodo con la situación, y rápidamente da su consentimiento con que okupemos el albergue por una noche. Algo así como diciendo "eeeeh sí sí, claro que pueden quedarse ahí a descansar una noche... por mí como si se quedan un mes, mientras no se queden en mi casa..."


Estábamos en lo alto de un puerto de 4000 y pico metros camino hacia Alota cuando aparecen dos enormes pick ups de las que bajan dando tumbos como dos docenas de chavalillos con un ciego descomunal. Son chavales de las aldeas y ranchos de la zona, que vienen de jugar partidos de fútbol en la zona de la frontera argentina; han debido ganar, pues hasta el entrenador es incapaz de dar dos pasos derecho y contener la baba cervecera que brota de su boca al farfullar tonterías. Borrachuzos pero corteses, nos invitan a unas birras antes de continuar.

  



En Alota nos acomodamos en una de las aulas-escombrera vacías de la escuela, a lo que los profesores no pusieron la más mínima pega: una vez más, pusieron cara de "como si acampais en el tejado, chavales". Aprovechamos la tarde para reaprovisionarnos en la tienda de una entrañable abuelita, que más tarde al escuchar que a la Princesa Pedales le dolía un poco la tripa se apresuró en aparecer con una bolsita de hierbas medicinales "de los cerros".


Alota es el único lugar donde hemos escuchado a los niños hablar quechua entre ellos, además de disfrutar de los cantos e instrumentos tradicionales con los que pasaron la tarde ensayando en un aula cercana. Ciertamente su quechua es mejor que su inglés: qué memorable momento, descubrir desde la ventana de una de las aulas un cartelito que rezaba: "More value to prevent who to lament". ¡Sabias palabras!




Hace días que ya no se ven alpacas, son condiciones ya demasiado recias para ellas. Aquí las jefas son las llamas, que complementan la economía de la quinua con precios bien pagados también.


Hacía tiempo que no nos tocaba apretar los dientes cuesta arriba como en el Paso Capina (4600m). 



Alegría mayúscula al llegar a la cima del puerto y descenso hacia el Salar de Capina, donde también se explota el borato a pesar de estar en el parque nacional de la Reserva Eduardo Avaroa. Los guardaparques cobran la friolera de 150 pesos bolivianos (unos 20 euros) a todo extranjero por un permiso de cuatro días, una vez más sin distinguir si van contaminando, metiendo ruido y bacheando caminos o si van en bici. El minucioso plan trazado para pasar el control de noche nos salió totalmente rana: el año pasado colocaron un nuevo control justo en el campamento minero donde pensábamos pasar la noche previa al asalto pirata, y fuimos pillados in fraganti. Una amarga derrota, pero quedan muchos infames parques nacionales por delante...



La inhóspita Laguna Colorada, a la que minúsculas algas le dan ese color rojo tan especial, no nos permite disfrutarla tanto como quisiéramos pues el viento se ha puesto bravo bastante antes de lo habitual.


A las vicuñas no parece importarles demasiado el viento. No nos explicamos qué diablos hacen en este desierto a más de 4000m sin vegetación alguna. "Comen tierra", dicen los lugareños.


Alcanzamos la ansiada quebrada que guardaparques y conductores de jeeps nos aconsejaban, donde se puede acampar decentemente sin salir volando en plan Celedón.


La Princesa Pedales hace un día más gala de su total inmunidad a la altitud (otro argumento más que avala la teoría de su origen extraterrestre) en lo alto del Paso Sol de Mañana, a casi 5000m, desde donde se divisan los geyseres a los que no nos acercamos por pura pereza. Esto parece Júpiter, sólo de vez en cuando algún camión minero y jeeps de guiris rompen la estampa con las polvaredas que levantan.



La carretera mejora muchísimo en la bajada a Polques, donde según tenemos entendido nos aguarda una bonita sorpresa.


Efectivamente, ahí está la piscina de agua termal, bien caliente pero sin olores sulfurosos de ningún tipo, toda para nosotros hasta que las hordas de turistas saltan de sus todoterrenos y bajan a ponerse a remojo antes de continuar con su acelerado tour. Desde luego, si algún día esta ruta fue algo tan solitario que rozaba la temeridad, el incesante tránsito de 4x4 rellenos de ovejas Dolly ha acabado con aquello. Pero bueno, dejan las mesas del comedor repletas de tortitas con mermelada intactas (no es de extrañar que circular a velocidades suicidas por estos caminos de mierda les revuelva el estómago), sobre las que los bicicleteros nos avalanzamos con avidez.



Un último puertecillo y aparecen ya la Laguna Blanca y el volcán Licancabur, el volcán de formas perfectas que en los próximos días será omnipresente.


Enormes grupos de flamencos pasan el día picoteando el fango de las orillas de la Laguna Blanca.





A la Laguna Verde, sin embargo, ni se acercan. Probablemente porque su composición química no tiene nada que envidiar a la de la balsa de Aznalcóllar: arsénico, plomo, .... y esos sedimentos que al ser removidos por el viento le dan ese tono verde turquesa tan bonito.


Resulta inmensamente tentador el desobedecer la vergonzosa norma que prohíbe subir al Licancabur (5916 m) sin guía, sobre todo teniendo en cuenta que su ascensión no tiene la más mínima dificultad técnica, pero el cansancio de estas semanas se hace notar y decidimos no apretar más las tuercas de nuestros sufridos esqueletillos. Nos contentamos con llegar hasta el collado fronterizo y ver las curiosas ruinas que hay al pie del volcán; son supuestamente las ruinas de un antiguo asentamiento inca para peregrinos. Desde luego, o mucho ha cambiado el clima en estos 500 años, o corrales para ganado no pueden ser.



Acampar en las ruinas al pie del dios Licancabur es tentador, pero más aún lo es pasar la noche en uno de los cuartitos del poblado minero abandonado que hay a orillas de la Laguna Blanca, a una distancia prudencial del puesto de control de los guardaparques. Hay hasta una vieja chimenea, y en los alrededores abundantes palés viejos para darnos el placer de cenar y desayunar en manga corta... y en buena compañía! porque al rato llega la pareja de alemanes que conocimos en Llica. Y poco más tarde, la pareja de yankis, pero éstos tienen que volver a la carretera con las orejas gachas porque la petarda de la guardaparques-mala les ha pillado y les ha hecho acampar junto a la pared del hostal y el puesto de control. Es que por lo visto los jeeps pueden pasarse las normas por el forro y salir de los caminos y bajar hasta las lagunas, pero los peligrosos ciclistas no deben acercarse al poblado abandonado... ¡las normas! ¡son las normas! ¡¡¡las nor-maaaaaaassss!!!


En fin, la guardaparques-mala se quedará siempre con la duda de si subimos al volcán o no, y si los ciclistas eran dos o eran cuatro o eran seis, y si fueron al poblado abandonado a dormir o a pegarle fuego, y ya en compañía de Danny y Tamara subimos hasta el puesto fronterizo de Hito Cajón a despedirnos de Bolivia. Esto es un auténtico show, continuamente llegan minibuses llenos de turistas desde el lado chileno, hacen fila pasaporte en mano en la puerta del chabolo, salen, se suben a los Toyotas de sus respectivas agencias de viajes, y parten hacia la aventura. En apenas tres o cuatro días habrán cruzado todo este pedazo de Saturno, habrán llegado a Uyuni, y estarán ya de vuelta con cara de mareo.


Cada uno a lo suyo, y lo que toca ahora es disfrutar de haber llegado sanos y con ejes, radios y cúbitos intactos, y empezar a saborear una semanita de "vacaciones" allí abajo en San Pedro de Atacama,

y como entremés, una bajada que es difícil de encontrar en el mundo entero: cuarenta y pico kilómetros de asfalto perfecto y sin apenas curvas, para bajar de 4600 a 2500m de altitud, con el suficiente viento en contra para no embalarnos demasiado y mantenernos a 60 km/h.... memorable.


En menos de una horita, cuatro malolientes pero sonrientes arrastraos se bajan de sus bicis, se despojan de anoraks, pasamontañas y guantes y se ponen las sandalias y los pantalones cortos... han llegado a San Pedro de Atacama!

3 comentarios:

  1. Guau!!!, cuarenta y pico kilómetros de bajada....qué gozada, no?. En fin, muy bueno el post y una gran alegría saber de vosotros y vuestro día a día. Jo, cuando veo esos caminos de arena me hago una idea de lo dificultoso e ímprobo que tiene que ser pedalear por ellos, pero lo que no tengo forma de medir aún sabiendo que se os ha puesto en contra, es ese viento que puede llegar a obstaculizar al ciclista más que un puerto.
    Animos continuados para ambos y el ruego de que te atengas al estricto protocolo de la Princesa Pedales en caso de tormenta, Navegador.

    Y que no pare el pedal
    Besarkada haundi bat

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  2. Tormenta, viento, arena, sal, calamina, frio, sed, aridez, incertidumbre, ............
    un alto precio que revaloriza la satisfaccion de superar y disfrutar la variedad cromatica de esos amplios y luminosos espacios naturales y los gigantes que los escoltan.

    CHAPO Y ANIMO

    Paisa

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  3. Kaixo bikote!!! Hain azkar jeitsiz gero harrapatu egin diguzue!!! Paraje ederrak pasa dituzue eta orain ongi etorri Argentinara. Muxu potoloa.

    Ainhoa eta Koldo

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