REEDICIÓN (edición: 13/05/2014)
Mi hermano el sexto es el guapo oficial de los siete. Se casó con una guapa y tuvieron tres guapicos varones. Dicho así puede sonar a retintín, pero nada más lejos de la realidad. No es la belleza la característica más destacada de ninguno de los cinco. Simplemente estaba presumiendo de hermano, de cuñada y de sobrinos guapos.
Guillermo es el primero de los tres hijos. Plenamente consciente de la importancia que tiene el mayor en la educación de los hermanos más pequeños, siempre ha asumido su papel con una responsabilidad encomiable. No los deja vivir desde que abren los ojos al despertarse hasta que los cierran para dormirse. Les toma el pelo, se les ríe, les arrea, les insulta... Lo que se dice un chollo para unos padres que se han encontrado con el trabajo hecho. Apenas han tenido que dedicar tiempo para imbuir a sus dos hijos menores que a este mundo se ha venido a luchar.
Quizá resulte una obviedad si digo que pocas veces he visto que alguien quiera tanto a sus hermanos como Guille a los suyos. Una cosa es que él los putee con el derecho —incluso la obligación— que le confiere su condición de mayor y otra muy distinta que nadie ose meterse con ellos, si no quiere vérselas tiesas con él.
Hubo dos cosas que me llamaron la atención desde su más tierna infancia: su agudeza y sus facultades físicas. Son muchos los recuerdos. Tendría dos años recién cumplidos aquellas Navidades en las que su abuelo materno, con toda la ilusión, se disfrazó de Papá Noel para darle unos juguetes:
—¿Has visto a Papá Noel, hijo mío?
—Sí, belo (abuelo) —respondió el cabrón del crío.
Sobre sus facultades físicas y coordinación de movimientos, nunca olvidaré su imagen encima de aquél triciclo. La primera vez que lo vi estuve al borde del infarto. Como todavía no llegaba a darle a los pedales, se impulsaba con las puntas de los pies en el suelo y cogía una velocidad increíble. Cuando me di cuenta de que se acercaba a la pared de enfrente sin tiempo para frenar, me levanté sobresaltado a recoger lo que quedara de él al estamparse contra ella. Con un golpe de cadera giró noventa grados y enfiló el siguiente tramo del pasillo como si tal cosa. Mi hermano, que estaba acostumbrado a verlo, se descojonaba de mi cara de susto.
Es una lástima que se haya echado novia tan joven. Y no porque la chica no merezca la pena —que es un encanto—, sino por lo que podría ligar. Con su palmito, esa mano izquierda que tan bien maneja y su cara de pena, podría ser el rey del mambo. Los hombres con cara de pena despiertan mucha ternura en las mujeres. Que se lo digan a su abuela —mi madre—, que está todo el día desviviéndose en darle caprichos para ver si se la alegra.
Ese es Guille. Para mí El Súper. Le llamo así con frecuencia desde niño. Desde que le cantara "Superguilly, Superguilly" al ritmo de campeones y él me respondiera, con su lengua todavía de trapo, "Oe, oe, oe".